No tenéis ninguna necesidad, hermanos, de que se os escriba acerca de los tiempos y las sazones; porque ya sabéis muy bien que, como un ladrón en la noche, así vendrá el Día del Señor. Cuando se diga: «¡No hay novedad! ¡Todo está a salvo!», entonces, se les vendrá encima una destrucción repentina, como los dolores del parto a una mujer encinta, y no se librarán. Pero vosotros, hermanos, no estáis en la oscuridad. No estáis en un situación en la que el Día, como un ladrón, os sorprenda. Porque todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No pertenecemos a la noche ni a la oscuridad. Así que no nos durmamos como el resto de las personas, sino mantengámonos sobrios y alerta. Porque los que duermen, duermen de noche; y los que se emborrachan, se emborrachan de noche; pero por lo que se refiere a nosotros, porque pertenecemos al día, seamos sobrios y pongámonos la coraza de la fe y el amor, y tomemos como yelmo la esperanza de la salvación; porque Dios no nos ha destinado ‹a la ira, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, Que murió por nuestros pecados para que, ya sea que estemos despiertos o dormidos, vivamos con Él. Así es que animaos y edificaos mutuamente -como de hecho ya lo estáis haciendo.
No conseguiremos entender las imágenes que encontramos en el Nuevo Testamento de la Segunda Venida a menos que recordemos que tienen el trasfondo del Antiguo Testamento. La concepción del Día del Señor es muy corriente en el Antiguo Testamento; y todas las figuras y la trama del Día del Señor se han aplicado a la Segunda Venida.
Para los judíos, la historia del tiempo se dividía en dos edades. Estaba esta edad presente, que era total e incurablemente mala; y la edad por venir, que sería la edad de oro de Dios. Entre las dos estaba el Día del Señor, que sería un día terrible en el que un mundo sería destruido y otro nacería.
Muchas de las más terribles descripciones del Antiguo Testamento se refieren al Día del Señor (Isaías 22:5; 13:9; Sofonías 1:14-16; Amós 5:18; Jeremías 30:7; Malaquías 4:1; Joel 2:31). Sus principales características son las siguientes.
(i) Se produciría repentina y inesperadamente.
(ii) Implicaría un cataclismo cósmico en el que el universo sería sacudido desde sus cimientos. (iii) Sería un tiempo de juicio.
Como es natural, los autores del Nuevo Testamento identificaron para todos los propósitos el Día del Señor con la Segunda Venida de Jesucristo. Haremos bien en tener presente que estas son lo que podríamos llamar figuras tradicionales. No se supone que se deben tomar literalmente. Son visiones pictóricas de lo que sucederá cuando Dios intervenga en el tiempo.
Naturalmente, se quería saber cuándo llegaría ese Día. El mismo Jesús había dicho claramente que nadie sabía el día ni la hora cuando se produciría, ni siquiera Él mismo, sino sólo el Padre (Marcos 13:32; cp. Mateo 24:36; Hechos 1:7). Pero aquello no hizo que algunos dejaran de especular, como se sigue haciendo, aunque es casi blasfemo el buscar conocimientos que no poseía Jesús. De esas especulaciones Pablo tiene dos cosas que decir.
Ratifica que la llegada de ese Día será repentina. Vendrá como ladrón en la noche. Pero también insiste en que eso no es razón para que nos pille desapercibidos. Será sólo a los que vivan en las tinieblas y cuyas obras sean malas a los que los sorprenda desprevenidos. El cristiano vive a la luz; y no importa cuándo se produzca ese Día, si está vigilante y sobrio le encontrará preparado. Andando o durmiendo, el cristiano ya vive con Cristo, y por tanto está siempre preparado. Nadie sabe cuándo le llamará Dios, y hay ciertas cosas que no se deben dejar para el último momento. Ya es demasiado tarde para preparar un examen cuando se le presenta el tema a desarrollar. Ya es tarde para asegurar la casa cuando ha empezado a derrumbarse. Cuando la reina María de Orange estaba muriendo, su capellán quería hacerle una lectura. Ella le replicó: « No he aplazado esa cuestión hasta ahora.» Lo mismo sucedió con un viejo escocés a quien alguien ofrecía palabras de consuelo ya cerca del final, que dijo: «Yo ya trencé mi soga cuando hacía buen tiempo.» Si una llamada llega repentinamente, no tiene por qué pillarnos desprevenidos. La persona que ha vivido toda la vida con Cristo está siempre dispuesta para entrar a Su más íntima presencia.
