Entonces la compañía de soldados, el tribuno y los alguaciles de los judíos, prendieron a Jesús y le ataron, y le llevaron primeramente a Anás; porque era suegro de Caifás, que era sumo sacerdote aquel año. Era Caifás el que había dado el consejo a los judíos, de que convenía que un solo hombre muriese por el pueblo. Y seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Y este discípulo era conocido del sumo sacerdote, y entró con Jesús al patio del sumo sacerdote; mas Pedro estaba fuera, a la puerta. Salió, pues, el discípulo que era conocido del sumo sacerdote, y habló a la portera, e hizo entrar a Pedro. Entonces la criada portera dijo a Pedro: ¿No eres tú también de los discípulos de este hombre? Dijo él: No lo soy. Y estaban en pie los siervos y los alguaciles que habían encendido un fuego; porque hacía frío, y se calentaban; y también con ellos estaba Pedro en pie, calentándose. Y el sumo sacerdote preguntó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina. Jesús le respondió: Yo públicamente he hablado al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en oculto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado; he aquí, ellos saben lo que yo he dicho. Cuando Jesús hubo dicho esto, uno de los alguaciles, que estaba allí, le dio una bofetada, diciendo: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas? Anás entonces le envió atado a Caifás, el sumo sacerdote. Juan 18: 12-24
Para seguir la narración agrupamos aquí los dos pasajes que se refieren a la vista ante Anás, y haremos lo mismo con los otros dos que tratan de la tragedia de Pedro.
Juan es el único de los evangelistas que nos dice que Jesús fue conducido en primer lugar a presencia de Anás. Anás era un personaje célebre. Edersheim escribe de él: «No hay figura de la historia judía de aquel tiempo que nos sea más conocida que la de Anás; ninguna persona era más afortunada o influyente, pero tampoco más vilipendiada, que el ex sumo sacerdote.» Anás era el poder entre bastidores en Jerusalén. Había sido sumo sacerdote entre los años 6 y 15 d.C., y cuatro de sus hijos también ocuparon ese puesto, y Caifás, que era su yerno. Ese hecho ya es suficientemente sugestivo y esclarecedor. Había habido un tiempo, cuando los judíos eran libres, en que el puesto de sumo sacerdote era vitalicio; pero, cuando llegaron los procuradores romanos, se alcanzaba mediante conspiraciones, intrigas, sobornos y corrupción. Se nombraba al mayor sicofanta, al mejor postor, al que consiguiera mantenerse en la cuerda floja con el gobernador romano. El sumo sacerdote era el supercolaboracionista, el que daba facilidades y prestigio y comodidades y poder a los dueños del país, no sólo con sobornos, sino también con estrecha colaboración. La familia de Anás era inmensamente rica, y uno tras otro de sus hijos había alcanzado la cima con sobornos e intrigas, mientras él mismo seguía moviendo todas las marionetas.
Su manera de hacer dinero tampoco era menos objetable. En el Atrio de los Gentiles estaban los puestos de vendedores de animales para los sacrificios, a los que Jesús había echado con cajas destempladas. No eran comerciantes, sino desolladores.
Todas las víctimas que se ofrecían en sacrificio en el templo tenían que estar libres de mancha o defecto. Había inspectores que lo comprobaban. Si se traía un animal de fuera del templo, se podía estar seguro de que le encontrarían algún fallo. De esa manera se obligaba al fiel a comprar en el templo la víctima que quisiera ofrecer, que ya habría pasado la revisión y no había peligro de que se la rechazaran. Eso habría sido conveniente y de ayuda si no hubiera sido por una cosa: en el templo todo costaba diez veces más. Todo el negocio era una desvergonzada explotación, y los puestos de venta en el templo se llamaban « El Bazar de Anás», porque eran propiedad de su familia, y la manera en que Anás había amasado su fortuna.
Los mismos judíos odiaban a la familia de Anás. Hay un texto en el Talmud que dice: « ¡Ay de la casa de Anás! ¡Ay de su silbido de serpientes! Son sumos sacerdotes; sus hijos son los tesoreros del templo; sus yernos, los guardias del templo, y sus criados arremeten contra los fieles a garrotazos.» Anás y su familia eran célebres.
Ahora podemos entender por qué había dispuesto Anás que le llevaran a Jesús en primer lugar a él: Jesús había atentado contra sus intereses creados, había echado del templo a los vendedores de víctimas y había tocado a Anás en la parte más sensible de su persona, la bolsa. Anás quería ser el primero en regodearse en la captura de aquel perturbador galileo.
