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Acusación contra Jesús

Después entró Jesús en una casa, y otra vez se juntó tanta gente, que ni siquiera podían comer él y sus discípulos. Cuando lo supieron los parientes de Jesús, fueron a llevárselo, pues decían que se había vuelto loco. También los maestros de la ley que habían llegado de Jerusalén. Llevaron a Jesús un hombre ciego y mudo, que estaba endemoniado, y Jesús le devolvió la vista y el habla. Todos se preguntaban admirados: «¿Será este el Hijo de David?» Al oir esto, los fariseos dijeron: «Beelzebú, el jefe de los demonios, es quien le ha dado a este hombre el poder de expulsarlos.» Jesús, que sabía lo que estaban pensando, les dijo: «Todo país dividido en bandos enemigos, se destruye a sí mismo; y una ciudad o una familia dividida en bandos, no puede mantenerse; habrá llegado su fin. Así también, si Satanás expulsa al propio Satanás, contra sí mismo está dividido; ¿cómo, pues, mantendrá su poder? Ustedes dicen que yo expulso a los demonios por el poder de Beelzebú; pero si es así, ¿quién da a los seguidores de ustedes el poder para expulsarlos? Por eso, ellos mismos demuestran que ustedes están equivocados. Porque si yo expulso a los demonios por medio del Espíritu de Dios, eso significa que el reino de los cielos ya ha llegado a ustedes. ¿Cómo podrá entrar alguien en la casa de un hombre fuerte y robarle sus cosas, si primero no lo ata? Solamente así podrá robárselas. El que no está a mi favor, está en contra mía; y el que conmigo no recoge, desparrama. Por eso les digo que Dios perdonará a los hombres todos los pecados y todo lo malo que digan, pero no les perdonará que con sus palabras ofendan al Espíritu Santo. Dios perdonará incluso a aquel que diga algo contra el Hijo del hombre; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no lo perdonará ni en el mundo presente ni en el venidero. Esto lo dijo Jesús porque ellos afirmaban que tenía un espíritu impuro. Mateo 12:22-37; Marcos 3:20-30

El árbol se conoce por su fruto

Si el árbol es bueno, dará buen fruto; si el árbol es malo, dará mal fruto; pues el árbol se conoce por su fruto. ¡Raza de víboras! ¿Cómo pueden decir cosas buenas, si ustedes mismos son malos? De lo que abunda en el corazón, habla la boca. El hombre bueno dice cosas buenas porque el bien está en él, y el hombre malo dice cosas malas porque el mal está en él. Y yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de cualquier palabra inútil que hayan pronunciado. Pues por tus propias palabras serás juzgado, y declarado inocente o culpable.
En el mundo oriental no eran solamente las enfermedades mentales y psicológicas las que se les atribuían a los demonios y diablos; todas las enfermedades se achacaban a su poder maligno. Era corriente recurrir al exorcismo; y de hecho era eficaz con frecuencia.

No hay nada sorprendente en eso. Cuando se cree en la posesión diabólica, es fácil convencerse de que se está poseído; y una vez que se cae en esa sugestión, los síntomas se presentan automáticamente. También entre nosotros uno puede provocarse un dolor de cabeza, o convencerse de que tiene síntomas de una determinada enfermedad. Cuando una persona bajo ese estado de sugestión se encontraba con un exorcista en el que tenía confianza, a menudo se disipaba la sugestión y se producía la cura. En tales casos, si una persona estaba convencida de que se había curado, se había curado.

En este pasaje Jesús curó a un hombre que estaba ciego y sordo, y cuyo mal se atribuía a posesión diabólica. La gente se maravilló. Empezaron a preguntarse si este Jesús no podría ser el prometido y esperado Hijo de David, el gran Salvador y Libertador. Si aún les quedaban dudas era porque Jesús no se parecía nada al retrato robot del Hijo de David que todos tenían en la cabeza. No era un príncipe glorioso con pompa y séquito; no iba acompañado de choque de espadas ni de ejércitos con banderas; no se presentaba con señales del cielo llamando a los hombres a la batalla; era un sencillo carpintero de Galilea con palabras de sabiduría benigna y serena, en Cuyos ojos brillaba sólo la compasión, y en Cuyas manos no había más armas que el extraño toque sanador.

Los escribas y los fariseos estaban observándolo todo con astucia. Tenían la solución del problema: Jesús expulsaba los demonios porque estaba en liga con el príncipe de los demonios. Y Jesús dio una triple respuesta a aquella acusación.

(i) Si estaba expulsando. los demonios con la ayuda del príncipe de los demonios, eso no podía querer decir nada más que había un cisma en el reino de los demonios.

Si el príncipe de los demonios estaba prestando su poder para la destrucción de sus propios agentes demoníacos, entonces había una guerra civil en el reino del mal, y estaba condenado a desaparecer. Una casa o ciudad o distrito no pueden sobrevivir cuando están divididos contra sí mismos. La disensión interior es el fin del poder. Así que, si los escribas y los fariseos tenían razón, los días de Satanás estaban contados.

(ii) Tratamos del tercer argumento de Jesús antes del segundo porque hay tanto que decir del segundo que queremos tratarlo por separado. Jesús dijo: Si Yo estoy expulsando demonios -y eso es algo que no podéis negar-, eso quiere decir que he invadido el territorio de Satanás, y que estoy desvalijando sus fortalezas. Está claro que no se puede entrar en la casa de un hombre poderoso si antes no se le ata y se le deja indefenso. Por tanto, el hecho de que he sido capaz de invadir el territorio de Satanás con éxito es la demostración de que está atado y no tiene poder para resistir.

