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Jesús y la mujer de Samaria

Los fariseos se enteraron de que Jesús hacía más discípulos y bautizaba más que Juan (aunque en realidad no era Jesús el que bautizaba, sino sus discípulos). Cuando Jesús lo supo, salió de Judea para volver a Galilea. En su viaje, tenía que pasar por la región de Samaria. De modo que llegó a un pueblo de Samaria que se llamaba Sicar, cerca del terreno que Jacob había dado en herencia a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo. Era cerca del mediodía. Los discípulos habían ido al pueblo a comprar algo de comer. En eso, una mujer de Samaria llegó al pozo a sacar agua, y Jesús le dijo: Dame un poco de agua. Pero como los judíos no tienen trato con los samaritanos, la mujer le respondió: ¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides agua a mí, que soy samaritana? Juan 4:1-9

En primer lugar vamos a reconstruir la escena de este incidente. Palestina no tiene más que 200 kilómetros de Norte a Sur, pero en los tiempos de Jesús el país estaba dividido claramente en tres partes. Al Norte estaba Galilea; al Sur, Judea, y en medio, Samaria. Jesús no quería en esta etapa de Su ministerio involucrarse en discusiones acerca del bautismo, así es que decidió marcharse de Judea por un tiempo y pasar a Galilea. El camino más corto de Judea a Galilea era a través de Samaria, que se podía hacer en tres días; pero había una enemistad secular entre los judíos y los samaritanos, y esto hacía que fuera más corriente seguir la ruta alternativa, aunque era doble de larga, pues suponía cruzar el Jordán, subir hacia el Norte por la parte oriental y volver a cruzar el Jordán otra vez a la altura de Galilea. Jesús eligió la ruta más corta a través de Samaria para ir a Galilea, posiblemente no sólo para ganar tiempo sino también para cumplir una parte de Su misión.

El camino pasaba por el pueblo de Sicar. A corta distancia de allí se bifurca la carretera de Samaria: una rama va hacia el Nordeste a Escitópolis, y la otra hacia el Oeste a Nablus y luego al Norte a Enganim. En la bifurcación se encuentra todavía el pozo de Jacob.

Esta era una zona llena de recuerdos históricos. Allí estaba la parcela que había comprado Jacob: Jacob, en cambio, se fue a Sucot, y allí hizo una casa para él y unas enramadas para sus animales. Por eso, a aquel lugar lo llamó Sucot. (Génesis 33:17). Jacob, ya en el lecho de muerte, le había legado ese terreno a José: A ti te he dado más que a tus hermanos: te doy Siquem, que les quité a los amorreos luchando contra ellos. (Génesis 48:22). Y, cuando José murió en Egipto, llevaron su cuerpo a enterrar allí: Los restos de José, que los israelitas habían traído desde Egipto, fueron enterrados en Siquem, en el terreno que Jacob había comprado por cien monedas de plata a los hijos de Hamor, padre de Siquem, y que luego pasó a ser propiedad de los descendientes de José. (Josué 24:32). Así es que había muchos recuerdos del pasado en aquel lugar.

El pozo mismo tenía más de 30 metros de profundidad. No es un manantial, sino que el agua llega allí filtrándose por las tierras de alrededor y se forma un depósito. Pero está claro que era ya entonces un pozo bien hondo, del que no se podía sacar agua a menos que se tuviera con qué.

Cuando Jesús y su pequeña compañía llegaron a la bifurcación de la carretera, Jesús se sentó a descansar. El día era para los judíos desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde; así es que lo que llama la versión Reina-Valera la hora sexta era el mediodía, cuando más calor hacía, y Jesús estaba cansado y sediento del viaje. Los discípulos se habían adelantado al pueblo a comprar provisiones. Ya habían empezado a cambiar sin darse cuenta; porque, lo más probable es que antes de conocer a Jesús ni siquiera habrían pensado en comprar nada de los samaritanos. Poco a poco, tal vez sin darse cuenta, las barreras se iban cayendo.

Mientras Jesús estaba sentado esperándolos, una samaritana vino al pozo. Por qué había de ir allí es un poco sorprendente; porque aquel lugar estaba a más de un kilómetro de Sicar, donde viviría y donde había agua.

