Ministerio basado en principios bíblicos para servir con espíritu de excelencia, integridad y compasión en nuestra comunidad, nuestra nación y nuestro mundo.

Logo

El amor de Dios para el mundo

Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. “El que cree en el Hijo de Dios, no está condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado por no creer en el Hijo único de Dios. Los que no creen, ya han sido condenados, pues, como hacían cosas malas, cuando la luz vino al mundo prefirieron la oscuridad a la luz. Todos los que hacen lo malo odian la luz, y no se acercan a ella para que no se descubra lo que están haciendo. Pero los que viven de acuerdo con la verdad, se acercan a la luz para que se vea que todo lo hacen de acuerdo con la voluntad de Dios.” Juan 3:16-21

El amor de Dios

Porque Dios amó al mundo hasta tal punto que dio a Su Hijo único para que todos los que crean en Él no se pierdan, sino tengan la vida eterna.

Todos los grandes hombres han tenido un versículo preferido; pero éste se ha llamado «el versículo de todo el mundo». Para todo corazón humilde, aquí está la quintaesencia del Evangelio. Este versículo contiene varias grandes verdades.

(i) Nos dice que la iniciativa de la Salvación pertenece a Dios. Algunas veces se presenta el Evangelio como si se hubiera tenido que pacificar a Dios y persuadirle para que perdonara. A veces se presenta a Dios como inflexible y justiciero, y a Jesús manso, amoroso y perdonador. A veces se predica el Evangelio como si Jesús hubiera hecho algo para que se alterara la actitud de Dios hacia la humanidad, para que Se viera obligado a cambiar la sentencia condenatoria por la del perdón. Pero este versículo nos dice que todo empezó en Dios. Fue Dios el Que envió a Su Hijo porque amaba hasta tal punto a la humanidad entera. No habría Evangelio ni Salvación si no fuera por el Amor de Dios.

(ii) Nos dice que el manantial de la vida de Dios es el Amor. Se podría predicar una religión en la que Dios contemplara a la humanidad sumida en la ignorancia, la indigencia y la maldad, y dijera: «¡Voy a domarlos: los disciplinaré y castigaré a ver si aprenden!» O se podría pensar que Dios está buscando la sumisión de la humanidad para satisfacer Su deseo de poder y para tener un universo completamente sometido. Pero lo tremendo de este versículo es que nos presenta a Dios actuando, no en provecho propio, sino nuestro; no para satisfacer Su deseo de poder ni para avasallar al universo, sino movido por Su amor.
Dios no es un monarca absolutista que tratara a las personas solamente como súbditos obligados a la más absoluta obediencia, sino un Padre que no puede ser feliz hasta que Sus hijos desagradecidos y rebeldes vuelvan al hogar. Dios no azota a la humanidad para que se Le someta, sino la anhela y soporta para ganar su amor.

(iii) Nos habla de la amplitud del amor de Dios. Dios amó y ama al mundo. No sólo a una nación, ni a los buenos, ni a los que Le aman a Él, sino al mundo entero: Los inamables, los que no tienen nadie que los ame, los que aman a Dios y los que ni se acuerdan de El, los que descansan en el amor de Dios y los que lo desprecian… Todos están incluidos en el amor universal de Dios. Como dijo Agustín de Hipona, «Dios nos ama a cada uno de nosotros como si no hubiera más que uno a quien amar. Y así, a todos.»

El amor y el juicio

Porque Dios no envió a Su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que fuera el medio de su salvación. El que cree en el Hijo no se condena, pero el que no cree sigue en la condenación. La razón de esta condenación es que la Luz ha venido al mundo, y la gente prefirió la oscuridad ala Luz porque sus obras eran malas. Todos los que hacen cosas condenables aborrecen la Luz, y no vienen a ella porque sus obras están sentenciadas. Pero los que ponen la verdad en acción vienen a la Luz para que todos puedan ver sus obras, porque las hacen de acuerdo con Dios.

Aquí nos enfrentamos con una de las aparentes paradojas del Cuarto Evangelio, la del amor y el juicio: Acabamos de meditar sobre el Amor de Dios, y ahora, de pronto, nos encontramos frente a la idea del juicio y la condenación. Juan acaba de decir que fue porque Dios amaba al mundo de tal manera por lo que mandó a Su Hijo al mundo. Más adelante nos presentará a Jesús diciendo: «Para juicio he venido Yo a este mundo» (Juan 9:39). ¿Cómo es posible que sean verdad las dos cosas?

