Jesús le contestó: Si supieras lo que Dios da y quién es el que te está pidiendo agua, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva. La mujer le dijo: Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua, y el pozo es muy hondo: ¿de dónde vas a darme agua viva? Nuestro antepasado Jacob nos dejó este pozo, del que él mismo bebía y del que bebían también sus hijos y sus animales. ¿Acaso eres tú más que él? Jesús le contestó: Todos los que beben de esta agua, volverán a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca volverá a tener sed. Porque el agua que yo le daré se convertirá en él en manantial de agua que brotará dándole vida eterna. La mujer le dijo: Señor, dame de esa agua, para que no vuelva yo a tener sed ni tenga que venir aquí a sacar agua. Juan 4:10-15
Notaremos que esta conversación de Jesús con la Samaritana sigue el mismo esquema que la que tuvo con Nicodemo. Jesús hace una afirmación. Ella Se lo toma en otro sentido. Jesús repite Su afirmación de una manera aún más gráfica. Tampoco esta vez se Le entiende; y entonces Jesús obliga a Su interlocutora a descubrir y asumir la verdad acerca de sí misma. Esa era la manera de enseñar de Jesús; y era bien eficaz, porque, como ha dicho alguien, «Hay ciertas verdades que una persona no puede aceptar; tiene que descubrirlas por sí misma.»
Como pasó con Nicodemo, la Samaritana toma las palabras de Jesús literalmente, aunque Jesús esperaba que las entendiera espiritualmente. Jesús estaba hablando de agua viva. En la lengua común de los judíos; agua viva quería decir agua corriente. Era el agua de manantial en oposición al agua estancada de una cisterna o estanque. Aquel pozo no era un manantial, sino un depósito al que llegaba el agua que se filtraba por el subsuelo. Para los judíos, el agua corriente, viva, siempre era mejor. Así que la mujer decía: «Tú me ofreces agua pura de manantial. ¿De dónde te la vas a sacar?» Y ella pasa a hablar de «nuestro padre Jacob». Por supuesto que los judíos habrían negado que los samaritanos fueran hijos de Jacob; pero era una de las pretensiones de los samaritanos que eran descendientes de José; el hijo de Jacob, a través de Efraín y Manasés. La Samaritana le estaba diciendo realmente a Jesús: «Lo que estás diciendo es una blasfemia. Nuestro antepasado Jacob, cuando estaba por aquí, cavó este pozo para sacar agua para él mismo, para su familia y sus ganados. ¿Es que vas a pretender Tú ser más sabio y más poderoso que Jacob? Eso es algo que nadie se puede permitir.»
Era corriente que los que iban de viaje llevaran un recipiente de cuero para sacar agua de los pozos que encontraran en el camino. Es lo más seguro que el grupo de Jesús tendría uno de ellos, y que se lo habrían llevado al pueblo. La mujer vio que Jesús no tenía nada por el estilo, así es que Le dijo: «No puedes ni sacar agua del pozo para dármela. Ya veo que no tienes con qué sacarla.» H. B. Tristram empieza su libro titulado Las costumbres orientales en las tierras de la Biblia con el relato de una experiencia personal. «Una vez estaba sentado junto a un pozo en Palestina cerca de la posada a la que se hace referencia en la parábola del Buen Samaritano, cuando vino de aquellos cerros una mujer árabe a sacar agua. Desplegó y abrió un pellejo de piel de cabra, y luego desmadejó una cuerda y se la ató a un cubito también de cuero, que era con el que subía el agua hasta que llenó el recipiente mayor, le ató la boca, se lo colocó al hombro y, con el cubito en la mano, se puso a escalar la colina. Yo me acordé de la Samaritana del pozo de Jacob cuando un viandante árabe que ascendía cansado y sudoroso por el sendero que sube de Jericó se dirigió al pozo, se arrodilló y miró hacia el fondo con nostalgia; pero «no tenía con qué sacar el agua, y el pozo era hondo.» Pegó unos lametones a la humedad que quedaba del agua que se le había resbalado a la mujer que le había precedido y, desilusionado, prosiguió su camino.» Era precisamente eso lo que estaba pensando la Samaritana cuando Le dijo a Jesús que no tenía con qué sacar el agua del hondón del pozo.
