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Jesús consuela a Marta y María y resurrección de Lázaro

Así que, cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro ya llevaba cuatro días en la tumba. Betania está cerca de Jerusalén, a menos de tres kilómetros. Muchos de los judíos habían ido a casa de Marta y María a darles el pésame por la muerte de su hermano. Juan 11:17-19

Para visualizar esta escena tenemos que ver primero cómo era un duelo judío. Por lo general en Palestina, debido al clima, se enterraban los muertos lo antes posible. Hubo un tiempo cuando un entierro era sumamente caro: se usaban para ungir el cuerpo los mejores perfumes y especias; el cadáver se vestía con ropas de lujo, y se le enterraba con toda clase de objetos de valor. A mediados del siglo I, todo esto se había convertido en un gasto insoportable. Naturalmente, en esos casos nadie quería ser menos que los vecinos; y eso hacía que los envoltorios y ropas y tesoros que se dejaban en la tumba costaran cada vez más. El asunto llegó a convertirse en una carga que nadie quería alterar, hasta que el famoso rabino Gamaliel le dejó dispuesto que le enterraran envuelto en un sudario de la tela más ,sencilla, y así contribuyó a poner fin al despilfarro de los funerales. Hasta hoy en día se bebe una copa en los entierros judi a la memoria de rabí Gamaliel II, que rescató a los judíos aquellas ostentaciones funerarias. Desde su tiempo, el cadáver se envolvía en una mortaja de hilo, que a veces recibía el bonito nombre de «traje de viaje».

Todos los que podían asistían al funeral. Los más posibles se suponía que, por cortesía o por respeto, se sumaban a la comitiva hasta el cementerio. Una curiosa costumbre era que las mujeres iban delante; se decía que, como había sido una mujer la que con su primer pecado había traído la muerte al mundo, debían ser ellas las que dirigieran el cortejo fúnebre hasta la tumba.

Al pie de la tumba se hacían a veces discursos en memoria de la persona difunta. Se esperaba de todos que expresaran su profunda condolencia y, al retirarse de la tumba, se formaban dos filas largas por entre las que pasaban los familiares más próximos. Pero había esta norma tan prudente: no había que fastidiar a los que estaban de duelo con conversaciones vanas e intempestivas. Se los dejaba en paz, en su trance, con su dolor.

En la casa de duelo se observaban ciertas costumbres. Mientras estaba el cadáver allí, estaba prohibido comer carne o beber vino, ponerse las filacterias o dedicarse a ninguna clase de estudio. No se preparaba comida en la casa; y no se podía comer nada en presencia del cadáver. Tan pronto como este se sacaba, se ponían al revés todos los muebles, y los que estaban de duelo se sentaban en el suelo o en taburetes.

Al volver de la tumba se servía una comida que habían preparado los amigos de la familia. Consistía en pan, lentejas y huevos duros, que, por su forma, simbolizaban la vida que va rodando hacia la muerte.

El duelo duraba siete días, de los que los tres primeros se pasaban llorando. Durante los siete días estaba prohibido ungirse, ponerse zapatos, dedicarse a ninguna clase de estudio o de negocios y ni siquiera lavarse. A la semana de duelo seguían treinta días de luto riguroso.

Así es que, cuando Jesús se sumó a los que había en la casa de Betania, encontró lo que se esperaría en una casa en duelo.

Era un deber sagrado ir a expresar condolencia a los familiares y amigos del difunto. El Talmud dice que el que visite a los enfermos librará su alma de la gehena; y Maimónides, el gran polígrafo judeoespañol de la Edad Media, declaró que visitar a los enfermos es la más importante de todas las buenas obras. Las visitas de simpatía a los enfermos y a los que estaban de duelo eran una parte esencial de la religión judía. Cierto rabino, explicando el texto de Deuteronomio 13:4: « En pos del Señor vuestro Dios andaréis,» dijo que ese texto nos manda imitar las cosas que la Escritura dice que Dios hace. Dios vistió a los desnudos (Génesis 3:21); visitó a los enfermos (Génesis 18:1); consoló a los que estaban de duelo (Génesis 25:11); y enterró a los muertos (Deuteronomio 34:6). En todas estas acciones debemos imitar a Dios.

El respeto a los muertos y la condolencia con los que están de duelo eran algo esencial para los judíos. Al marcharse de la tumba, se volvían y decían: «¡Ve en paz!»; y nunca mencionaban el nombre del difunto sin decir: «Que en paz descanse.» Hay algo muy conmovedor en la manera que tenían los judíos de mostrar condolencia con los afligidos. Fue a una casa llena de gente así a la que llegó Jesús aquel día.

