Ministerio basado en principios bíblicos para servir con espíritu de excelencia, integridad y compasión en nuestra comunidad, nuestra nación y nuestro mundo.

Logo

Jesús enseña sobre el divorcio

También se dijo: ‹Cualquiera que se divorcia de su esposa, debe darle un certificado de divorcio.› Pero yo les digo que si un hombre se divorcia de su esposa, a no ser en el caso de una unión ilegal, la pone en peligro de cometer adulterio. Y el que se casa con una divorciada, comete adulterio. El que se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si la mujer deja a su esposo y se casa con otro, también comete adulterio. Mateo 5:31-32; 19:9; Marcos 10:11-12; Lucas 16:18

Cuando Jesús estableció esta ley para el matrimonio, lo hizo en el trasfondo de una situación determinada. No había habido ninguna época de la historia antigua en la que el vínculo matrimonial hubiera estado en mayor peligro de destrucción que en los días en que llegó al mundo el Cristianismo. En aquel tiempo el mundo estaba en peligro de ser testigo de la casi total desaparición del matrimonio y del colapso del hogar.

El Cristianismo tuvo históricamente un doble trasfondo. Tenía el trasfondo del mundo judío, y el del mundo grecorromano. Consideremos la enseñanza de Jesús sobre el fondo de esas dos culturas. En teoría, no ha habido nación que tuviera un concepto más elevado del matrimonio que la nación hebrea. El matrimonio era un deber sagrado que había de asumir todo varón. Podía diferirlo o abstenerse de él solamente por una razón: para dedicarle todo su tiempo al estudio de la Ley. Si uno se negaba a casarse y engendrar hijos se decía que había quebrantado el mandamiento positivo de dar fruto y multiplicarse, y que «había reducido la imagen de Dios en el mundo» y «matado su posteridad.»

En principio, los judíos aborrecían el divorcio. La voz de Dios había dicho: «Yo aborrezco el divorcio» (Malaquías 2:16). Los rabinos tenían dichos preciosos. «Encontramos que Dios es longánimo con todos los pecados excepto con el de la falta de castidad.» «La falta de castidad hace partir a la gloria de Dios.» «Cualquier judío debe dar la vida antes que cometer idolatría, asesinato o adulterio.» «El mismo altar derrama lágrimas cuando un hombre se divorcia de la esposa de su juventud.» Lo trágico era que la práctica se quedaba muy rezagada del ideal. Había algo que viciaba toda la relación matrimonial: una mujer era, a los ojos de la ley, una cosa. Estaba totalmente a disposición de su padre o de su marido. Virtualmente no tenía ningún derecho legal. No podía, en ningún caso, divorciarse de su marido por ningún motivo, mientras que el marido podía divorciarse de ella por cualquier razón. «Uno puede divorciarse de una mujer decía la ley rabínica- contando o no con la voluntad de ella; basta con la voluntad de él.»

El asunto se complicaba por el hecho de que la ley judía del divorcio se formulaba muy sencillamente, pero su significado era discutible. Se formulaba en Deuteronomio 24:1: «Cuando alguien toma una mujer y se casa con ella, si no le agrada por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, se la entregará en la mano y la despedirá de su casa.» Este proceso de divorcio era extremadamente sencillo. El documento de divorcio decía sencillamente: Sea esto por mi parte tu escritura de divorcio y carta de despedida y acta de liberación, para que te puedas casar con quien quieras.

