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El leñador honesto

En un verde y silencioso bosque a orillas de un río espumoso y chispeante, vivía un pobre leñador que trabajaba con empeño para mantener a su familia. Todos los días se internaba en el bosque con su fuerte y filosa hacha al hombro. Siempre silbaba felizmente durante la marcha, pues pensaba que mientras tuviera su hacha y su salud podría ganar lo suficiente para comprar todo el pan que necesitara su familia.

Un día estaba cortando un gran roble a orillas del río. Las astillas volaban a cada golpe, y la vibración de hacha resonaba tan claramente en el bosque que se hubiera dicho que había una docena de leñadores trabajando.

Finalmente el leñador decidió descansar un rato. Apoyó el hacha en el árbol y se dispuso a sentarse, pero tropezó con una raíz vieja y nudosa, y el hacha se le resbaló. Rodó cuesta abajo y cayó al río.

El pobre leñador miró la corriente, tratando de ver el fondo, pero estaba muy profundo. El río rodaba alegremente sobre el tesoro perdido.

— ¿Qué haré? –exclamó el leñador–. ¡He perdido mi hacha! ¿Ahora cómo alimentaré a mis hijos?

En cuanto dijo estas palabras, surgió del lago una bella dama. Era el hada del río, y subió a la superficie cuando oyó esa triste voz.

— ¿Qué te apena? –preguntó amablemente. El leñador le contó su problema, y de inmediato ella se sumergió y al rato reapareció con una hacha de plata.

— ¿Es ésta el hacha que perdiste? –preguntó.

En leñador pensó en todas las cosas valiosas que podría comprar a sus hijos con esa plata. Pero el hacha no era suya, así que meneó la cabeza y respondió:

— Mi hacha era solo de acero.

El hada dejó el hacha de plata en la orilla y se sumergió de nuevo. Al rato emergió y mostró al leñador otra hacha.

— ¿Ésta será la tuya? –preguntó.

El leñador la miró.

— ¡Oh, no! Ésta es de oro. Vale mucho más que la mía.

El hada dejó el hacha de oro en la orilla. Una vez más se hundió y emergió. Esta vez traía el hacha perdida.

— ¡Ésa es la mía! –exclamó el leñador–. ¡Ésa es mi vieja hacha, sin duda!

— Es tuya –repuso el hada del río–, y también estas dos. Estos son regalos del río, porque has dicho la verdad.

Y esa noche el leñador regresó a casa con las tres hachas al hombro, silbando felizmente al pensar en todas las cosas buenas que podría comprar para su familia.

Las experiencias, el conocimiento y la lucha por concretar propósitos de mejora, hacen que con el tiempo se vaya conformando una personalidad propia.

Toda obra original es valiosa, sobre todo si pensamos en algunas esculturas y pinturas, cualquier copia tendrá algunos rasgos que la hacen diferente e imperfecta de acuerdo al original. Por el hecho de existir y poseer unas características y cualidades propias, todos somos “originales”, pero no quiere decir que somos personas “de una pieza”, íntegros, es decir, auténticos.

El valor de la autenticidad le da a la persona autoridad sobre sí mismo ante sus gustos y caprichos, iniciativa para proponerse y alcanzar metas altas, carácter estable y sinceridad a toda prueba, lo que le hace tener una coherencia de vida.

El deseo de superación siempre será bien visto, pero con relativa frecuencia perdemos tiempo en querer ser precisamente lo que no somos: porque en ocasiones gastamos más de lo que tenemos para dar la apariencia de un muy buen trabajo o una mejor posición económica, no se diga en el modo de comportarse o de vestir según el círculo social al que queremos pertenecer; copiar el estilo de hablar elocuente o gracioso que utiliza otra persona, o la tendencia a participar activamente en conversaciones como conocedor y erudito, sin tener el mínimo conocimiento. En resumidas cuentas, esta manera de ser se debe a la falta de aceptación de sí mismo.