Es totalmente posible ofrecerle a una persona una experiencia nada más que por amor, y que esa experiencia provoque su juicio. Es totalmente posible ofrecerle a una persona una experiencia que no se pretende que produzca nada más que alegría y bendición, y sin embargo se convierta en un juicio. Supongamos que amamos la buena música y nos sentimos más cerca de Dios en medio de la marea estruendosa de una gran sinfonía que en ninguna otra situación. Y supongamos que tenemos un amigo que no sabe nada de tal música y queremos introducirle en esta gran experiencia, compartirla con él, y ponerle en contacto con la belleza invisible de la que nosotros disfrutamos tanto. No tenemos otra intención que la de darle a nuestro amigo la felicidad de una gran experiencia. Le llevamos a un concierto; y a poco de empezar le vemos inquieto, paseando la mirada por toda la sala, obviamente aburrido. Ese amigo se ha dictado su propia sentencia de no tener cabida en el alma para la buena música. La experiencia diseñada para producirle una nueva felicidad se ha convertido en algo que no es sino un juicio.

Esto nos sucede siempre cuando nos vemos confrontados por la grandeza. Puede que se trate de contemplar una gran obra de arte pictórico, o de escuchar a un gran orador, o de leer un gran libro. Nuestra reacción es nuestro juicio. Si no apreciamos la auténtica belleza ni sentimos emoción estética es que somos insensibles a esa forma de arte.

Cierto turista estaba visitando un gran museo en el que abundaban las obras maestras de un valor incalculable, de belleza intemporal y de indiscutible genio. Al final del recorrido, dijo al guía: «¿Sabe lo que le digo? Que no me parecen gran cosa sus viejas pinturas.» A lo que contestó reposadamente el guía: «Caballero, le recuerdo que estas obras no están en tela de juicio; pero los que las contemplan, sí.»
Todo lo que había mostrado la reacción de aquella persona era su propia lamentable ceguera. Su juicio despectivo se había vuelto contra sí misma. Y eso es lo que nos pasa en relación con Jesús. Si ante Su presencia el alma responde a Su maravilla y belleza, se está en el camino de la salvación. Si ante Su figura no vemos nada amable, estamos condenados. Nuestra reacción nos ha salvado o nos ha condenado. Dios envió a Jesús por amor. Le envió para nuestra salvación, pero lo que se hizo por amor ha resultado para condenación. No es Dios el Que condena; Dios solamente ama; es cada uno el que se condena a sí mismo.

El que reacciona hostilmente ante Jesús es que prefiere la oscuridad a la Luz. Lo terrible de las personas que son buenas de veras es que siempre producen un cierto elemento inconsciente de condenación. Esto sucede porque, cuando nos comparamos con ellas, nos vemos tal como somos en realidad. Alcibíades era un genio malogrado, un compañero de Sócrates, al que decía a veces: «¡Sócrates, te odio porque siempre que te encuentro me haces verme como soy en realidad!» El que está metido en negocios turbios no quiere que se le dirija el reflector; pero el que lleva las cosas claras no le tiene ningún miedo a la Luz.

Una vez le vino un arquitecto a Platón a ofrecérsele para hacerle una casa cuyas habitaciones no se pudieran ver desde ningún sitio.

Platón le dijo: «Te daré el doble si me haces una casa cuyas habitaciones se puedan ver desde todas partes.»
Es sólo el malhechor el que no se quiere ver a sí mismo ni que nadie le vea. Una persona así es inevitable que aborrezca a Jesucristo, Que le hará verse tal como es, que es lo último que quiere ver. Prefiere sentirse arropado por la oscuridad antes que descubierto por la Luz.
Por su reacción ante Jesucristo, una persona se revela y su alma queda al descubierto. Si Le recibe con amor y con anhelo de mejorar, hay esperanza; pero si no ve nada atractivo en Jesús, se condena a sí misma. El Que le fue enviado por amor Se le ha convertido en un juicio.

Deja el primer comentario

Otras Publicaciones que te pueden interesar