Pero los judíos le daban otro sentido a la palabra agua. Hablaban a menudo de la sed de Dios que tiene el alma humana, y del agua viva que puede mitigar esa sed. Jesús no estaba usando términos que condujeran de necesidad a la confusión, sino que cualquiera que tuviera percepción espiritual debería entender. Una de las promesas del Apocalipsis es: «Al que tuviere sed, Yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida» (Apocalipsis 21:6). El Cordero que está en medio del trono los guiará a fuentes de aguas de vida: porque el Cordero, que está en medio del trono, será su pastor y los guiará a manantiales de aguas de vida, y Dios secará toda lágrima de sus ojos. (Apocalipsis 7:17). La promesa era que el Pueblo Escogido sacaría agua con gozo de las fuentes de la salvación: También ustedes podrán ir a beber con alegría en esa fuente de salvación, (Isaías 12:3). El salmista decía que tenía el alma sedienta del Dios vivo: Como ciervo sediento en busca de un río, así, Dios mío, te busco a ti. (Salmo 42:1). La promesa de Dios era: «Yo derramaré aguas sobre el secadal» (Isaías 44:3): La invitación iba dirigida a todos los sedientos para que vinieran a las aguas y bebieran gratuitamente: Todos los que tengan sed, vengan a beber agua; los que no tengan dinero, vengan, consigan trigo de balde y coman; consigan vino y leche sin pagar nada. (Isaías 55:1). La queja desgarrada de Jeremías era que el pueblo había olvidado a Dios, que era la fuente de agua viva, y se había cavado cisternas agrietadas que no podían contener el agua: Mi pueblo ha cometido un doble pecado: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se hicieron sus propias cisternas, pozos rotos que no conservan el agua. (Jeremías 2:13). Ezequiel había tenido una visión del río de la vida: El hombre me hizo volver después a la entrada del templo. Entonces vi que por debajo de la puerta brotaba agua, y que corría hacia el oriente, hacia donde estaba orientado el templo. El agua bajaba por el lado derecho del templo, al lado sur del altar. Luego me hizo salir del terreno del templo por la puerta norte, y me hizo dar la vuelta por fuera hasta la entrada exterior que miraba al oriente. Un pequeño chorro de agua brotaba por el lado sur de la entrada. El hombre salió hacia el oriente con una cuerda en la mano, midió quinientos metros y me hizo cruzar la corriente; el agua me llegaba a los tobillos. Luego midió otros quinientos metros y me hizo cruzar la corriente; el agua me llegaba entonces hasta las rodillas. Midió otros quinientos metros y me hizo cruzar la corriente; el agua me llegaba ya a la cintura. Midió otros quinientos metros y la corriente era y a un río que no pude atravesar; se había convertido en un río tan hondo que solo se podía cruzar a nado. Entonces me dijo: “Fíjate bien en lo que has visto.” Después me hizo volver por la orilla del río, y vi que en las dos orillas había muchos árboles. Entonces me dijo: “Esta agua corre hacia la región oriental y llega hasta la cuenca del Jordán, de donde desembocará en el Mar Muerto. Cuando llegue allá, el agua del mar se volverá dulce. En cualquier parte a donde llegue esta corriente, podrán vivir animales de todas clases y muchísimos peces. Porque el agua de este río convertirá el agua amarga en agua dulce, y habrá todo género de vida. Desde En-gadi hasta En-eglaim habrá pescadores, y ahí pondrán a secar sus redes. Y habrá allí tanta abundancia y variedad de peces como en el mar Mediterráneo. Pero en las ciénagas y pantanos no habrá agua dulce; allí quedará agua salada, que servirá para sacar sal. En las dos orillas del río crecerá toda clase de árboles frutales. Sus hojas no se caerán nunca, ni dejarán de dar fruto jamás. Cada mes tendrán fruto, porque estarán regados con el agua que sale del templo. Los frutos servirán de alimento y las hojas de medicina. (Ezequiel 47:1-12). En el mundo nuevo brotaría una fuente de agua para la purificación: En aquel día se abrirá un manantial, para que en él puedan lavar sus pecados y su impureza los descendientes de David y los habitantes de Jerusalén. (Zacarías 13:1). Las aguas fluirían desde Jerusalén: Entonces saldrán de Jerusalén aguas frescas, que correrán en invierno y en verano, la mitad de ellas hacia el Mar Muerto y la otra mitad hacia el Mediterráneo. (Zacarías 14:8). Algunas veces los rabinos identificaban esta agua viva con la sabiduría de la Ley; otras, con nada menos que el Espíritu Santo de Dios. Todo el lenguaje pictórico de la religión judía estaba impregnado de esta idea de la sed del alma que sólo podía apagar el agua viva que era un don de Dios. Pero la mujer entendió lo que le decía Jesús con un literalismo casi crudo. ¿Estaba ciega porque no quería ver?