La escena del hombre fuerte que es atado está tomada de Isaías 49:24-26: ¿Se le puede arrebatar a un hombre fuerte lo que ha ganado en la batalla? ¿O puede un preso escapar de un tirano? El Señor afirma que sí: Al hombre fuerte le arrebatarán lo conquistado, y al tirano le quitarán lo ganado; yo me enfrentaré con los que te buscan pleito; yo mismo salvaré a tus hijos. Obligaré a tus opresores a comer su propia carne y a emborracharse con su sangre, como si fuera vino. Así toda la humanidad sabrá que yo, el Señor, soy tu salvador; que yo, el Poderoso de Jacob, soy tu redentor.

Hay una pregunta que este argumento nos hace querer hacer. ¿Cuándo fue atado el fuerte armado? ¿Cuándo fue encadenado el príncipe de los demonios de forma que Jesús pudiera desmantelar sus defensas? Puede que esa pregunta no tenga respuesta; pero si la, tiene, no puede ser otra que Satanás fue atado por Jesús en las tentaciones del desierto.
A veces sucede que, aunque un ejército no está totalmente fuera de combate, sufre tal derrota que su potencial de lucha ya no es lo que era antes. Ha sufrido pérdidas tan considerables, ha perdido la confianza hasta tal punto que ya no podrá tener la potencia de antes. Cuando Jesús arrostró al tentador en el desierto y le derrotó, sucedió algo tremendamente importante. Satanás se enfrentó por primera vez con Alguien a Quien todas sus asechanzas no podían seducir, ni conquistar todos sus asaltos. Desde entonces Satanás ya no volvió a ser el mismo poder invencible de las tinieblas; es el poder derrotado del pecado. Sus defensas están desmanteladas; todavía no está conquistado, pero ya no es invencible, y Jesús puede ayudar a los Suyos a obtener la victoria que El ganó.

Los exorcistas judíos

(iii) Ahora llegamos al segundo argumento de Jesús, que era que los judíos también practicaban el exorcismo; había judíos que expulsaban demonios y realizaban curaciones.

Si Jesús estaba practicando exorcismos porque estaba aliado con el príncipe de los demonios, entonces los judíos estarían en el mismo caso, porque trataban de la misma manera las enfermedades y tenían, por lo menos a veces, el mismo resultado. Vamos a mirar las costumbres y los métodos de los exorcistas judíos, que nos presentan un sorprendente contraste con los de Jesús.

Josefo, un historiador de solvencia reconocida, dice que el poder de expulsar demonios era parte de la sabiduría de Salomón, y nos describe un caso que él mismo presenció (Josefo: Antigüedades 8.2.5): «Dios también permitió que Salomón aprendiera la habilidad de expulsar demonios, que es una ciencia útil y que devuelve la salud a las personas. Salomón también componía encantamientos para aliviar la destemplanza. Y dejó técnicas de realizar exorcismos para expulsar demonios de forma que no vuelvan, y este método de cura sigue teniendo una gran vigencia; porque yo he visto a uno de mi propio país, que se llamaba Eleazar, que liberaba a los endemoniados en presencia de Vespasiano, y sus hijos, y sus capitanes, y toda la multitud de sus soldados. La forma de cura era la siguiente: Ponía un anillo que contenía una raíz de las que mencionaba Salomón en las fosas nasales del poseso, tras lo cual sacaba al demonio por la nariz del paciente; y cuando este caía al suelo inmediatamente, conjuraba al demonio para que no volviera, mencionando a Salomón y recitando los encantamientos que él compuso. Y cuando Eleazar quería convencer y persuadir a la audiencia de que tenía tal poder, colocaba a cierta distancia una palangana o un cacharro de agua, y mandaba al demonio que lo volcara, para que el público supiera que había salido de la persona; y de esta manera se mostraba manifiestamente la habilidad y la sabiduría de Salomón.» Aquí tenemos un ejemplo del método judío, y de toda la parafernalia de la magia. ¡Qué diferente de la sencilla palabra de poder que Jesús simplemente pronunciaba!

Josefo tiene más información sobre cómo actuaban los exorcistas judíos. Una cierta raíz se usaba mucho en los exorcismos. Josefo nos lo cuenta: «En el valle de Maqueronte hay una cierta raíz que toma de él su nombre. Su color es como el de una llama, y por la tarde despide una especie de rayos como relámpagos. No es fácil de adquirir, porque se retrae de las manos, ni se deja atrapar sin más hasta que se le echa la orina de una mujer o su sangre menstrual; sí, y hasta entonces produce la muerte a los que la tocan, a menos que uno la tome y se la cuelgue de la mano para llevársela.

También hay otra manera de tomarla sin peligro, y es la siguiente: se cava una cerca alrededor hasta que la parte oculta de la raíz sea muy pequeña; entonces se la ata a un perro, y cuando este trata de seguir al que le ató, saca la raíz con facilidad, aunque el perro muere en el acto, como si fuera en lugar del hombre que quería llevarse la planta; después ya no hay por qué tener miedo de cogerla en la mano. Pero después de tanto trabajo para cogerla, no sirve nada más que por la virtud que posee, si se la lleva a una persona enferma, para expulsar lo que llamamos los demonios» (Josefo: Guerras de los judíos 7.6.3). ¡Qué diferencia tan incalculable había entre la palabra de poder de Jesús, y esas artes de hechicería que usaban los exorcistas judíos!

