Facundo era un muchachito sumamente prudente. Tenía poco más de catorce años y ya había aprendido a ser responsable con sus cosas y con las de los demás.
En su conducta era muy fiel a sus convicciones. Antes de tomar una decisión, evaluaba todas las posibilidades. Por ejemplo, si no había podido leer la fecha de vencimiento de algún producto que compraba su mamá en el supermercado, prefería no comerlo. Facundo no quería correr riesgos.
Así era en todo. Prudente al extremo. Y ni hablemos si tenía que elegir un amigo. Antes de confiar en él, lo pensaba varias veces, averiguando lo más posible acerca de sus gustos, de su comportamiento en los juegos e incluso de su familia.
Uno de los problemas de tener esa forma de ser era que todo le insumía el doble de tiempo que a cualquiera. Y otro de los problemas era que, en muchos casos, las situaciones más simples y sencillas se convertían en una verdadera complicación.
Una tarea que un compañero la realizaba en media hora, a él le llevaba una, porque primero la hacía en borrador, luego se la daba a su mamá o a su papá para que la corrigiera, después la pasaba en limpio y se la volvía a entregar a su mamá o a su papá para que le dieran un último vistazo.
No quería sacarse una mala nota por una falta de atención que hubiera sido evitable. Sus padres y amigos querían mucho a Facundo porque era incapaz de hacerle mal a alguien, aunque a veces los cansaba con esa forma de actuar y el interminable listado de preguntas que hacía para cada tema.
Si quería jugar a un juego nuevo, sabían que alguien tenía que dejarle las instrucciones o el reglamento en su casa el día anterior para que los leyera.
Cierta vez, un domingo por la mañana el papá colocó sobre la mesa dos cajas: una de madera y otra de vidrio transparente. En la de vidrio, puso los caramelos que más le gustaban a su hijo.
En la otra, no se veía lo que había porque era opaca. Llamó a Facundo y le dijo que podía elegir una de las dos cajas para quedársela. Era un regalo.
Eso sí, tenía que elegir sólo mirándolas; no podía tomarlas en sus manos y, por lo tanto no podía pesarlas, ni agitarlas, ni… nada. Se las mostró a Facundo y le pidió que eligiera una respetando la consigna dada y sin hacer preguntas.
Parecía fácil pero, por la cabeza de Facundo pasaban innumerables posibilidades. ¿Qué contenía la caja de madera? Su papá, que lo quería mucho, no podía poner algo feo en ella. Pero en la otra sí sabía lo que había.
Era algo seguro y además le gustaban mucho esos caramelos. Después de un largo rato de meditar, se decidió. Sin embargo, parecía que la mano no le respondía, porque tardó una enormidad de tiempo en tomar la caja de madera.
Cuando la abrió, vio que dentro había una copia de las llaves de su casa. De inmediato le dio un abrazo a su papá, porque hacía mucho que se las había pedido.
-¿Por qué elegiste esa caja, si no sabías que tenía dentro?
-Porque no puedo esperar nada malo de ti y entonces me di cuenta de que es bueno ser prudente, pero tenemos que confiar en los demás, sobre todo si sabemos que es alguien que nos quiere. Es importante saber confiar aunque no tengamos todas las seguridades. Me parece que, en varias oportunidades, me perdí de muchas cosas mejores de las que conseguí y eso fue por no arriesgarme.
-Ahora que te escucho decir esto -dijo el papá- estoy seguro de que ya era hora que tuvieras las llaves de casa.