¿Sería porque las mujeres del pueblo la tenían marginada por razones sexuales y no le dejaban sacar agua del pozo del pueblo?. El caso es que llegó allí dispuesta a sacar agua, y Jesús le pidió que le diera una poca. Ella se dio la vuelta sorprendidísima, y le dijo: -Yo soy una mujer; y además samaritana, y tú eres un hombre, y además judío. ¿Cómo es eso de que me pides que Te dé de beber?

Y aquí Juan les explica a sus lectores griegos que no había absolutamente ningún trato entre los judíos y los samaritanos.

Ahora bien, es probable que lo que aquí tenemos no es más que, un resumen muy breve de una conversación más larga. Podemos suponer que pasó más de lo que se nos cuenta aquí. Usando una analogía, esto es como el acta de una reunión de negocios, en la que se reflejan solamente los puntos principales. Yo supongo que la samaritana le descargaría la angustia de su alma a aquel forastero que había adivinado tan certeramente sus enredos domésticos. Tal vez fue la única vez que ella se encontró con uno con amabilidad y limpieza en los ojos en lugar de crítica y condenatoria superioridad, y eso hizo que le descubriera su corazón.

Pocas historias evangélicas nos revelan tan claramente el carácter y la actitud de Jesús.

(i) Nos presenta la realidad de su humanidad: Jesús estaba cansado del viaje, y se sentó agotado y sediento al lado del pozo. Es muy significativo que Juan, que subraya más que los otros evangelistas la divinidad de Jesucristo, también subraya intensamente su humanidad. Juan no nos presenta una figura celestial, libre del cansancio y de la lucha diaria, sino uno para quien la vida era un esfuerzo como lo es para cada uno de nosotros, nos presenta a uno que sabía lo que era estar agotado y tener que seguir adelante.

(ii) Nos presenta el calor de su simpatía. De cualquiera de los líderes religiosos ordinarios, de cualquiera de los representantes de la ortodoxia del momento, la Samaritana habría salido corriendo a toda prisa. Habría evitado a los tales. Si por una casualidad imprevisible uno le hubiera hablado, ella habría reaccionado con un silencio impenetrable y hasta hostil. Pero contestar a Jesús y entablar una conversación con Él parecía la cosa más natural del mundo. ¡Por fin había encontrado a uno que no la condenaba, o desnudaba con la mirada, sino que le ofrecía una amistad limpia y comprensiva!

(iii) Nos presenta a Jesús como el que elimina las barreras discriminatorias. La enemistad entre los judíos y los samaritanos era una historia que se perdía en la noche de los tiempos. Allá por el año 720 a.C., los asirios invadieron el reino del Norte de Israel -cuya capital era Samaria, de la que tomaba el nombre todo el país- y lo conquistaron y subyugaron. Le aplicaron la fórmula de la deportación masiva que parece haber sido una invención asiria; transportaron casi toda la población a Media: En el año nueve de Oseas, el rey de Asiria tomó Samaria y llevó a Israel cautivo a Asiria. Los estableció en Halah, en Habor junto al río Gozán, y en las ciudades de los medos. (2 Reyes 17:6), y trajeron a Samaria a otra gente -de Babilonia, Cuta, Ava, Hamat y Sefarvayim: El rey de Asiria llevó gente de Babilonia, de Cuta, de Ava, de Hamat y de Sefarvaim, y la puso en las ciudades de Samaria, en lugar de los hijos de Israel. Así ocuparon Samaria y habitaron en sus ciudades. (2 Reyes 17:24). Pero no se puede deportar a toda una nación. Dejaron a algunos de los habitantes del reino del Norte de Israel que, inevitablemente, empezaron a mezclarse con los venidos de otras tierras; y así cometieron lo que era para los judíos un pecado imperdonable: perdieron su pureza racial. En una familia judía estricta, hasta nuestros días, si un hijo o una hija se casan con gentiles, se representa su funeral y se los da por muertos a los ojos del judaísmo ortodoxo.

Así que los habitantes de Samaria deportados a Media, por lo que sabemos, fueron asimilados en los lugares adonde fueron llevados. Son lo que se llama «las diez tribus perdidas». Los que quedaron en Samaria se mezclaron con los que habían venido de fuera y perdieron su identidad racial, por lo menos ante los judíos, los habitantes del reino de Judá. De ahí que desde entonces la Historia de Israel se identifique con la Historia de los Judíos.