La resurrección y la vida

Así que, cuando Marta se enteró de que Jesús venía de camino, Le salió al encuentro; pero María se quedó sentaba en la casa. Marta Le dijo a Jesús: -¡Señor, si hubieras estado aquí no se habría muerto mi hermano! Aun como están las cosas, yo sé que lo que Le pidas a Dios, Te lo concederá. -Tu hermano resucitará – le dijo Jesús. -Sí, ya lo sé -Le contestó Marta- que resucitará en la resurrección, el último día. -Yo soy la Resurrección y la Vida -le dijo Jesús- . El que crea en Mí, vivirá aunque haya muerto; y todos los que estén vivos y crean en Mí, no morirán nunca. ¿Lo crees tú? -Sí, Señor -Le contestó Marta- ; yo estoy convencida de que Tú eres el Ungido de Dios, el Hijo de Dios, el Que había de venir al mundo.

En esta historia, también, Marta es todo un personaje. Cuando Lucas nos habla de Marta y María (Lucas 10:38-42), nos presenta a Marta como la mujer de acción, y a María como la que más bien se sentaba tranquila. Así aparecen aquí. Tan pronto como les anunciaron que Jesús venía de camino, Marta salió a Su encuentro, porque no podía estarse quieta; pero María se quedó esperándole. Cuando Marta llegó adonde estaba Jesús, el corazón se le salía por los labios. Aquí tenemos una de las expresiones más humanas de toda la Biblia; porque Marta habló, en parte con un reproche que no se podía guardar para sí, y en parte con una fe que nada podía hacer vacilar. « ¡Señor -Le dijo-, si hubieras estado aquí no se habría muerto mi hermano!» En sus mismas palabras podemos leer su pensamiento. Marta habría querido decir: «Cuando recibiste nuestro recado, ¿por qué no viniste en seguida? Lo has dejado para demasiado tarde.» Pero tan pronto como se le escaparon esas primeras palabras, las siguieron otras que eran las de la fe, una fe que desafiaba los hechos y la experiencia. «Aun a pesar de todo -dijo movida por una esperanza desesperada-, aun a pesar de todo, yo sé que Dios Te dará lo que Le pidas.» « Tu hermano resucitará» -le dijo Jesús. « Sí, ya lo sé -le contestó Marta- que resucitará en la resurrección general el Día del Juicio.»

Ahora bien: ésa era una cosa extraordinaria. Una de las cosas que más nos extrañan de la Escritura es el hecho de que los santos del Antiguo Testamento no tenían prácticamente ninguna fe en una vida real después de la muerte. En los primeros tiempos, los hebreos creían que el alma de una persona, buena o mala, iba al Seol, que a veces se traduce erróneamente por infierno; pero no era un lugar de tortura, sino la tierra de las sombras. Todos iban a parar allí, donde llevaban una especie de vida vaga, sombría, sin fuerza ni alegría. Esta es la creencia que se refleja en la mayor parte del Antiguo Testamento. «Porque en la muerte no hay memoria de Ti; en el Seol, ¿quién Te alabará?» (Salmo 6:5). « ¿Qué provecho hay en mi muerte cuando descienda a la sepultura? ¿Te alabará el polvo? ¿Anunciará Tu fidelidad?» (Salmo 30:9). E1 salmista habla de «los asesinados que yacen en la tumba, como aquellos de los que ya ni Te acuerdas más, porque Te los arrebataron de las manos» (Salmo 88:5).

«¿Será contada en el sepulcro Tu misericordia -pregunta-, o Tu fidelidad en el Abadón? ¿Serán reconocidas en las tinieblas Tus maravillas, y Tu justicia en la tierra del olvido?» (Salmo 88:10-12). « No alabarán los muertos al Señor, ni cuantos descienden al silencio» (Salmo 115:17). El Predicador dice lúgubremente: «Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría» (Eclesiastés 9:10). La creencia pesimista de Ezequías es que « El Seol no Te exaltará, ni Te alabará la muerte; ni los que descienden al sepulcro esperarán en Tu fidelidad» (Isaías 38:18). Después de la muerte estaba la tierra del silencio y del olvido, donde la sombras de los que vivieron están separadas tanto de la humanidad como de Dios. Como escribió J. E. McFadyen: «Hay pocas cosas más maravillosas que esta en la larga historia de la religión: que a lo largo de los siglos ha habido personas que han vivido vidas nobles, cumpliendo con sus obligaciones y soportando sus aflicciones, sin esperar ninguna recompensa futura.»

