Los discípulos esperaban ansiosos la llegada de un famoso Maestro y, como su visita era poco frecuente, se dedicaron a preparar las preguntas que iban a hacerle.
Cuando al fin llegó, se reunieron en el templo y la tensión era extrema, pues nadie sabía por dónde comenzar la conversación… Al principio el Maestro no dijo nada, los miraba fijamente a los ojos, luego empezó a sonreír y la tensión desapareció, todos en el salón lo imitaron.
Todos rieron, rieron y rieron por largo rato… sin saber por qué, la risa era contagiosa y progresiva. Transcurrió mucho tiempo hasta que dejaron de reírse y todos se sentaron a disfrutar de la deliciosa paz que invadía el recinto, pues no había diferencias que los separaran, eran sólo uno. Entonces el santo pronuncio sus únicas palabras de esa noche: «Espero haber respondido satisfactoriamente a todas vuestras preguntas» y rió de nuevo y todos rieron con él.
La alegría y la espontaneidad anularon al ego y cuando el ego muere muchos problemas desaparecen con él y donde no hay ego, está el amor, están las respuestas y está Dios.