Consejo a una iglesia
Os rogamos, hermanos, que tengáis consideración con los que trabajan entre vosotros y los que os presiden en el Señor y os exhortan. Tenedlos en alta estima y amor por la obra que están realizando. Estad en paz entre vosotros. Os insistimos, hermanos, en que advirtáis a los remolones, estimuléis a los pusilánimes, apoyéis a los débiles y tengáis paciencia con todos. Aseguraos de que nadie devuelva mal por mal. Proponeos siempre buscar el bien del otro y de todos. Manteneos siempre gozosos. No dejéis nunca de orar. Sed agradecidos por todo. Porque esta es la voluntad de Dios para vosotros en Jesucristo. No apaguéis los dones del Espíritu, ni toméis a la ligera las manifestaciones del don de profecía. Poned a prueba todas las cosas, no dejéis escapar lo bueno. Manteneos bien lejos de toda clase de mal.
Pablo pone fin a su carta con una sarta de joyas de buenos consejos. Los dispone de una manera resumida, pero cada uno de ellos merece nuestra atenta consideración.
Respetad a vuestros dirigentes, dice Pablo; y la razón por la que deben respetarlos es la obra que llevan a cabo. No es cuestión de prestigio personal; es la labor lo que hace grande a una persona, y es el servicio que está prestando lo que constituye su emblema de honor. Vivid en paz. Es imposible predicar el Evangelio del amor en un ambiente envenenado de odio. Es mejor marcharse de una congregación en la que no se es feliz ni se hace felices a otros, y buscarse una en la que se pueda vivir en paz.
El versículo 14 selecciona a los que necesitan un cuidado y una atención especiales. La palabra para remolones describía originalmente al soldado que había abandonado el ejército; así es que la frase quiere decir: «Advertid a los desertores.» Los pusilánimes son literalmente los que tienen el alma pequeña. En todas las comunidades hay hermanos desanimados que temen instintivamente lo peor, pero también debe de haber cristianos que, siendo animosos, ayudan a otros a ser valientes. «Sed apoyo de los débiles» es un consejo precioso. En vez de dejar que el hermano débil sea arrastrado a la deriva y acabe por desaparecer totalmente, la comunidad cristiana debe hacer un esfuerzo para sujetarle para que no se pierda. Se deben forjar ligaduras de comunión y de persuasión para retener al que está en peligro de descarriarse. Ser pacientes con todos es tal vez lo más difícil de todo, porque eso de aguantar de buena gana a los tontos es una asignatura de doctorado.
No seáis vengativos, dice Pablo. Aunque haya alguien que busque nuestro mal, debemos conquistarle buscando su bien.
Los versículos 16-18 nos dan tres señales de la iglesia genuina.
(i) Es una iglesia feliz. Hay en ella un ambiente de gozo que hace que sus miembros se sientan como disfrutando de un baño de sol. El verdadero Cristianismo es una verdadera gozada, y no un funeral.
(ii) Es una iglesia que ora. Puede que nuestras oraciones fueran más efectivas si recordáramos que «oran mejor juntos los que oran también a solas.»
(iii) Es una iglesia agradecida. Siempre hay algo por lo que dar gracias; hasta en el día más aciago se pueden contar las bendiciones. Debemos recordar que si vamos de cara al sol las sombras caerán detrás de nosotros, pero si le volvemos la espalda al sol todas las sombras nos irán por delante.
En los versículos 19 y 20 Pablo advierte a los tesalonicenses que no desprecien los dones espirituales. Los profetas eran los equivalentes de los predicadores de nuestro tiempo, los que llevaban el mensaje de Dios a la congregación. Pablo está diciendo realmente: « Si una persona tiene algo que decir, no se lo impidáis.»
Los versículos 21 y 22 describen el deber constante del cristiano. Debe usar a Cristo como la piedra de toque con la que probar todas las cosas; y aunque sea difícil debe seguir haciendo el bien y apartándose de todo lo que sea malo.
Cuando una iglesia vive a la altura del consejo de Pablo, alumbra como una luz que brilla en un lugar oscuro; tiene gozo en sí y poder para ganar a otros.
Que la gracia de Cristo sea con vosotros
Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente; y que vuestro espíritu y alma y cuerpo sean guardados completos para que seáis irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesucristo. Podéis depender de Aquel que os llama, Que será Quien lo haga realidad. Hermanos, orad por nosotros. Saludaos de nuestra parte con un beso santo. Os encargo delante del Señor que se lea esta carta a todos los hermanos. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros.
Al final de esta carta, Pablo encomienda a sus hermanos en cuerpo, alma y espíritu a Dios. Hay aquí un dicho muy precioso. « Hermanos dice Pablo-, orad por nosotros.» Es maravilloso que el mayor santo de todos ellos se sintiera fortalecido por las oraciones de los cristianos más humildes. Cuando sus amigos vinieron a felicitarle, un gran estadista que había sido nombrado para ocupar el puesto más importante que le podía ofrecer su país les dijo: « No me dediquéis vuestras felicitaciones, sino vuestras oraciones.» Para Pablo, la oración era la cadena de oro en la que él oraba por otros y otros por él.