Muy de tarde en tarde en el Antiguo Testamento, alguien dio un arriesgado salto de fe. El salmista clama: « Mi cuerpo también mora seguro. Porque Tú no me entregas al Seol, ni dejas a tu piadoso ver el hoyo. Tú sí me muestras el sendero de la vida; en Tu presencia hay plenitud de gozo, a Tu diestra hay placeres para siempre» (Salmo 16:9-11). «Yo estoy constantemente contigo; Tú me sostienes firmemente la mano derecha. Tú me guías con Tu consejo, y después me recibirán en la gloria»

(Salmo 73:23-24). El salmista estaba convencido de que ni siquiera la muerte podía deshacer una relación real con Dios. Pero en esa etapa era un desesperado salto de fe más que una convicción firme.

Finalmente, en el Antiguo Testamento encontramos en Job el Everest que pocos consiguieron escalar. En medio de todos sus desastres, Job exclama: Y, como fiador, yo veré… ¡a Dios!; a Quien mis ojos verán, y no los de un extraño. (Job 14:7-12; siguiendo la traducción de J. E. McFadyen).

Aquí está la auténtica semilla de la fe en la inmortalidad. La historia de los judíos está llena de desastres, cautiverios, esclavitud y derrota. Sin embargo, el pueblo judío tenía la convicción inconmovible de ser el pueblo escogido de Dios. Esta Tierra no lo había presenciado nunca, ni lo presenciaría; inevitablemente, por tanto, invocaban al nuevo mundo para deshacer los entuertos del viejo. Llegaron a ver que, si se había de realizar plenamente el propósito de Dios, y de cumplir Su justicia, si Su amor habría de satisfacerse alguna vez, se necesitaban otro mundo y otra vida. Como dice Galloway, al que cita McFadyen: «Los enigmas de la vida se volverían un poco menos abrumadores si pudiéramos descansar en la convicción de que este no es el último acto del drama humano.» Fue precisamente ese sentimiento el que condujo a los hebreos a la convicción de que había otra vida por venir.

Es verdad que, en los días de Jesús, los saduceos todavía se negaban a creer en ninguna vida después de la muerte. Pero los fariseos y la gran mayoría de los judíos sí creían. Decían que, en el momento de la muerte, los dos mundos, el del tiempo y el de la eternidad, se encontraban y se besaban. Decían que los que morían veían a Dios, y se negaban a llamarlos los muertos; los llamaban los vivos. Cuando Marta contestó a la pregunta de Jesús, dio testimonio de la cima más elevada de la fe que había escalado su nación.

Cuando Marta declaró su fe ortodoxa judía sobre la vida por venir, Jesús dijo de pronto algo que le daba a esa fe una nueva realidad y un nuevo significado. «Yo soy la Resurrección y la Vida -le dijo Jesús-. El que crea en Mí, vivirá aunque haya muerto; y todos los que estén vivos y crean en Mí, no morirán nunca.» ¿Qué quería decir exactamente? El pensamiento de toda una vida no bastaría para revelar todo su contenido; pero debemos intentar captar todo lo que podamos. Una cosa está clara, y es que Jesús no estaba pensando en términos de la vida física; porque, hablando humanamente, no es verdad que los que creen en Jesús no se mueren nunca. Los cristianos experimentan la muerte física tanto como los que no lo son. Debemos buscar un significado más que físico.

(i) Jesús estaba pensando en la muerte del pecado. Estaba diciendo: «Aunque una persona esté muerta en el pecado; aunque, por sus pecados, haya perdido todo lo que hace que la vida merezca llamarse vida, Yo puedo hacer que vuelva a estar viva otra vez.» Es un hecho que eso es totalmente cierto. A. M. Chirgwin cita el ejemplo de Tokichi Ishii, que tenía un expediente criminal casi sin paralelo. Había matado a hombres, mujeres y niños con una crueldad bestial. Eliminaba sin piedad a todos los que se interpusieran en su camino. Por fin, se encontraba en la cárcel esperando la ejecución. Allí le visitaron dos señoras canadienses que trataron de hablarle a través de las rejas, pero él se limitaba a mirarlas con el ceño de una fiera enjaulada. Por último tuvieron que abandonar; pero le dejaron una biblia. Él empezó a leerla; y, una vez que empezó, ya no pudo parar. Siguió leyendo hasta que llegó al relato de la Crucifixión, y a las palabras de Jesús: « ¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!»; y esa oración del Señor le quebrantó el empedernido corazón. «Me detuve -contó después- con el corazón atravesado peor que si hubiera sido con un clavo de cinco pulgadas. ¿Diré que fue por el amor de Cristo? ¿O por Su compasión?