Podemos añadir otra ilustración sobre los exorcismos judíos. Se encuentra en el libro apócrifo o deuterocanónico de Tobías. El ángel le dijo a Tobías que se casara con Sara, la hija de Raquel, que era una joven muy hermosa y con una gran dote y una buena mujer; pero se había casado sucesivamente con siete hombres, que murieron todos la noche de bodas, porque había un demonio que estaba enamorado de Sara y que no dejaba que nadie se le acercara. Tobías tenía miedo, pero el ángel le dijo: «La noche que entres en la cámara nupcial, lleva cenizas aromáticas, y ponlas encima del corazón y el hígado del pez, y haz humo con todo; y el diablo huirá cuando lo huela, y ya no volverá más» (Tobías 6:16). Tobías lo hizo, y el demonio se desvaneció para siempre (Tobías 8:1-4).

Esas eran las cosas que hacían los exorcistas judíos; y, como suele pasar, eran simbólicas. La gente buscaba la liberación de los males y los dolores de la humanidad en la magia y en los encantamientos. Puede que hasta estas cosas, por la misericordia de Dios, produjeran alivio por algún tiempo; pero en Jesús vino la Palabra de Dios con su sereno poder para traerles a los seres humanos la liberación definitiva que buscaban ansiosa y hasta desesperadamente, y que hasta que llegó no habían podido encontrar nunca.

Una de las cosas más interesantes de este pasaje es el dicho de Jesús: Si es por el Espíritu de Dios como Yo expulso los demonios, entonces es que el Reino de Dios ha venido a vosotros. Es significativo que la señal de la venida del Reino no eran iglesias llenas ni grandes campañas de avivamiento, sino la derrota del dolor.

La neutralidad imposible

El que no está conmigo, está en contra de Mí; y el que no recoge conmigo, no hace más que esturrear.

La figura de recoger y esturrear (esparcir, desparramar) puede proceder de uno de dos trasfondos. De la cosecha: el que no colabora en la recogida de la cosecha está dispersando el grano de forma que no se pueda recuperar; o puede venir del pastoreo: el que no ayuda a mantener el rebaño a salvo llevándolo al redil lo está descarriando y exponiendo a los múltiples peligros que acechan en los descampados.

En esta sola frase impactante Jesús establece la imposibilidad de mantener la neutralidad. W. C. Allen escribe: En esta guerra contra las fortalezas de Satanás hay dos lados, con Jesús o en contra de Él, recogiendo con Él o desparramando con Satanás. Podemos usar una analogía muy sencilla. Podemos aplicar este dicho a la iglesia o a nosotros mismos. Si nuestra presencia no fortalece la Iglesia, entonces la debilita. No hay término medio. En todas las cosas tenemos que escoger un bando; decidir no escoger, aplazar la decisión, no son una salida; porque el rehusar ayudar a un bando es en realidad prestar apoyo al contrario.

Hay tres cosas que hacen que una persona busque esta imposible neutralidad.

(i) Está la simple inercia de la naturaleza humana. Es verdad que lo único que quieren muchos es que los dejen en paz. Se esconden automáticamente de todo lo que suponga un compromiso, y toda decisión lo es.

(ii) Está la simple cobardía de la naturaleza humana, muchos rechazan el camino de Cristo porque tienen miedo de asumir las demandas que el Cristianismo impone. Lo que básicamente los detiene es el temor a lo que digan los demás. La voz del prójimo les llega con más fuerza que la voz de Dios.

(iii) Está la simple flojera de la naturaleza humana. La mayor parte de las personas prefieren el camino trillado a la aventura, y más cuando se van haciendo mayores. La aventura siempre supone un desafío; Cristo nos presenta el desafío de la aventura con Él, y la respuesta que recibe muchas veces es que preferimos la comodidad de la inactividad egoísta.

El dicho de Jesús: El que no está conmigo, está en contra de Mí, nos presenta un problema, porque tanto Marcos como Lucas contienen un dicho que parece querer decir lo contrario: El que no está en contra de nosotros está con nosotros (Marcos 9:40); (Lucas 9:50). Pero no son tan contradictorios como parecen. Hay que fijarse que Jesús dijo el segundo cuando Sus discípulos llegaron diciéndole que habían visto a uno que expulsaba demonios en Su nombre, y se lo habían prohibido, porque no era de su compañía. Así que se ha hecho una sugerencia muy convincente. El que no está conmigo está en contra de Mí, es una prueba que debemos aplicarnos a nosotros mismos.

¿Estoy yo de veras en el lado de Jesús, o estoy tratando de vivir mi vida en un estado de neutralidad cobarde? El que no está en contra de nosotros está con nosotros, es una prueba que debemos aplicar a otros. ¿Soy yo dado a condenar a cualquiera que no participa de mi teología y culto y liturgia e ideario? ¿Estoy limitando el Reino de Dios a los que piensan como yo?

El dicho de este pasaje es una prueba que nos debemos aplicar a nosotros mismos; el de Marcos y Lucas es una prueba que podemos aplicar a los demás; porque debemos tratarnos a nosotros mismos con seriedad, y a los demás con tolerancia.

