Juanito trotamundos era un gran viajero. Una vez llegó a una ciudad donde las esquinas de las casas eran redondas y los tejados no acababan en punta, sino en una especie de joroba suave. En la calle había un rosal y Juanito cogió una rosa para ponérsela en el ojal de la chaqueta. Mientras la cogía se dio cuenta de que las espinas no pinchaban, no tenían punta y parecían de goma, y hacían cosquillas en las manos.
De pronto apareció un guardia municipal y le dijo sonriendo:
— ¿No sabía que está prohibido coger rosas?
— ¡Lo siento, no había pensado en ello!
— En este caso sólo pagará la mitad de la multa –dijo el guardia sonriendo.
Juanito observó que escribía la multa con un lápiz sin punta, y le dijo:
— ¿Me permite ver su espada?
— Con mucho gusto.
Y naturalmente, la espada tampoco tenía punta.
— ¿Pero qué país es éste?
— El país sin punta. Y ahora, por favor, déme dos bofetadas –dijo el guardia.
Juanito se quedó de piedra. Y respondió:
— ¡Por el amor de dios, no quiero ir a la cárcel por maltrato a un oficial! Las dos bofetadas, en todo caso, debería recibirlas yo.
— Pero aquí se hace así –explicó gentilmente el guardia. Por una multa entera, cuatro bofetones, por media multa, sólo dos.
— ¿Al guardia?
— Al guardia.
— ¡Pero es injusto! ¡Es terrible!
— Oh, ¡claro que es injusto! –Dijo el guardia. La cosa es tan odiosa que la gente, para no verse obligada a abofetear a unos pobres inocentes, se cuida de no hacer nada contra la ley. Venga, déme esos dos bofetones y otra vez esté más consciente de lo que hace.
— Pero yo no quiero dárselos: si acaso una caricia.
— Si es así concluyó el guardia, lo tendré que acompañar a la frontera.
Y, Juanito avergonzado se vio obligado a abandonar el país sin punta, pero aún hoy, sueña con poder volver.