Ocurrió una vez que en un pueblo murió de vejez el juez. Como tardaba en llegar el sustituto y los casos se acumulaban, los ciudadanos decidieron nombrar en el puesto interino a un convecino suyo a quien todos respetaban por su sabiduría de la justicia.
Al día siguiente le llegó el momento de presidir un juicio. Empezó hablando el fiscal, que, de un modo brillante y elocuente, convenció a todos los presentes sobre la culpabilidad del reo.
¡Tiene razón el fiscal! – exclamó el improvisado juez.
Señoría, aún debe oír al abogado – le recordó el secretario del juzgado.
Tomó entonces la palabra el abogado, que, en brillantísima exposición, también convenció a los presentes sobre la inocencia de su defendido.
También tiene razón el abogado – dijo el juez.
¡Pero señoría! – volvió a intervenir el secretario – ¡No es posible que tengan razón los dos!
¡El secretario tiene razón también! – Dicho lo cual, el juez dio por terminado el juicio.