El pecado que excluye el perdón

Por eso es por lo que os digo que a las personas se les podrá perdonar todo pecado y toda blasfemia; pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no se perdonará. Si uno dice algo contra el Hijo del Hombre, se le podrá perdonar; pero al que diga algo contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero. O se supone que el árbol es bueno y su fruto es bueno, o se supone que el árbol está podrido y su fruto está podrido. Porque un árbol se conoce por sus frutos.

Es alucinante encontrar una referencia a un pecado imperdonable en los labios de Jesús el Salvador de la humanidad. Tanto es así que algunas personas han tratado de limar la agudeza del carácter definitivo del significado. Lo toman como un ejemplo de la manera gráfica oriental de hablar como, por ejemplo, cuando Jesús dijo que uno tiene que odiar padre y madre para ser de veras Su discípulo; y que no se ha de entender en todo su terrible sentido literal, sino simplemente en el sentido de que el pecado contra el Espíritu Santo es de suma gravedad.

Esa interpretación se apoya con las citas de algunos pasajes del Antiguo Testamento: Pero la persona que haga algo con soberbia, sea el natural o el extranjero, ultraja al Señor; esa persona será eliminada de en medio de su pueblo. Por cuanto tuvo en poco la palabra del Señor y menospreció Su mandamiento, esa persona será eliminada por completo y su pecado caerá sobre ella. (Números 1 S: 30s). Por tanto Yo he jurado a la casa de Elí que la iniquidad de su casa no será expiada jamás, ni con sacrificios ni con ofrendas» (1 Samuel 3:14). Esto fue revelado a mis oídos de parte del Señor de los ejércitos: Este pecado no os será perdonado hasta que muráis, dice el Señor Dios de los ejércitos (Isaías 22:14).

Se pretende que estos textos dicen exactamente lo mismo que Jesús dice aquí, y que están simplemente haciendo hincapié en la gravedad del pecado en cuestión. Sólo podemos decir que estos textos del Antiguo Testamento no tienen el mismo aire ni tampoco producen la misma impresión. Hay algo mucho más alarmante al oír lo que dice acerca del pecado que no tiene perdón el Que es la encarnación del amor de Dios.

Hay una parte de este dicho que es por demás alucinante. En la Reina-Valera se presenta a Jesús diciendo que el pecado contra el Hijo del Hombre es perdonable, mientras que el pecado contra el Espíritu Santo es imperdonable. Si tomamos esas palabras al pie de la letra no cabe duda que es un dicho difícil. Mateo ya ha dicho que Jesús es la piedra de toque de toda verdad: Si alguien se declara a mi favor delante de los hombres, yo también me declararé a favor de él delante de mi Padre que está en el cielo; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en el cielo. (Mateo 10:32); y es difícil comprender dónde está la diferencia entre los dos pecados. Pero bien puede ser que aquí no se comprendió lo que Jesús quería decir. Ya hemos visto que la frase hebrea un hijo de hombre quiere decir lo mismo que un hombre, y que los judíos usaban esta frase cuando se referían a cualquier persona. Cuando nosotros diríamos: Había un hombre…, los rabinos decían: Había un hijo de hombre… Puede ser que lo que dijera Jesús fuera: Si uno dice algo contra una persona, se le puede perdonar; pero si dice algo contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.»

Es completamente posible que malentendamos a un mero mensajero humano de Dios; pero no podemos malentender -excepto deliberadamente- lo que Dios nos dice por medio de Su propio Espíritu Santo. Un mensajero humano siempre está expuesto a la confusión; pero el Mensajero divino habla tan claramente que solo se Le puede malentender cuando no se Le quiere entender.

Esta interpretación hace este dicho más comprensible, si consideramos que la diferencia entre los dos pecados está en que uno es contra un mensajero humano de Dios, lo cual ya es bastante serio pero no imperdonable, y un pecado contra el Mensajero divino, que es totalmente intencionado y que, como veremos, puede llegar a ser imperdonable.

La conciencia perdida

Tratemos ahora de entender lo que quería decir Jesús con el pecado contra el Espíritu Santo. Tenemos que tener en cuenta que Jesús no estaba hablando del Espíritu Santo en el pleno sentido cristiano del término. Eso habría sido imposible, porque tenía que llegar Pentecostés para que el Espíritu Santo viniera sobre los creyentes en todo Su poder y luz y plenitud. Tenemos que interpretar este dicho a la luz de las concepción judía del Espíritu Santo.
Según la enseñanza judía, el Espíritu Santo tenía dos funciones supremas. La primera, el Espíritu Santo traía la verdad de Dios a las personas; la segunda, el Espíritu Santo capacitaba a las personas a reconocer y comprender esa verdad cuando les llegaba. Así que una persona, según los judíos, necesitaba al Espíritu Santo tanto para recibir como para reconocer la verdad de Dios. Podríamos decirlo de otra manera: El Espíritu de Dios le ha dado a la persona una facultad que le permite reconocer la bondad y la verdad cuando las ve.