No sé como llamarlo; lo único que sé es que creí, y que desapareció la dureza de mi corazón.» Más tarde, cuando el condenado fue al patíbulo, ya no era el endurecido hosco animal que había sido antes, sino un hombre radiante y sonriente. El asesino había nacido de nuevo; Cristo le había dado una nueva vida.

No es imprescindible que suceda de una manera tan dramática. Una persona puede volverse tan egoísta que esté muerta para las necesidades de los demás. Uno puede llegar a ser tan insensible que esté muerto para los sentimientos de otros. Se puede llegar a estar tan involucrado en la falta de honradez y de dignidad que se está muerto para el honor. Hay quienes se sumen de tal manera en la inercia que están espiritualmente muertos. Pero Jesucristo puede resucitarlos. El testimonio de la Historia es que ha resucitado a millones y millones de personas así, y Su toque no ha perdido su antiguo poder.

(ii) Jesús estaba pensando también en la vida venidera. Él trajo la certeza de que la muerte no es el final. Las últimas palabras de Eduardo III el Confesor fueron: « No lloréis. Yo no me voy a morir. Al dejar la tierra de los que mueren, confío en ver las bendiciones del Señor en la tierra de los que viven.» Llamamos a este mundo da tierra de los vivientes; pero sería más correcto llamarlo la tierra de los murientes. Por Jesucristo sabemos que vamos de camino, no hacia el ocaso, sino hacia el amanecer; sabemos que la muerte es una puerta en el firmamento, como ha dicho Mary Webb. En el sentido más auténtico, no vamos de camino hacia la muerte, sino hacia la vida.

¿Cómo sucede esto? Sucede cuando creemos en Jesucristo. ¿Y qué quiere decir eso? Creer en Jesús quiere decir aceptar todo lo que ha dicho Jesús como la verdad absoluta; y jugarnos la vida con entera confianza en que es así. Cuando hacemos eso, entramos en dos nuevas relaciones.

(a) Entramos en una nueva relación con Dios. Cuando creemos que Dios es como nos ha dicho Jesús, llegamos a estar absolutamente seguros de Su amor, y de que es, por encima de todo, un Dios redentor. El miedo a la muerte se desvanece, porque morir es ir con el gran Amador de las almas humanas.

(b) Entramos en una nueva relación con la vida. Cuando aceptamos el camino de Jesús; cuando tomamos Sus mandamientos como nuestra ley, y cuando nos damos cuenta de que Él está siempre dispuesto a ayudarnos a vivir como Él nos manda, la vida se convierte en algo totalmente nuevo. Está revestida de un nuevo encanto, una nueva delicia, una nueva fuerza. Y cuando hacemos nuestro el camino de Jesús, la vida se convierte en una cosa tan preciosa que no podemos concebir que se acabe quedando incompleta.

Cuando creemos en Jesús, cuando aceptamos lo que Él nos dice acerca de Dios y acerca de la vida y nos jugamos el todo por el todo a que es verdad, resucitamos de veras, porque somos liberados del miedo que caracteriza a la vida sin Dios; somos liberados de la frustración que caracteriza a la vida sometida al pecado; somos liberados de la vacuidad de la vida sin Cristo. La vida se eleva de la muerte del pecado para llegar a ser algo tan auténtico que no puede morir, y que no encuentra en la muerte más que la transición a una vida superior.

La emoción de Jesús

Después de decir aquello, Marta se fue a llamar a su hermana María; y le dijo, sin dejar que las otras personas se enteraran: -Ha llegado el Maestro, y quiere verte.

En cuanto lo oyó, María se levantó aprisa y se dirigió al lugar donde estaba Jesús. Él no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde le había encontrado Marta. Entonces los judíos que estaban en la casa haciendo duelo con María, cuando la vieron levantarse aprisa y salir, la siguieron, pensando que se iba a llorar a la tumba. Cuando María llegó adonde estaba Jesús y Le vio, se arrodilló a Sus pies. -¡Señor -Le dijo- , si hubieras estado aquí, mi hermano no se habría muerto!

