Un día vi un viejo lobo en la boca de una cueva excavada en la montaña. El pobre animal, apenas podía moverse. Me pregunté entonces: ¿Cómo haría el viejo lobo para sobrevivir si no podía salir a buscar alimento? Y me quedé largo rato mirándolo. Pasado un rato, vi aparecer entre los matorrales a un león que traía un cabrito muerto entre sus fauces, lo depositó junto al lobo, y se marchó en silencio, tal como había llegado.
Entonces me admiré de la sabiduría de Dios, que había puesto a ese león en el camino del lobo herido para que día a día lo alimentase.
Y decidí yo también abandonarme a la misericordia de Dios. Me recosté entonces en la boca de una cueva, confiado en la providencia divina que no tardaría en acercarme alimento.
Pero pasaron los días, y nada ocurría. ¡Paciencia! –me dije– ¡Que se haga, Señor tu voluntad!
Días después, ya casi desfallecía de hambre, cuando escuché la voz de Dios que me decía:
— ¡Insensato! ¿Qué haces ahí tirado esperando que alguien venga a alimentarte? ¡Tú eres un león, no un lobo viejo!