Ahora debemos dar otro paso en nuestro intento de comprender lo que quería decir Jesús. Una persona puede perder una facultad si se niega a usarla. Esto es verdad en cualquier esfera de la vida. Es verdad físicamente: si se dejan de usar ciertos músculos, se atrofian. Es verdad intelectualmente: muchas personas llegaron a saber algo de latín o de trigonometría, por ejemplo, cuando iban al instituto; pero lo han olvidado casi completamente porque no lo han practicado. Es verdad de cualquier clase de percepción: uno puede perder el gusto por la música clásica si no escucha nada más que música barata; puede perder la capacidad de la lectura si no lee nada que valga la pena; puede perder la facultad de disfrutar de un placer limpio y sano si no cultiva nada más que los que ensucian y degradan.

Por tanto una persona puede perder la capacidad de reconocer la bondad y la verdad cuando las vea. Si mantiene cerrados los ojos y los oídos a las cosas de Dios; si no hace más que volverle la espalda a los mensajes que Dios le envía; si no ocupa la mente nada más que en sus propias ideas, negándoles la entrada a las que Dios quiere sugerirle… al final acabará por no poder reconocer la verdad y la belleza y la bondad de Dios cuando las vea. Llegará a un estado en que su propio mal le parecerá el bien, y el bien de Dios le parecerá el mal.

Este era el estado en que se encontraban aquellos escribas y fariseos. Habían permanecido ciegos y sordos tanto tiempo a la dirección y a las sugerencias del Espíritu de Dios, y se habían empecinado tanto y tanto tiempo en su propio camino que habían acabado por no reconocer la verdad y la bondad de Dios cuando las veían. Podían estar viendo la bondad de Dios en Persona, y llamarla la personificación del mal; podían estar viendo al Hijo de Dios, y llamarle aliado de Satanás.

El pecado contra el Espíritu Santo consiste en rechazar la voluntad de Dios tan insistentemente que se acaba por no reconocerla cuando se nos despliega a la luz del día.

¿Por qué ha de ser imperdonable ese pecado? ¿Qué lo distingue tan terriblemente de otros pecados? La respuesta es sencilla. Cuando se llega a ese estado, el arrepentimiento es imposible. Si una persona no puede reconocer la bondad cuando la ve, no la puede desear. Si no se reconoce el mal como mal, no se puede lamentar ni desear evitarlo. Y si no se puede, aunque sea con fracasos, amar el bien y aborrecer el mal, entonces uno no se puede arrepentir; y si no se puede arrepentir, no se le puede perdonar, porque el arrepentimiento es la única condición del perdón. Ahorraría muchas angustias el que la gente se diera cuenta de que una persona que no puede haber cometido el pecado contra el Espíritu Santo es la que tiene temor de haberlo cometido, porque el pecado contra el Espíritu Santo se puede describir como la pérdida de todo sentido del pecado.

A ese estado era al que habían llegado aquellos escribas y fariseos. Habían pasado tanto tiempo haciéndose los sordos y ciegos a Dios que habían perdido la facultad de reconocerle cuando se encontraban cara a cara con Él. No es que Dios los hubiera desterrado de los límites del perdón, sino que ellos mismos se habían excluido. Años de resistencia a Dios los habían vuelto así.

Aquí hay una advertencia terrible. Debemos tener en cuenta a Dios todos nuestros días para que no se nos atrofie la sensibilidad, ni ensordezca el oído espiritual. Es ley de vida que no oiremos nada más que lo que queramos oír, o nos hayamos capacitado para oír.

Se cuenta de un campesino que estaba en la oficina de un amigo, en medio de todo el ruido del tráfico y el tráfago de la ciudad, y le dijo de pronto: «¡Escucha!» « ¿Qué?», le preguntó el amigo de la ciudad. «¡Un grillo!», le contestó el campesino. Tenía los oídos habituados a los sonidos del campo que no podían percibir los de la ciudad. Por otra parte, el tintineo de una moneda al caer a la acera habría hecho que muchos pares de ojos localizaran el punto, y habría pasado inadvertido para el campesino, que tal vez no lo habría oído nunca antes.

Sólo el experto, el que se ha habituado a oírlo, puede reconocer el canto característico de cada ave en el concierto del bosque. Sólo el experto que ha entrenado el oído distingue los sonidos de los diferentes instrumentos de la orquesta hasta el punto de poder localizar el fallo de una nota solitaria que ha salido de los segundos violines.

Es ley de vida que oímos lo que nos hemos entrenado a oír; día a día debemos escuchar a Dios, para que día a día se nos haga Su voz, no cada vez más tenue, hasta que lleguemos a no poder percibirla, sino cada vez más clara, de forma que sea el sonido al que tengamos los oídos más sintonizados. Así que Jesús acaba con el desafío: Si he hecho una buena obra, debéis reconocer que soy un hombre bueno; si he hecho una mala obra, entonces podéis pensar que soy malo. No podéis saber cómo es un árbol nada más que por la calidad de sus frutos, ni el carácter de una persona si no es por sus obras. Pero, ¿y si uno se ha vuelto tan ciego para Dios que no puede reconocer la bondad cuando la ve?

Corazones y palabras

¡Raza de víboras! ¿Cómo vais a decir vosotros nada bueno siendo tan malos como sois? Porque es lo que rebosa el corazón lo que sale por la boca. Una buena persona saca cosas buenas del buen almacén; y una mala persona saca cosas malas de su mal almacén. Os aseguro que de todo lo inútil que haya dicho la gente tendrá que dar cuenta el Día del Juicio; porque por tus palabras se te exculpará, y por tus palabras se te inculpará.