La vista ante Anás fue una burla de la justicia. Era uno de los principios de la jurisprudencia judía que no se le podían hacer a un preso preguntas que le pudieran incriminar. Maimónides, el gran judío cordobés que es una autoridad en tantas materias, estableció: «Nuestra auténtica ley no inflige la pena de muerte a ningún culpable por su sola confesión.» Anás violó los principios de la justicia judía cuando interrogó a Jesús. Fue eso precisamente lo que Jesús le recordó. Le dijo: «No Me hagas preguntas a Mí. Házselas a los que Me han oído.» Lo que estaba diciendo era en realidad: «Lleva mi caso como es debido y justo. Examina a tus testigos como es tu derecho y deber. Deja de interrogarme a Mí, que es algo que no tienes derecho a hacer.» Cuando Jesús dijo aquello, uno de los agentes Le dio una bofetada, y Le dijo: «¿Es que vas a enseñarle Tú al sumo sacerdote cómo tiene que conducir un juicio?» Y Jesús le contestó: « Si he dicho o enseñado algo que no es legal, se debe aportar testimonio. No he hecho más que citar la ley. ¿Y me pegas por eso?»
Jesús no tenía la menor esperanza de justicia. Había tocado los intereses creados de Anás y sus colegas, y sabía que estaba condenado antes de ser juzgado. Cuando uno está implicado en un negocio sucio, su único deseo es eliminar a cualquiera que se le oponga. Si no lo puede hacer por las buenas, lo hará por las malas.
Héroe y cobarde
Simón Pedro iba siguiendo a Jesús con otro discípulo. Ese otro era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús al patio de la casa, mientras que Pedro se quedó fuera, a la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del sumo sacerdote, salió a hablar con la portera, y metió a Pedro adentro.
La criada que estaba a la puerta le dijo a Pedro: -Tú no eres uno de los discípulos de Ése, ¿verdad? -¡Claro que no! -respondió Pedro. Los criados y los agentes estaban alrededor de un brasero que habían encendido; porque hacía frío, y estaban calentándose. Y Pedro también se puso entre ellos para calentarse… Simón Pedro estaba de pie, calentándose, cuando le dijeron: -¡Tú no puedes negar que eres uno de Sus discípulos! Pero él lo negó, y dijo: -¡No lo soy! Uno de los servidores del sumo sacerdote, pariente del otro al que Pedro le había cortado la oreja, dijo:
-¿Es que no te vi yo en el huerto con Él? Y otra vez Pedro lo negó; y acto seguido cantó el gallo.
Cuando los otros discípulos abandonaron a Jesús y huyeron, Pedro se negó a hacerlo. Siguió a Jesús, aún después del arresto, porque no podía hacer otra cosa. Y así llegó a la casa del sumo sacerdote Caifás en compañía de otro discípulo que tenía acceso a la casa porque era conocido del sumo sacerdote.
Ha habido muchas especulaciones acerca de quién era el otro discípulo. Algunos han dicho que sería simplemente algún discípulo desconocido cuyo nombre no sabremos nunca. Otros le han identificado con Nicodemo o con José de Arimatea, que eran miembros del sanedrín y conocerían bien al sumo sacerdote. Una curiosa sugerencia es quesería Judas Iscariote, que habría estado yendo y viniendo bastante para preparar su traición y ya le conocerían la portera y el mismo sumo sacerdote. Pero lo único que parece descartar esta teoría es que, después de la escena del huerto, la participación de Judas en la traición habría quedado clara, y es increíble que Pedro tuviera el menor contacto con él. El punto de vista tradicional es que el discípulo innominado no era otro que el mismo Juan; y la tradición es tan unánime que es difícil descartarla. La cuestión es, en ese caso, cómo es que el galileo Juan era conocido, y al parecer bastante íntimamente, del sumo sacerdote. Se han hecho dos sugerencias para explicarlo.
(a) Posteriormente, un cierto Polícrates escribió acerca del Cuarto Evangelio. No dudaba que había sido Juan el que lo había escrito, y que era el discípulo amado; pero dice una cosa muy curiosa acerca de él. Dice que Juan era sacerdote de nacimiento y que llevaba el pétalos, una estrecha banda dorada, o el ziz, con la inscripción «Santidad al Señor», que llevaban los sacerdotes en la frente. En ese caso podría ser que Juan fuera conocido del sumo sacerdote; pero es difícil creer que Juan fuera sacerdote, porque en los evangelios sinópticos se le presenta como pescador galileo.
