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La autoridad de Jesus

Volvieron, pues, otra vez a Jerusalén, y llegado al templo, paseándose Jesús por el atrio exterior estaba ya enseñando al pueblo, y anunciándole la buena nueva, cuando se acercaron a Él, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos o senadores del pueblo, y los escribas, y le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te ha dado tal potestad de hacer lo que haces? Les respondió Jesús:
Yo también quiero haceros una pregunta, y si me respondéis a ella, os diré luego con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de donde era?, ¿del cielo o de los hombres? Respondedme a esto. Mas ellos discurrían para consigo, diciendo entre sí: Si respondemos del cielo, nos dirá: ¿Pues por qué no habéis creído en el? Si responde­mos de los hombres, tenemos que temer al pueblo, que nos apedreará, porque todos miraban a Juan como un verdadero profeta. Por tanto, contestaron a Jesús, diciendo: No lo sabemos: Les replica Él en segui­da: Pues yo tampoco os diré a vosotros con qué autoridad hago estas cosas. Mateo 21: 23-27; Marcos 11: 27-33; Lucas 20:1-8 

Cuando pensamos en las cosas extraordinarias que Jesús había estado haciendo, no podemos sorprendernos de que las autoridades judías Le preguntaran qué derecho tenía para hacerlas. En aquel momento, Jesús no estaba dispuesto a darles la respuesta directa de que Su autoridad venía del hecho de ser Hijo de Dios. El hacerlo habría supuesto precipitar el fin. Había obras que todavía tenía que realizar; y enseñanza que tenía que impartir.

A veces requiere más coraje esperar el momento oportuno que lanzarse sobre el enemigo y precipitar el final. Para Jesús todo tenía que suceder en el tiempo de Dios. Y aún no había llegado la hora en que había de producirse el desenlace final de toda Su misión en el mundo.

Así que esquivó la preguntó de las autoridades judías con otra pregunta propia qué los colocaba en un dilema. Les preguntó si el ministerio de Juan el Bautista era cosa del Cielo o de los hombres; si tenía un origen divino o meramente humano. Los que salieron al Jordán para bautizarse, ¿respondían a un impulso meramente, humano, o estaban de hecho reaccionando a un desafío divino? Ese era el dilema de las autoridades judías. Si decían que el ministerio de Juan procedía de Dios, no tenían más remedio que admitir que Jesús era el Mesías, porque Juan había dado un testimonio claro y terminante de ello. Y, si decían que el ministerio de Juan no procedía de Dios, tendrían que enfrentarse con la ira de la gente, que estaba convencida de que Juan era un mensajero de Dios.

Por un momento, los principales sacerdotes y los ancianos judíos guardaron silenció; y luego salieron con la respuesta más anodina de todas las respuestas posibles. Dijeron :«No lo sabemos.»

Era la manera más lastimosa de confesar su falta de autoridad. Tenían la obligación de saber; era parte del deber del sanedrín, del que eran miembros, el distinguir entre los profetas verdaderos y los falsos; y estaban confesándose incapaces de distinguirlos. Su dilema los condujo a una vergonzosa auto humillación.

Aquí tenemos una sombría advertencia. Hay tal cosa como la cobardía de una ignorancia voluntariamente asumida. Si una persona consulta la conveniencia más que el principio, su primera pregunta no será: «¿Dónde está la verdad?» sino: « ¿Qué es lo menos arriesgado decir?» Una y otra vez su sumisión a la conveniencia la conducirá a un silencio cobarde. Dirá torpemente: «No sé la respuesta,» cuando la sabe perfectamente pero tiene miedo de darla. La verdadera pregunta no es: « ¿Qué es lo menos peligroso que puedo decir?» sino: «¿Qué es lo que debo decir?»

La ignorancia del miedo de liberadamente asumida, el silencio cobarde de la conveniencia; son cosas vergonzosas. Si uno sabe la verdad, está obligado a decirla, aunque se le caiga el cielo encima.

En el recinto del Templo había dos claustros famosos, uno hacia el Este y otro al lado Sur del Atrio de los gentiles. El del Este se llamaba el Pórtico de Salomón. Era una arcada impresionante hecha de columnas corintias de 10 metros de altura. El del Sur era todavía más espléndido. Se llamaba el Claustro Real. Estaba formado por cuatro hileras de columnas de mármol blanco, cada una de las cuales tenía dos metros de diámetro y ocho metros de altura. Había 162 columnas. Era corriente que los rabinos y los maestros se pasearan por estos atrios enseñando al mismo tiempo. Casi todas las grandes ciudades de los tiempos antiguos tenían estos claustros. Protegían del sol y del viento y la lluvia, y de hecho era en estos lugares donde se enseñaba la mayor parte de las ideas religiosas y filosóficas. Una de las escuelas de pensamiento más famosas de la antigüedad fue la de los estoicos. Recibieron su nombre del hecho de que Zenón, su fundador, enseñaba mientras se paseaba por el Stoá Poikilé, el Pórtico Pintado, de Atenas. La palabra stoá quiere decir pórtico o arcada, y los estoicos eran la escuela del Porche. Fue en estos claustros del Templo donde Jesús estuvo paseando y enseñando.