Todo lo que tenía que hacer el marido era entregar ese papel a su mujer en presencia de dos testigos, y quedaba divorciada. Está claro que el punto álgido del asunto estaba en la interpretación de la frase alguna cosa indecente. En todos los asuntos de ley judía había dos escuelas. Estaba la escuela de Sammay, que era la más estricta, severa y austera; y estaba la escuela de Hil.lel, que era la escuela liberal, amplia y generosa. Sammay y su escuela definían alguna cosa indecente como falta de castidad y nada más. «Aunque una esposa sea tan zascandil como la mujer de Acab -decían-; que si no es por adulterio no se la puede divorciar.» Para la escuela de Sammay no había más base legal para el divorcio que el adulterio y la inmoralidad sexual. Por otra parte, la escuela de Hil.lel definía alguna cosa indecente de la manera más general. Decían que quería decir que un hombre se podía divorciar de su esposa si le estropeaba la comida poniendo demasiada sal, o si aparecía en público con la cabeza descubierta, si hablaba con hombres en la calle, si era alborotadora, si hablaba sin el debido respeto de los padres de su marido en su presencia, si era metijona o pendenciera.

El famoso rabí Aqibá dijo que la frase quería decir si no le resulta agradable, y que eso le daba derecho a un marido a divorciarse de su mujer si encontraba otra que le parecía más atractiva.

Siendo como es la naturaleza humana, es fácil suponer cuál de las dos escuelas llegó a tener más influencia. En el tiempo de Jesucristo el divorcio se había ido haciendo cada vez más fácil hasta tal punto que las jóvenes no se querían casar, porque el matrimonio era inseguro. Cuando Jesús dijo esto no estaba hablando como idealista teórico, sino como reformador social práctico. Trataba de sanar una situación en la que la estructura de la vida familiar se estaba colapsando, y en la que la moralidad nacional se iba haciendo cada vez más laxa.

El vínculo que no se debe romper

Hemos visto cómo estaba el matrimonio en Palestina en el tiempo de Jesús; pero no pasaría mucho tiempo antes de que el Cristianismo saliera de Palestina, y es necesario que veamos cómo estaba el matrimonio en el mundo más amplio al que llegarían las enseñanzas del Cristianismo. En primer lugar, vamos a ver cómo estaba el matrimonio entre los griegos.

Dos cosa viciaban la situación del matrimonio en el mundo griego. El gran investigador clásico A. W. Verrall decía que una de las principales enfermedades de las que murió la civilización antigua era el bajo concepto de las mujeres. Lo primero que arruinó la situación del matrimonio entre los griegos fue el hecho de que las relaciones extramatrimoniales no tenían ningún estigma, y hasta eran algo esperado y aceptado. A tales relaciones no se les daba la menor importancia; eran parte de la rutina de la vida. Demóstenes estableció como práctica reconocida y aceptada: «Tenemos prostitutas para el placer; concubinas, para la cohabitación diaria, y esposas, para tener hijos legítimos y una fiel guardiana de los asuntos del hogar.» Posteriormente, cuando las ideas griegas se habían introducido y habían arruinado la moralidad romana, Cicerón, en su En defensa de Cecilio, dice «Si hay alguien que piense que hay que negarles a los jóvenes el amor de las prostitutas, sería extremadamente severo. No puedo negar el principio en que se apoya; pero estaría en desacuerdo, no sólo con la permisividad de su propia edad, sino también con las costumbres y con la licencia de nuestros antepasados. ¿Cuándo no se ha hecho así? ¿Cuándo se ha considerado que era reprobable? ¿Cuándo se negó la licencia? ¿Cuándo no ha sido legal lo que lo es ahora?» El punto de vista de Cicerón, como había sido el de Demóstenes, era que las relaciones extramatrimoniales eran perfectamente normales y aceptables.