No es extraño que Jesús eligiera hablar aquí de la tremenda responsabilidad de las palabras dichas. Los escribas y los fariseos acababan de decir las cosas más terribles. Habían puesto su mirada en el Hijo de Dios, y Le habían llamado aliado del diablo. Tales palabras habían sido realmente terribles. Así es que Jesús estableció dos leyes.

(i) Se puede ver cómo está el corazón por las cosas que dice.

Hace mucho tiempo ya dijo el dramaturgo griego Menandro: «El carácter de una persona se conoce por sus palabras.» Lo que hay en el corazón no puede salir a la superficie nada mas que a través de los labios; y una persona no puede producir a través de sus labios nada más que lo que tiene en el corazón. No hay nada que sea más revelador que las palabras. No nos hace falta hablar largamente con una persona para darnos cuenta de si tiene una mente limpia o sucia; no tenemos que escucharle mucho tiempo para descubrir si tiene una mente amable o cruel; no tenemos que oírle mucho a uno que se dedica a predicar o a enseñar o a dar conferencias para descubrir si tiene una mente clara o confusa. Estamos revelando constantemente lo que somos por lo que decimos.

(ii) Jesús estableció que una persona tendría que dar cuenta especialmente de sus palabras inútiles.

La palabra que se usa aquí para inútil es aergós; érgon es la palabra griega para obra; y el prefijo a quiere decir sin; aergós describe lo que no está destinado a producir ningún efecto. Se usa, por ejemplo, de un árbol estéril, de tierra en barbecho, del día de sábado en el que no se puede hacer ninguna obra, de una persona perezosa. Jesús estaba diciendo algo que es profundamente cierto. De hecho hay dos grandes verdades aquí.

(a) Son las cosas que uno dice sin darse cuenta, las palabras que se le escapan cuando no hay barreras convencionales, las que muestran de veras cómo es.

Como lo expresa Plummer: «Las palabras que se dicen cuidadosamente puede que sean una hipocresía calculada.» Cuando una persona está en guardia conscientemente, pondrá cuidado en lo que dice y en cómo lo dice; pero cuando no está en guardia, sus palabras revelan su carácter. Es totalmente posible que los pronunciamientos públicos de una persona sean correctos y nobles, y que su conversación privada sea áspera y desabrida. En público se escoge cuidadosamente lo que se dice; en privado se despiden los centinelas y cualquier palabra sale por el puesto de guardia de los labios. Así sucede con la ira: puede que uno diga cuando está enfadado lo que piensa de veras y ha querido decir muchas veces, pero se lo ha impedido el frío control de la prudencia. Muchas personas son un modelo de encanto y de cortesía en público, cuando saben que los están observando y son especialmente cuidadosos con sus palabras; mientras que en su propia casa son un ejemplo terrible de irritabilidad, sarcasmo, mal genio, crítica y quejiconería porque no hay nadie que lo vea u oiga. Es humillante -y alertante- el recordar que las palabras que muestran lo que somos son las que se nos escapan cuando tenemos la guardia baja.

(b) A menudo son esas las palabras que hacen más daño. Puede que se diga cuando se está descontrolado lo que no se diría nunca cuando se está controlado. Puede que diga después que no era aquello lo que quería decir; pero eso no le libera de la responsabilidad de haberlo dicho; y el hecho de haberlo dicho deja a menudo una herida que no se cura con nada, y levanta una barrera que ya no se puede eliminar.

Puede que uno diga cuando está relajado algo ofensivo y cuestionable que no diría nunca en público -y eso es precisamente lo que se alberga inolvidablemente en la memoria de alguien. Pitágoras, el gran filósofo griego, decía: «Antes lanza una piedra al azar, que una palabra.» Una vez que se ha dejado escapar una palabra ofensiva o sucia, nada la hará volver atrás; y seguirá una trayectoria de daño por dondequiera que vaya.

Que cada uno se examine a sí mismo. Que examine sus palabras para descubrir el estado de su corazón. Y que tenga presente que Dios no le juzgará por las palabras que diga cuidadosa e intencionadamente, sino por las que se le escapen cuando no haya restricciones convencionales y suban borbollando a la superficie los verdaderos sentimientos del corazón.

Algunas veces a una persona se le escapa una observación que no se puede interpretar sino como el producto de una amarga experiencia. Una vez, cuando Jesús estaba enumerando las cosas que una persona tendría que arrostrar por seguirle a Él, dijo: Los enemigos de una persona serán los de su propia familia (Mateo 10:36). Su propia familia había llegado a la conclusión de que Jesús había perdido el juicio, y de que ya era hora de que se Le llevaran a casa. Veamos si podemos entender lo que les hizo pensarlo.

(i) Jesús Se había marchado de casa y del taller de carpintero de Nazaret.

Parece ser que era un trabajo seguro, en el que por lo menos Él podía ganase la vida. Y de pronto lo tiró todo por la borda y salió como predicador ambulante. Ningún hombre sensato, tienen que haber pensado, abandonaría un negocio en el que entraba regularmente todas las semanas un sueldo seguro, para convertirse en un vagabundo que no tuviera ni dónde reclinar la cabeza.

(ii) Jesús iba camino de llegar a una colisión frontal con los líderes ortodoxos de Su tiempo.