Se dirigió a Él una diputación de principales sacerdotes y maestros de la Ley, es decir, escribas, rabinos y ancianos. Eran en realidad una delegación del Sanedrín, que estaba formado por estos tres grupos. Le dirigieron a Jesús una pregunta muy natural.

El que una persona privada, por su cuenta, limpiara el Atrio de los Gentiles de sus comerciantes oficiales y habituales era algo alucinante. Así es que Le preguntaron a Jesús: « ¿Con qué clase de autoridad actúas de esa manera?»

Esperaban colocar a Jesús en un dilema. Si contestaba que estaba actuando bajo Su propia autoridad podrían muy bien arrestarle por actuar como un megalómano antes de que les pusiera en más aprietos. Si decía que estaba actuando bajo la autoridad de Dios, podrían muy bien arrestarle por un obvio delito de blasfemia sobre la base de que Dios nunca le daría a ninguna persona autoridad para crear un disturbio en los atrios de Su propia Casa. Jesús vio con toda claridad el dilema en que trataban de envolverle, y Su respuesta los colocó a ellos en un dilema que era todavía peor. Dijo que les respondería con la condición de que ellos Le contestaran a una pregunta: «¿Fue la obra de Juan el Bautista, en vuestra opinión, humana o divina?»

Esto los colocaba literalmente entre la espada y la pared. Si decían que era divina, sabían que Jesús les preguntaría por qué entonces se opusieron a ella. Peor todavía: Si decían que era divina, Jesús les podía contestar que Juan Le había señalado a Él de hecho, y que por tanto Él tenía una acreditación divina, y no necesitaba más autoridad. Si estos miembros del Sanedrín estaban de acuerdo en que la obra de Juan era divina, se verían obligados a aceptar a Jesús como el Mesías. Por el contrario, si decían que la obra de Juan había sido meramente humana, cuando Juan tenía la distinción adicional de ser un mártir, sabían perfectamente que la audiencia provocaría un motín. Así es que se vieron obligados a decir cobarde y débilmente que no lo sabían; y por tanto Jesús Se les evadió de la obligación de darle ninguna respuesta a su pregunta.

Toda la escena es un ejemplo gráfico de lo que les sucede a las personas que se niegan a enfrentarse con la verdad. Tienen que retorcerse y dar vueltas y acabar por enredarse en una situación en la que están tan desesperadamente involucrados que no tienen nada que decir. La persona que encara la verdad puede que pase la humillación de decir que estaba equivocada, o el peligro de mantenerla; pero, por lo menos, tiene un futuro firme y luminoso. El que se niega a enfrentarse con la verdad no tiene más perspectiva que la de involucrarse más y más en una situación que le incapacita e imposibilita.

Este capítulo describe «el día de los interrogatorios», como se le suele llamar. Las autoridades judías, en sus diferentes secciones, le vinieron a Jesús con toda clase de preguntas encaminadas a atraparle, pero que Él contestó con tal  sabiduría que los dejó sin argumentos.

La primera pregunta se la dirigieron los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos. Los principales sacerdotes eran los que habían sido sumos sacerdotes y los miembros de sus familias; es decir, la aristocracia religiosa del templo. Las tres clases -principales sacerdotes, escribas y ancianos- componían las fuerzas vivas que estaban representadas en el Sanedrín, que era el tribunal supremo y el gobierno de los judíos. Podemos suponer que la pregunta la habían urdido en el Sanedrín para formular una acusación contra Jesús.

¡No nos sorprende que le preguntaran con qué autoridad hacía esas cosas! Al entrar en Jerusalén de esa manera, y luego tomar la ley en sus manos y limpiar el templo, requerían alguna explicación. Para los judíos ortodoxos de entonces, la manera en que Jesús se había tomado la autoridad era algo pasmoso. Ningún rabino decidía una cuestión o emitía un juicio sin citar sus autoridades, diciendo: «Hay una enseñanza de que…» , o «esto se confirma con lo que dijo rabí Tal y Tal…» Pero ninguno se habría atribuido la autoridad independiente con la que Jesús actuaba. Lo que querían era que Jesús dijera claramente que era el Mesías y el Hijo de Dios. Entonces le podrían acusar de blasfemia, y le podrían arrestar inmediatamente. Pero Él no les dio esa respuesta, porque no había llegado su hora.

La contestación de Jesús se describe a veces como una contra inteligente, usada simplemente para apuntarse un tanto; pero es mucho más. Les preguntó: «¿Era divina o humana la autoridad de Juan el Bautista?» La cosa era que la respuesta que dieran a la pregunta de Jesús sería también la contestación a su propia pregunta. Todos sabían cómo consideraba Juan a Jesús, y que él se presentaba como el precursor del Mesías. Si reconocían que la autoridad de Juan el Bautista era divina, entonces tenían que reconocer también que Jesús era el Mesías, porque eso es lo que Juan había dicho. Si negaban la autoridad divina de Juan, todo el pueblo se levantaría contra ellos, porque estaban convencidos de que era un profeta. En su respuesta, Jesús les devolvía la pregunta: « ¿De dónde decís vosotros que Yo he recibido la autoridad?» No tenía que contestar a la pregunta de ellos si ellos contestaban a la suya.

Los emisarios del Sanedrín se negaron a enfrentarse con la verdad, y tuvieron que retirarse fracasados y desacreditados ante todo el mundo.

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