En ocasiones la auto-aceptación se hace más difícil por lamentarnos de lo que no tenemos. En distintos momentos y circunstancias personas han dicho: “si hubiera nacido en una familia con mejor posición económica, otra cosa hubiera sido”; “si yo tuviera las cualidades que (aquel) tiene…”; “si hubiera tenido la posibilidad de una mejor educación…”; “si se me hubiera presentado esa oportunidad…” ¿No es también una pérdida de tiempo de la que hablamos al principio?

Pensar y analizar lo que somos, nos lleva a encontrar pequeñas -e incluso grandes- incongruencias en nuestra persona: si nos dejamos llevar por la opinión general de las personas que frecuentamos, es posible entrever una conducta mecánica, y tal vez contraria a nuestros valores. ¿Cuántas veces callamos nuestro punto de vista por temor a quedar mal y ser relegado? Se ha visto a personas entrar casi “de incógnitos” a la iglesia, por temor a verse sorprendido por alguno de sus conocidos que pase en ese momento por ahí. Una persona congruente reacciona, opina y actúa siempre de acuerdo a sus convicciones y su formación.

Reflexionar sobre lo que queremos ser, debe ir acompañado de propósitos con metas alcanzables. ¿Qué hace la persona que es excelente conversador?, se da tiempo para leer, para informarse, para aprender a contar anécdotas. ¿Cómo es que aquel compañero de trabajo es tan eficiente?, estudió, profundizó y aprendió aquellos temas que eran de su particular interés, además de una autodisciplina que lo hace realizar las cosas con orden. ¿Por qué un amigo es capaz de interpretar cualquier melodía que le piden en una reunión? Seguramente aprendió música y dedica tiempo suficiente para practicar. Toda persona que posee una serie de características distintivas, ha puesto empeño y esfuerzo en lograr “lo que quiere ser”.

Para ser auténticos hace falta algo más que copiar partes de un modelo, como si quisiéramos adueñarnos de una personalidad que no nos pertenece, o peor aún, pasar la vida esperando “la gran oportunidad” para demostrar lo que somos y lo que podemos lograr. Las experiencias, el conocimiento y la lucha por concretar propósitos de mejora, hacen que con el tiempo se vaya conformando una personalidad propia.

¿Qué hacer entonces para ser auténticos?

– Evitar la mentira y la personalidad múltiple. Ser el mismo siempre, independientemente de las circunstancias.

– Luchar contra la vanidad. Que nos lleva a elevarnos por encima de lo que somos para cubrir nuestras flaquezas o exaltar nuestras cualidades. Vivir de acuerdo a nuestra posibilidades, evitando lujos fuera de nuestro alcance.

– Prepararnos para adquirir aquellas destrezas o habilidades que nos hacen falta para el trabajo o para sacar adelante a la familia.

– Cooperación y comprensión para evitar el deseo de dominio sobre los demás, respetando sus derechos y opiniones.

– Ser fieles a las promesas que hemos hecho, de esta manera, somos fieles con nosotros mismos.

– Cumplir responsablemente con las obligaciones que hemos adquirido en la familia o el trabajo.

– Hacer a un lado simpatías e intereses propios, para poder juzgar y obrar justamente.

– Esforzarnos por vivir las leyes, normas y costumbres de nuestra sociedad.

– No tener miedo a que “me vean como soy”. De cualquier manera, mientras no hagamos algo para cambiar, no podemos ser otra cosa.

La autenticidad da a la persona una natural confianza, pues con el paso del tiempo ha sabido cumplir con los deberes que le son propios en el estudio, la familia y el trabajo, procurando perfeccionar el ejercicio de estas labores superando la apatía y la superficialidad, sin quejas ni lamentaciones. Por la integridad que da el cultivo de este valor, nos convertimos en personas dignas de confianza y honorables, poniendo nuestras cualidades y aptitudes al servicio de los demás, pues nuestras miras van más allá de nuestra persona e intereses.

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