Hay ciertas personas que le pueden perjudicar mucho a un hombre; personas con las que conviene llevarse bien, cuya posición puede ser muy peligrosa. Ninguna persona sensata, deben de haber estado pensando, se enfrentaría con los estamentos superiores. Nadie se podía enfrentar con los escribas y los fariseos y los líderes ortodoxos, y tener esperanzas de salirse con la suya.

(iii) Jesús había iniciado hacía poco una pequeña sociedad particular-y, por cierto, muy particular.

Había en ella algunos pescadores; un cobrador de impuestos convertido, y un nacionalista fanático. No eran la clase de personas con las que ningún hombre ambicioso querría relacionarse especialmente. Desde luego que no eran la clase de personas que podrían ser de utilidad para uno que empezara una carrera. Ningún hombre sensato, deben de haber estado pensando, escogería una pandilla de amigos así. Desde luego, no eran la clase de gente con la que se querría mezclar un hombre prudente.

Con Sus acciones, Jesús había dejado bien claro que las tres leyes por las que los hombres tienden a organizar sus vidas no tenían ninguna importancia para Él.

(i) Había tirado por la borda la seguridad. La única cosa que la mayor parte de la gente quiere más que ninguna otra es esa precisamente.

Por encima de todo se quiere un trabajo y una posición seguros, y en los que haya los menos riesgos materiales y económicos posibles.

(ii) Había tirado por la borda el mantenerse a salvo.

La mayor parte de la gente tiende siempre a estar a salvo. Les preocupa más esto en cualquier empresa que su calidad moral, su legalidad o su ilegalidad. Un curso de acción que implica riesgo es algo de lo que se desmarca uno instintivamente.

(iii) Se había mostrado totalmente indiferente al veredicto de la sociedad.

Había dado muestras de no importarle lo más mínimo lo que se dijera de Él. De hecho, como decía H. G. Wells, para la mayor parte de la gente «la voz de sus vecinos suena más alto que la voz de Dios.» «¿Qué dirá la gente?» es una de las primeras preguntas que la mayor parte de nosotros tenemos costumbre de preguntar.
Lo que más horrorizaba a los familiares de Jesús eran los riesgos que estaba asumiendo; riesgos que, pensaban ellos, ninguna persona sensata asumiría.

Cuando Juan Bunyan estaba en la cárcel, tenía muchos temores. Mi encarcelamiento, pensaba, po­dría acabar en el patíbulo por lo que yo puedo ver. No le gustaba pensar que le ahorcaran. Pero llegó un día cuando se avergonzó de haber tenido miedo. Pensé que me avergonzaría morir por una causa como esta con el rostro demacrado y las rodillas temblorosas. Así es que llegó a la conclusión, viéndose subir la escalera del patíbulo: Por tanto, pensé, estoy decidido a seguir adelante y a arriesgar el todo por el todo con Cristo, tenga aquí consuelo o no; si Dios no interviene, pensé, pegaré un salto a ojos cerrados de la escalera a la eternidad, me hunda o nade, sea al Cielo o al infierno; Señor Jesús, si me quieres recoger, recógeme; si no, yo me lo juego todo por Tu nombre. Eso era precisamente lo que Jesús estaba decidido a hacer. Yo me lo juego todo por Tu nombre. Esa era la esencia de la vida de Jesús, y esa -ni a salvo ni estar seguro- debería ser el lema del cristiano y el manantial de la vida cristiana.

Los representantes oficiales del Sanedrín nunca pusieron en duda el poder de Jesús para echar demonios. No tenían por qué; porque el exorcismo era entonces un fenómeno corriente, como lo es todavía en Oriente. Lo que sí dijeron fue que el poder de Jesús era debido al hecho de que estaba en coalición con el rey de los demonios; que, como dice un comentador: «Era de acuerdo con el gran demonio como Jesús echaba a los demonios pequeños.» La gente ha creído siempre en la «magia negra», y eso era lo que pretendían que Jesús practicaba.

Jesús no tuvo dificultad en desbaratar ese argumento. La esencia del exorcismo consiste en que el exorcista invoca la ayuda de un poder superior para echar a los demonios inferiores. La derrota de los demonios no mostraba que Jesús estuviera aliado con Satanás, sino que las defensas de Satanás se habían resquebrajado. Se había presentado un Nombre superior y más poderoso. La conquista de Satanás había empezado.

Dos cosas surgen de aquí.

(i) Jesús reconoce que la vida es un conflicto entre el poder del mal y el poder de Dios.
No perdió el tiempo con especulaciones acerca de problemas cuya solución no podemos alcanzar los seres humanos. No se detuvo a discutir de dónde viene el mal; pero sí lo combatió de la manera más efectiva. Una de las cosas más curiosas es que pasamos mucho tiempo discutiendo el origen del mal, pero dedicamos muy poco tiempo a poner en práctica métodos para resolverlo. Alguien lo ha expresado de la siguiente manera: Supongamos que uno se despierta, y se encuentra con que en su casa se ha producido un incendio. No se sienta en una silla y se pone a leer un libro sobre «El origen de los fuegos en las casas particulares,» sino echa mano de los medios a su alcance, y se pone a combatir el fuego. Jesús vio el conflicto esencial entre el bien y el mal que está en el centro de la vida y cebándose en el mundo. No se puso a especular acerca del mal; se enfrentó con él, y dio a otros el poder para vencer el mal y obrar el bien.

(ii) Jesús consideraba la derrota de la enfermedad como parte de la conquista del reino de Satanás.

