No todos los que me dicen: Señor, Señor, entrarán en el reino de los cielos, sino solamente los que hacen la voluntad de mi Padre celestial. Después que el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, ustedes, los que están afuera, llamarán y dirán: ‹Señor, ábrenos. Pero él les contestará: No sé de dónde son ustedes. Aquel día muchos me dirán: Señor, Señor, nosotros comunicamos mensajes en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras calles.› Pero entonces les contestaré: No sé de dónde son ustedes Nunca los conocí; ¡aléjense de mí, malhechores! Mateo 7:21-23; Lucas 13.25-27
Este pasaje contiene un detalle que parece sorprendente. Jesús está totalmente dispuesto a conceder que es un hecho que muchos de los falsos profetas dicen y hacen obras maravillosas e impresionantes.
Debemos tener presente cómo era el mundo antiguo. Los milagros eran acontecimientos corrientes. Esto tenía que ver con la idea que se tenía entonces de la enfermedad. En el mundo antiguo se creía que todas las enfermedades eran obra de los demonios. Si una persona estaba enferma era porque algún demonio había conseguido ejercer una influencia maligna sobre ella, o se habían introducido en alguna parte de su cuerpo. Las curaciones por tanto se tenían que lograr por vía de exorcismo. La consecuencia de esto era que muchas de las enfermedades eran lo que llamaríamos psicológicas, y había muchas formas de curarlas. Si una persona conseguía convencerse -o autosugestionarse- llegando a creer que tenía dentro un demonio o que un demonio la tenía en su poder, esa persona estaría indudablemente enferma. Y si otro conseguía convencerla de que el poder del demonio había sido quebrantado y ella ya estaba libre, entonces esa persona se pondría buena muy probablemente.
Los líderes de la iglesia nunca negaron los milagros paganos. Como respuesta a los milagros de Cristo, Celso citaba los atribuidos a Esculapio y Apolo. Orígenes, que se opuso a sus argumentos, ni por un momento negó la existencia de esos milagros. Sencillamente respondió: «Tal poder curativo no es en sí mismo ni bueno ni malo, y está en principio al alcance de gente piadosa e impía» (Orígenes Contra Celso 3:22). Hasta en el Nuevo Testamento leemos acerca de exorcistas judíos que añadieron el nombre de Jesús a su repertorio, y que echaban demonios por este medio: Pero algunos judíos que andaban por las calles expulsando de la gente espíritus malignos, quisieron usar para ello el nombre del Señor Jesús; así que decían a los espíritus: «¡En el nombre de Jesús, a quien Pablo anuncia, les ordeno que salgan! (Hechos 19:13) Juan le dijo: Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros. (Marcos 9:38). Había muchos charlatanes que ofrecían a Jesús un reconocimiento de labios, y que usaban su nombre para producir efectos maravillosos en personas poseídas de demonios. Lo que Jesús está diciendo es que, si una persona usa su nombre con pretensiones falsas, llegará el día en que tenga que rendir cuentas. Sus motivos verdaderos serán expuestos, y él será desterrado de la presencia de Dios.
Hay dos grandes verdades de valor permanente en este pasaje. No hay más que una sola manera en que se puede demostrar la sinceridad de una persona, y es su conducta. Las palabras bonitas nunca pueden ocupar el lugar de las obras verdaderas. No hay más que una manera de demostrar el amor y es mediante la obediencia. No tiene sentido el decir que amamos a una persona, y luego hacer cosas que quebrantan su corazón.
Cuando éramos pequeños, tal vez solíamos decirle a nuestra madre: «Mamá, te quiero mucho.» Y puede ser que nuestra madre nos sonriera a veces y dijera: «Me gustaría que me lo demostraras un poquito más en tu comportamiento.» También se puede confesar a Dios con los labios, negándole en la vida. No es difícil recitar un credo, pero sí lo es vivir la vida cristiana. La fe sin la práctica es una contradicción en términos y el amor sin la obediencia es una imposibilidad.
Por detrás de este pasaje se encuentra la idea del juicio. Por todo él fluye la seguridad de que el Día del Juicio está al llegar. Una persona puede conseguir mantener las pretensiones y los disfraces, pero llega el día en que todo esto aparece tal como es, y los disfraces desaparecen. Podemos engañar a los hombres con nuestros pensamientos, pero a Dios no. «Tú disciernes mis pensamientos desde lejos,» decía el salmista (Salmo 139:2). Ninguna persona puede engañar en última instancia al Dios que ve el corazón.