(b) La segunda explicación es más verosímil. Está claro que el padre de Santiago y de Juan, Zebedeo, tenía un negocio de pesca lo bastante floreciente como para tener empleados (Marcos 1:20). Una de las industrias galileas era la del pescado salado. El pescado fresco era un gran lujo, porque no había manera de transportarlo con los medios de entonces. Por otra parte, el pescado salado era uno de los artículos de alimentación más corrientes. Se ha sugerido que el padre de Juan estaba bien introducido en el negocio del pescado salado, y que era uno de los proveedores de la casa del sumo sacerdote. En ese caso, Juan sería conocido porque a menudo vendría con provisiones. En la leyenda hay algo que confirma esta suposición. H. V. Morton cuenta que, visitando las calles traseras de Jerusalén, encontró un pequeño edificio que era entonces un café árabe. Había en él algunas piedras y arcos que en tiempos habían pertenecido a una iglesia cristiana muy antigua que había estado alojada en la casa de Zebedeo, el padre de Juan. La familia, dicen y creen los franciscanos, eran mercaderes de pescado galileos con una sucursal en Jerusalén que proveía de pescado salado a la casa del sumó sacerdote Caifás, y por eso Juan tenía entrada en aquella casa.
Sean como fueren estas cosas, Pedro fue introducido en el patio de la casa del sumo sacerdote, donde negó por tres veces a su Señor.
Hay aquí un detalle muy interesante. Jesús había dicho que Pedro Le negaría tres veces antes del canto del gallo. Esto es difícil de comprender. Según la ley ritual judía, no estaba permitido tener aves de corral en la santa ciudad, aunque no podemos estar seguros de que se cumpliera esa ley. Pero los romanos tenían una cierta práctica militar: la noche se dividía en cuatro vigilias -de 6 a 9, de 9 a 12, de 12 a 3 y de 3 a 6. Después de la tercera vigilia, el cambio de la guardia se anunciaba con un toque de trompeta a las 3 que se llamaba en latín gallicinium y en griego alektorofónia, que quieren decir las dos el canto del gallo. Puede que lo que le dijo Jesús a Pedro fuera: «Antes que suene el toque de trompeta del canto del gallo Me habrás negado tres veces.» Todos los residentes de Jerusalén conocerían ese toque de trompeta de las 3 de la madrugada. Cuando sonó por toda la ciudad, Pedro se acordó.
Así es que Pedro, en el patio de la casa del sumo sacerdote, negó a su Señor. No ha habido nadie que haya sido tan cruelmente tratado como Pedro por comentaristas y predicadores. En lo que siempre se hace hincapié es en su fracaso y vergüenza.
Pero hay otras cosas que debemos recordar.
(i) Debemos recordar que todos los demás discípulos excepto Juan, si era él el discípulo anónimo, abandonaron a Jesús y huyeron. Pero pensad en lo que hizo Pedro: sólo él desenvainó la espada en notoria desventaja en el huerto, y sólo él siguió a Jesús, aunque fuera sin ser reconocido, a ver lo que sucedía. Lo primero que debemos recordar de Pedro no es su fracaso, sino el valor que le mantuvo lo más cerca posible de Jesús cuando los demás habían huido. Su fracaso sólo le podía ocurrir a una persona de valor superlativo. Cierto que falló; pero en una situación que ninguno de los otros discípulos se atrevió a arrostrar ni de lejos. Falló, no por ser un cobarde, sino por ser un valiente.
(ii) Debemos recordar lo mucho que Pedro amaba a Jesús. Los otros habían abandonado a Jesús; sólo Pedro se mantuvo lo más cerca posible. Amaba tanto a Jesús que no podía separarse de Él. Cierto que falló; pero falló en circunstancias que sólo uno que amara entrañablemente tendría que arrostrar.
(iii) Debemos recordar hasta qué punto Pedro se redimió a sí mismo. Las cosas no le podían haber resultado fáciles. La historia de su negación correría maliciosamente de boca en boca. Puede que la gente, como cuenta la leyenda, imitaran a su paso el canto del gallo. Pero Pedro tenía la constancia y el coraje necesarios para redimirse, para empezar desde el fracaso y llegar hasta la victoria.
La clave del asunto es que fue el auténtico Pedro el que hizo protestas de lealtad en el aposento alto; fue el auténtico Pedro el que desenvainó su solitaria espada en el huerto a la luz de la luna; fue el auténtico Pedro el que siguió a Jesús, porque no podía dejar que se Le llevaran solo; no fue el auténtico Pedro el que se quebró ante la tensión y negó a su Señor. Y eso era lo que sólo Jesús podía ver. Lo tremendo de Jesús es que, por debajo de todos nuestros fallos, Él ve a la persona auténtica. Él comprende. Él nos ama, no por lo que somos, sino por lo que tenemos posibilidad de llegar a ser. El amor perdonador de Jesús es tan grande que ve nuestra personalidad auténtica, no en nuestros fracasos, sino en nuestra lealtad; no en nuestras caídas, sino en nuestro esfuerzo por alcanzar la bondad, aun cuando seamos vencidos.