Esto es una parte esencial del pensamiento de Jesús. Él deseaba, y podía, salvar los cuerpos de las personas lo mismo que sus almas. El médico y el hombre de ciencia que se enfrentan con el desafío de la enfermedad están colaborando en la derrota de Satanás tanto como el predicador del Evangelio. El médico y el pastor no están luchando en frentes diferentes, sino en el mismo. No son rivales, sino colaboradores en la guerra de Dios contra el poder del mal.

Esto que os digo es la pura verdad: Todos los pecados se les podrán perdonar a los seres humanos; quiero decir, todas las blasfemias que digan; pero al que insulte al Espíritu Santo no se le perdonará nunca, porque habrá cometido el pecado que ni siquiera la eternidad puede borrar.

Esto lo dijo Jesús porque habían dicho que Él tenía un espíritu inmundo. Si hemos de entender lo que quiere decir esta terrible palabra debemos primero entender las circunstancias en que se dijo. Lo dijo Jesús cuando los escribas y los fariseos declararon que las curas que Él obraba, no las realizaba por el poder de Dios, sino por el del diablo. Aquellos hombres habían contemplado el amor de Dios encarnado, y creían que era el poder encarnado de Satanás.

Debemos empezar por reconocer que Jesús no se referiría al Espíritu Santo con todo el sentido de la doctrina cristiana. El Espíritu no vino al mundo en toda Su plenitud hasta que Jesús volvió a la gloria. Fue en Pentecostés cuando los creyentes tuvieron la experiencia suprema del Espíritu Santo.

Jesús hizo referencia al Espíritu Santo en un sentido que Sus oyentes podían entender.

Si una persona se niega a ejercitar alguna facultad dada por Dios, acabará por perderla. Si vive en la oscuridad suficiente tiempo, acabará por perder la capacidad de ver. Si permanece en la cama demasiado tiempo, perderá la capacidad de andar. Si se resiste a hacer ningún estudio serio, perderá la capacidad de estudiar. Y si una persona rechaza la dirección del Espíritu de Dios insistentemente, acabará por incapacitarse para reconocer la verdad cuando la vea. El mal se convertirá para él en bien, y el bien en mal. Podrá contemplar la bondad de Dios y llamarla la obra de Satanás.

¿Por qué no tiene perdón ese pecado? H. B. Swete dice: El identificar la fuente del bien con la representación del mal implica una ruina moral para la que la misma Encarnación no ofrece remedio. A. J. Rawlinson lo llama «la maldad esencial;» como si aquí tuviéramos la quintaesencia de todo mal. Bengel dice que todos los otros pecados son humanos, pero este es satánico. ¿Por qué es así?

Consideremos el efecto que hace Jesús en una persona. La primera impresión es hacerle ver su propia indignidad esencial en comparación con la belleza y la amabilidad de la vida de Jesús. «¡Apártate de mí -dijo Pedro-, porque soy un pecador!» (Lucas 5:8). Cuando Tockichi Ishii leyó por primera vez el Evangelio, dijo: «Me paré. Estaba como si me hubieran atravesado el corazón con un puñal de una cuarta. ¿Le puedo llamar a eso el amor de Cristo? ¿O Su compasión? No sé cómo llamarlo; sólo sé que yo creí, y que la dureza de mi corazón desapareció.» Su primera reacción fue como sentirse apuñalado. El resultado de ese sentimiento y el resultado de ese corazón apuñalado es un arrepentimiento profundo y sincero, y el arrepentimiento es la única condición para el perdón.

Pero, si una persona ha llegado a un estado en el que, por haberse negado repetidas veces a prestar atención a las advertencias del Espíritu Santo, no puede ver nada atractivo en Jesús, entonces el contemplar a Jesús no le producirá ningún sentimiento de pecado; como no tiene sentimiento de pecado, no puede arrepentirse; y como no puede arrepentirse no puede recibir el perdón.

Una de las leyendas de Lucifer nos cuenta que un día un sacerdote vio en su congregación a un joven maravillosamente atractivo. Después de la misa, el joven se quedó para confesarse. Confesó tantos y tan terribles pecados que al sacerdote se le ponían los pelos de punta. «Tienes que haber vivido mucho tiempo para hacer todo eso -le dijo el sacerdote.» «Mi nombre es Lucifer-le contestó el joven-; y yo caí del Cielo al principio del tiempo.» «Pues, a pesar de todo -le dijo el sacerdotes di que lo sientes, di que te arrepientes, y aun tú mismo serás perdonado.» El joven se quedó mirando al sacerdote un momento, y después se dio la vuelta y se marchó. No podía ni quería decirlo, y por tanto tenía que marcharse desolado y condenado.

Sólo hay una condición para recibir el perdón, y es el, arrepentimiento. Siempre que una persona vea lo preciosa que es la vida de Cristo; siempre que odie su pecado, aunque no lo pueda dejar, aunque esté en el polvo y en el cieno, se le puede perdonar. Pero si una persona, por rechazar repetidamente la dirección de Dios, ha perdido la capacidad de reconocer la bondad cuando la ve; si tiene los valores morales tan invertidos que llama bien al mal y mal al bien, entonces, aun cuando se encuentre cara a cara con Cristo, no tendrá ninguna conciencia de pecado; no se podrá arrepentir, y por tanto no se le podrá perdonar nunca. Ese es el pecado contra el Espíritu Santo.

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