Cuando Jesús la vio llorar, y a los judíos que habían venido con ella también llorando, Se conmovió profundamente en Su espíritu de tal manera que no pudo reprimir un gemido, y tembló movido por una profunda emoción. Marta volvió a la casa, a decirle a María que había llegado Jesús. Quería darle la noticia en secreto, sin que los visitantes se enteraran, porque quería que María tuviera unos instantes a solas con Jesús antes de que el gentío los rodeara haciéndoles imposible una conversación privada. Pero, cuando los visitantes vieron a María levantarse de prisa y salir, supusieron inmediatamente que se dirigiría a la tumba de Lázaro. Era costumbre, sobre todo entre las mujeres, ir a llorar a la tumba siempre que les era posible. El saludo de María fue exactamente el mismo que el de Marta. Si Jesús hubiera llegado a tiempo, Lázaro estaría vivo todavía.

Jesús vio llorar a María y a todos los que estaban en el duelo con ella. Debemos recordar que aquello no sería simplemente que se les saltaban las lágrimas, sino más bien lamentos y chillidos histéricos; porque la manera judía de considerar un duelo era que, cuanto más incontrolado el lloro, tanto mayor honor se confería al difunto.

Aquí nos encontramos con un problema de traducción. La palabra que muchas traducciones, entre ellas la Reina-Valera, traducen por se estremeció en espíritu, viene del verbo embrimasthai, y se encuentra otras tres veces en el Nuevo Testamento.

Se usa en Mateo 9:30, donde Jesús le encargó rigurosamente (R-V) a los ciegos que no divulgaran el hecho de que les había devuelto la vista. Se usa en Marcos 1:43: «le encargó rigurosamente» al leproso que no publicara el que Jesús le había curado.

Y se usa en Marcos 14: S, donde los espectadores murmuraban contra la mujer que había ungido la cabeza de Jesús con un ungüento costoso, porque pensaban que aquella acción de amor era un derroche injustificado. En cada uno de estos ejemplos, la palabra contiene una cierta severidad, casi ira. Quiere decir más bien reprender, dar una orden rigurosa. Los que quieran tomarlo así traducirían: «Jesús se conmovió de ira en Su espíritu.»

¿Por qué de ira? Se ha sugerido que aquel despliegue de lágrimas de los visitantes judíos no era más que hipocresía; que esa comedia de duelo despertaba la indignación de Jesús. Es posible que eso fuera verdad de los visitantes, aunque no se nos indica que fueran insinceros; pero sin duda no era verdad de María, y apenas puede considerarse correcto aquí el interpretar embrimasthai como implicando ira. La traducción de Reina-Valera (1909 y 1960) nos parece descolorida para esta palabra tan poco frecuente, y no hace justicia a toda la fuerza del original. Se podría decir: «Dio escape a tal angustia de espíritu que hacía que todo Su cuerpo Se le conmocionara de temblores.» Así llegaríamos más cerca del significado original. En griego clásico embrimasthai quiere decir bufar un animal. Aquí debe querer decir que se apoderó de Jesús una emoción tan incontrolable que le arrancó gemidos del corazón.

Aquí tenemos una de las cosas más preciosas del Evangelio. Tan profundamente entró Jesús en el dolor humano que la angustia Le oprimía y estrujaba el corazón. «En toda angustia de ellos Él fue angustiado» (Isaías 63:9).

Pero aún hay más. Para cualquier griego que leyera esto -y debemos recordar que fue escrito para los de cultura griega-, ésta sería una descripción sorprendente e increíble. Juan había escrito todo su evangelio sobre el tema de que en Jesús vemos la Mente de Dios. Para los griegos, la principal característica de Dios era lo que llamaban apatheía, que quiere decir la absoluta incapacidad de sentir cualquier emoción.

¿Cómo llegaron los griegos a atribuirle a Dios tal característica? Lo razonaban de la siguiente manera. Si podemos sentir pena o gozo, alegría o tristeza, eso quiere decir que algo fuera de nosotros nos puede afectar. Ahora bien: si una persona o cosa nos afecta, eso quiere decir que, a lo menos por un momento, tiene poder sobre nosotros. Nada ni nadie puede tener un efecto así sobre Dios; y eso quiere decir que Dios es esencialmente incapaz de sentir absolutamente ninguna emoción. Los griegos creían en un Dios aislado, desapasionado e impasible.

