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Heredero al trono

Erase una vez que un reino europeo estaba regido por un rey muy cristiano, y con fama de santidad, que no tení­a hijos. El monarca envió a sus heraldos a colocar un anuncio en todos los pueblos y aldeas de sus dominios. Este decí­a que cualquier joven que reuniera los requisitos exigidos, para aspirar a ser posible sucesor al trono, deberí­a solicitar una entrevista con el rey.

A todo candidato se le exigí­an dos caracterí­sticas: Primero, Amar a Dios y segundo Amar a su prójimo.

En una aldea muy lejana, un joven leyó el anuncio real y reflexionó que él cumplí­a los requisitos, pues amaba a Dios y, así­ mismo, a sus vecinos. Una sola cosa le impedí­a ir, pues era tan pobre que no contaba con vestimentas dignas para presentarse ante el santo monarca. Carecí­a también de los fondos necesarios a fin de adquirir las provisiones necesarias para tan largo viaje hasta el castillo real.

Su pobreza no serí­a un impedimento para conocer a tan afamado rey. Trabajó dí­a y noche, ahorró al máximo sus gastos y cuando tuvo una cantidad suficiente para el viaje, vendió sus escasas pertenencias, compró ropas finas, algunas joyas y emprendió el viaje, luego de haber enviado una misiva al rey solicitando una entrevista para dentro de una semana.

Siete dí­as después, habiendo agotado casi todo su dinero y estando a las puertas de la ciudad se acercó a un pobre mendigo a la vera del camino. Aquel pobre hombre tiritaba de frí­o y estaba cubierto sólo por harapos. Sus brazos extendidos rogaban auxilio. Imploró con una débil y ronca voz:

— Estoy hambriento y tengo frí­o, por favor, ayúdeme.

El joven quedó tan conmovido por las necesidades del mendigo, que de inmediato se deshizo de sus ropas nuevas y abrigadas y se puso los harapos del mendigo. Sin pensarlo dos veces le dio también parte de las provisiones que llevaba.

Cruzando los umbrales de la ciudad, una mujer con dos niños tan sucios como ella, le suplicó:

— ¡Mis niños tienen hambre y yo no tengo trabajo!

Sin pensarlo dos veces, nuestro amigo se sacó el anillo del dedo y la cadena de oro de cuello y junto con el resto de las provisiones se los entregó a la pobre mujer. Entonces, en forma titubeante, continuó su viaje al castillo vestido con harapos y carente de provisiones para regresar a su aldea.

A su llegada al castillo, un asistente del rey le mostró el camino a un grande y lujoso salón. Después de una breve pausa, por fin fue admitido a la sala del trono.

El joven inclinó la mirada ante el monarca. Cuál no serí­a su sorpresa cuando alzó los ojos y se encontró con los del rey. Atónito y con la boca abierta dijo:

— ¡Usted … usted! ¡Usted es el mendigo que estaba a la vera del camino!

En ese instante entró una criada con dos niños trayéndole agua al cansado viajero, para que se lavara, y saciara su sed. Su sorpresa fue también mayúscula:

— ¡Ustedes también! ¡Ustedes estaban en la puerta de la ciudad!

— Sí­ — replicó el soberano con un guiño— yo era ese mendigo, y mi esposa y mis dos sobrinos también estuvieron allí­.

— Pero … pe … pero … ¡usted es el rey! ¿Por qué hizo eso? Tartamudeó tragando saliva, después de ganar un poco de confianza.

— Porque necesitaba descubrir si tus intenciones eran auténticas. ¡Tú serás mi heredero! — sentenció el rey— ¡Tú heredarás mi reino!

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