Jesús pasó a hacer una afirmación todavía más alucinante, que Él podía darle el agua viva que le quitaría la sed de una vez para siempre. Lo curioso es que la mujer volvió a entenderlo literalmente; pero de hecho no era sino Su presentación como Mesías. En la visión profética de la era por venir, la era de Dios, la promesa era: «No tendrán hambre ni sed» (Isaías 49:10). Era en Dios, y sólo en Él, donde se encontraba la fuente de agua viva que satisface toda sed. «Contigo está el manantial de la vida,» exclamaba el salmista en el Salmo 36:9. Es del mismo trono de Dios de donde mana el río de la vida: El ángel me mostró un río limpio, de agua de vida. Era claro como el cristal, y salía del trono de Dios y del Cordero. (Apocalipsis 22:1). Es el Señor el Que es la fuente de agua viva: Señor, tú eres la esperanza de Israel. Todo el que te abandona quedará avergonzado. Todo el que se aleja de ti desaparecerá como un nombre escrito en el polvo, por abandonarte a ti, manantial de frescas aguas. (Jeremías 17:13). Sería en la era mesiánica cuando el sequedal se volvería manaderos de aguas: El desierto será un lago, la tierra seca se llenará de manantiales. Donde ahora viven los chacales, crecerán cañas y juncos. (Isaías 35:7).
Cuando Jesús hablaba de traer a la humanidad la única agua que puede apagar definitivamente la sed, no hacía sino afirmar que Él era el Ungido de Dios que había venido a inaugurar la nueva era. Tampoco entonces comprendió la mujer, y no nos extraña que no comprendiera lo que le iría pareciendo un acertijo complicado, porque nosotros ya tenemos la clave y la respuesta. Nos da la impresión de que lo que dijo a continuación era una manera de seguirle la corriente a uno Que le parecía chiflado. «Dame esa agua –dijo–, para que ya no tenga nunca sed y no tenga que darme la caminata al pozo todos los días.» Estaba bromeando sobre cosas eternas. En el fondo de todo esto está la verdad fundamental de que en el corazón humano hay una sed de algo que sólo Jesucristo puede satisfacer.
En uno de sus libros, Sinclair Lewis traza el retrato de un hombrecillo de negocios respetable que sacó los pies del plato. Estaba hablando con su amada, y ella le dijo: «Por fuera parecemos muy diferentes; pero en el fondo somos iguales. Los dos nos sentimos desesperadamente desgraciados por algo… ¡que no sabemos qué es» En todo ser humano hay ese anhelo insatisfecho e innominado; ese vago descontento, ese algo que falta, esa frustración. En Sorrell e Hijo, Warwick Deeping nos cuenta una conversación entre los dos. El chico está hablando de la vida. Dice, que es como andar a tientas en una niebla encantada. La niebla se disipa un instante; uno ve la luna en la cara de una chica; no sabe si quiere la luna o la cara; luego baja la niebla otra vez, y le deja a uno buscando algo, pero no sabe qué. Antonio Machado también ha expresado hermosa y sentidamente este anhelo del alma: Anoche cuando dormía soñé, ¡bendita ilusión!, que una fontana fluía dentro de mi corazón. Di, ¿por qué acequia escondida, agua, vienes hasta mí, manantial de nueva vida de donde nunca bebí? Anoche. cuando dormía soñé, ¡bendita ilusión!, que era Dios lo que tenía dentro de mi corazón. Nada borra el anhelo de eternidad que Dios ha puesto en el alma. Sólo Jesucristo puede saciar esa sed. «Tenemos el corazón inquieto hasta que encontramos el reposo en Ti» (Agustín).