Con el correr del tiempo, una invasión y derrota semejantes sobrevinieron al reino de Judá en el Sur, cuya capital era Jerusalén. Sus habitantes también fueron deportados, esta vez a Babilonia; pero no perdieron su identidad, sino se mantuvieron firme e inalterablemente judíos. A su tiempo llegaron los días de Esdras y Nehemías, y los exiliados volvieron a Jerusalén por la gracia del rey de Persia. Su tarea inmediata fue la reparación y reconstrucción de su maltrecho templo. Los samaritanos vinieron a ofrecer su ayuda en la sagrada tarea; pero los judíos les dijeron despectivamente que no les hacía ninguna falta. Habían perdido su herencia judía y no tenían derecho a participar en la reconstrucción de la casa de Dios. Creciéndose ante la humillación, se enemistaron con los judíos de Jerusalén. Fue hacia el año 450 a.C. cuando el enfrentamiento tuvo lugar, y seguía tan vivo como siempre en los días de Jesús.

El conflicto se agudizó aún más cuando el sacerdote judío renegado Manasés se casó con la hija del samaritano Sambalat: A uno de los hijos de Joiadá, el hijo del sumo sacerdote Eliasib, que era además yerno de Sambalat el horonita, lo hice huir de mi presencia. (Nehemías 13:28), y se propuso fundar un templo rival en el monte Guerizim, que estaba en el centro del territorio samaritano. Y aún más tarde, en tiempos de los Macabeos, 129 a.C., el general judío Juan Hircano atacó Samaria y saqueó y destruyó el templo del monte Guerizim. Así fue creciendo el odio entre judíos y samaritanos. Los judíos llamaban despectivamente a los samaritanos juthitas o cutheos, del nombre de uno de los pueblos que habían llevado allí los asirios. Los rabinos judíos decían: «Que no coma nadie pan de los juthitas, porque el que come su pan es como si comiera carne de cerdo.» Eclesiástico presenta a Dios diciendo: «Con dos naciones está mi alma molesta, y la tercera no es ni siquiera nación: los que se asientan en el monte de Samaria, y los filisteos, y esa gente estúpida que mora en Siquem» (Eclesiástico 50:25s). Siquem o Shejem era una de las ciudades samaritanas más famosas. Los samaritanos devolvían el odio con interés.

Se dice que rabí Yojanán iba pasando una vez por Samaria de camino a Jerusalén para orar; pasó por el monte Guerizim. Un samaritano le vio, y le preguntó: «¿Adónde vas?» «Voy a Jerusalén», le contestó, «a orar.» El samaritano le contestó: «¿No sería mejor que oraras en este monte (Guerizim) que en esa casa maldita?» Los peregrinos que iban de Galilea a Jerusalén pasando por Samaria apretaban el paso lo más posible, y a los samaritanos les encantaba ponerles dificultades.
La contienda judeo-samaritana tenía más de 400 años en los días de Jesús, pero quedaba un rescoldo tan vivo y activo como siempre. De ahí que la Samaritana se sorprendiera de que Jesús, un judío, le dirigiera la palabra.

(iv) Pero había todavía otra barrera más que Jesús elimina en esta ocasión. La Samaritana era una mujer. Los rabinos estrictos tenían prohibido hablar con una mujer fuera de casa. Un rabino no podía hablar en público ni siquiera con su mujer, o con su hermana o hija. Había fariseos a los que llamaban graciosamente «los acardenalados y sangrantes» porque cerraban los ojos cuando iban por la calle para no ver a las mujeres y se chocaban con las paredes y las esquinas. Para un rabino, el que le vieran hablando con una mujer en público era el fin de su buena reputación. Pero Jesús no respetó esa barrera, ni por tratarse de una mujer, ni porque fuera samaritana, ni porque hubiera nada vergonzoso en su vida. Ningún hombre decente, y mucho menos un rabino, se habría arriesgado a que le vieran en tal compañía, y menos en conversación con ella. Pero Jesús sí.

Para un judío esta sería una historia alucinante. Aquí estaba el Hijo de Dios, cansado, débil y sediento. Aquí estaba el más santo de los hombres, escuchando con simpatía y comprensión una triste historia. Aquí estaba Jesús pasando las barreras de la raza y de las costumbres ortodoxas judías. Aquí tenemos el principio de la universalidad del Evangelio; aquí está Dios, no en teoría, sino en acción.

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