¡Qué imagen tan distinta nos da Jesús de Dios! Nos presenta a un Dios Cuyo corazón se estruja de angustia por la angustia de Su pueblo. Lo más grande que hizo Jesús fue traernos la noticia de un Dios Que no es insensible.

La voz que despierta a los muertos

-¿Dónde le pusisteis? – les preguntó Jesús. -Ven a verlo -Le contestaron. Jesús se echó a llorar, y los judíos dijeron: – ¡Fijaos cómo le quería! Algunos de ellos dijeron: -¿No habría podido Éste, Que le abrió los ojos al ciego, haber hecho que no se muriera Lázaro?

Otra vez surgió un gemido de angustia de lo más íntimo de Jesús. Fue a la tumba. Era una cueva, y habían puesto una piedra para cerrarla. Jesús dijo: -¡Quitad la piedra! Marta, la hermana del difunto, Le dijo a Jesús: -Señor, a estas alturas el hedor de la muerte le habrá invadido, porque lleva cuatro días en la tumba. Pero Jesús le contestó: -¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Así que quitaron la piedra. Jesús elevó la mirada y dijo: -Padre, gracias por haberme oído. Yo ya sabía que Tú Me oyes siempre; pero lo he dicho por los que están aquí alrededor, porque quiero que sepan que Tú Me has enviado. Inmediatamente después de decir aquello, gritó con todas Sus fuerzas: -¡Lázaro, sal de ahí! Y el que había estado muerto salió, con las piernas y los brazos sujetos con vendas, y con la cara tapada con un paño. Y Jesús les dijo: -¡Desenvolvedle para que pueda moverse por sí mismo!

Aquí llegamos a la última escena del drama. Una vez más se nos muestra la figura de Jesús conmocionado de angustia al compartir la angustia del corazón humano. Para los lectores griegos, esa breve frase, «Jesús lloró», sería lo más alucinante de toda la alucinante historia. Que el Hijo de Dios pudiera llorar les parecería increíble.

Debemos conservar en la mente el cuadro de una tumba palestina corriente. Sería, o una cueva natural, o un hueco hecho en la roca. Tendría una entrada en la que se colocaba el féretro al principio. Más al fondo habría una cámara, de unos dos metros de largo, dos y medio de ancho y poco más de alto. Tendría unos ocho espacios cortados en la roca, tres a cada lado y dos enfrente de la entrada, en los que se ponían los cadáveres. Los cuerpos se envolvían en una mortaja, pero los brazos y las piernas se cubrían aparte con una especie de vendas, y la cabeza también se cubría por separado. La tumba no tenía puerta; pero delante de la entrada había una ranura por la que se deslizaba una piedra grande para sellar la tumba.

Jesús pidió que quitaran la piedra. A Marta no se le ocurría nada más que una razón para abrir la tumba: que Jesús quería ver el rostro de su amigo por última vez. Marta no podía comprender aquel deseo, que no daría ningún consuelo. Advirtió que Lázaro ya llevaba cuatro días en la tumba. La razón era que los judíos creían que el espíritu de los muertos revoloteaba por la tumba cuatro días, buscando una ocasión para entrar en el cuerpo otra vez. Pero después de cuatro días, el espíritu ya se había ido; porque el rostro del difunto estaba tan descompuesto que ya no se podía ni reconocer.

Entonces Jesús dio la orden que hasta la muerte era impotente para resistir, y Lázaro salió. Es alucinante figurarse aquel cuerpo vendado pugnando por salir de la tumba. Jesús les dijo que le desenvolvieran de todos aquellos paños mortuorios, y le dejaran moverse con libertad.
Hay ciertas cosas que debemos notar.

(i) Jesús oró. El poder que fluía por Él no tenía su origen en Él, sino en Dios. «Los milagros -decía Godet- son simplemente oraciones contestadas.»

(ii) Jesús buscaba sólo la gloria de Dios. No hizo aquello para glorificarse a Sí mismo. Cuando Elías tuvo su épica contienda con los profetas de Baal, oró: «Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que Tú eres el único Dios» (1 Reyes 18:37).

Todo lo que hacía Jesús era debido al poder de Dios y diseñado para la gloria de Dios. ¡Qué diferente de nosotros! Hacemos las cosas en nuestro propio poder, y para nuestro prestigio. Posiblemente habría más maravillas en nuestras vidas también si dejáramos de actuar por nosotros mismos y Le diéramos a Dios el lugar central que Le corresponde.

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