El punto de vista griego del matrimonio era una tremenda paradoja. La decencia griega exigía que la mujer respetable viviera en tal estado de aislamiento que ni siquiera podía ir por la calle sola, y que no tomaba sus comidas en las mismas habitaciones que los hombres. No tomaba la menor parte en la vida social. Los griegos les exigían a sus mujeres la más absoluta pureza moral, mientras que para ellos reclamaban la licencia moral más absoluta. Para decirlo claro: los griegos se casaban para que la mujer se hiciera cargo de la seguridad doméstica, pero se buscaban el placer en otra parte. Hasta Sócrates decía: «¿Hay alguien a quien le confías cuestiones más serias que a tu mujer, y alguien con quien hables menos?» A Vero, el colega de Marco Aurelio en el poder imperial, le echaba en cara su mujer el asociarse con otras mujeres. Su respuesta era que tenía que tener presente que el nombre de esposa era un título de dignidad, no de placer. Así pues, en Grecia surgió una situación extraordinaria. El templo de Afrodita de Corinto tenía un millar de sacerdotisas, que eran en realidad prostitutas religiosas. Bajaban a las calles de Corinto por las tardes para llevar a cabo su misión, lo que dio origen a un dicho: «No todo el mundo se puede permitir un viaje a Corinto.» Esta sorprendente alianza de la religión con la prostitución se puede ver en situaciones tan increíbles como que Solón fuera el primero en permitir la entrada de prostitutas en Atenas y la construcción de burdeles, con el producto de los cuales se le construyó un templo nuevo a Afrodita, la diosa del amor.

A los griegos no les parecía mal construir un templo con las rentas de la prostitución. Pero, totalmente aparte de la práctica de la prostitución corriente, surgió en Grecia una clase sorprendente de mujeres llamadas las hetaira¡. Eran las queridas de hombres famosos; eran las mujeres más cultas y mejor situadas en la sociedad de su tiempo; sus hogares no eran nada menos que salones, y muchos de sus nombres pasaron a la historia compartiendo la fama con la de los hombres con los que estuvieron asociadas. Thais fue la hetaira de Alejandro Magno, a la muerte del cual pasó a ser la esposa de Tolomeo y la madre de la familia real egipcia. Aspasia fue la hetaira de Pericles, probablemente el mayor gobernante y orador de Atenas; y se dice que fue ella la que le enseñó a Pericles oratoria y le escribía sus discursos. Epicuro, el famoso filósofo, tuvo a su igualmente famosa Leontion, y Sócrates, a Diotima. Cómo se consideraba a estas mujeres se puede deducir de la visita que le hizo Sócrates a Theodota, que nos cuenta Jenofonte. Fue a ver si era tan hermosa como se decía. Le habló con amabilidad; le dijo que le cerrara la puerta a los insolentes y que cuidara de sus amantes en la enfermedad y se congratulara con sus honores, y que amara tiernamente a los que le dieran su amor. De modo que vemos en Grecia todo un sistema basado en relaciones extramatrimoniales; vemos que esas relaciones se aceptaban y consideraban naturales y normales, y nada vergonzosas; vemos que esas relaciones podían, de hecho, llegar a ser el factor dominante de la vida de un hombre.

Vemos una situación sorprendente en la que los griegos mantenían a sus esposas absolutamente recluidas en una pureza obligatoria, mientras ellos se buscaban el placer y hasta el amor en relaciones fuera del matrimonio. La segunda cosa que viciaba la situación en Grecia era que el divorcio no requería el más mínimo proceso legal. Todo lo que tenía que hacer el hombre era despedir a su mujer en presencia de dos testigos. La única cláusula que se le imponía era que tenía que devolver la dote íntegra. Es fácil ver la increíble novedad que suponía la enseñanza cristiana de la castidad y fidelidad en el matrimonio en una civilización así.

La historia del desarrollo de la situación matrimonial entre los romanos es trágica. Tanto la religión como la sociedad romanas estaban basadas originalmente en el hogar. La base de la comunidad romana era la patria potestad, el poder del padre; el padre tenía literalmente poder de vida y muerte sobre su familia. Un hombre no era nunca mayor de edad mientras viviera su padre. Podía llegar a ser cónsul; podía llegar a los más altos honores y responsabilidades que el estado pudiera ofrecer; pero, mientras su padre estuviera vivo, seguía bajo la autoridad de su padre. Para los romanos, el hogar lo era todo. La matrona romana no estaba recluida como su equivalente en Grecia. Tomaba parte en la vida totalmente. «El matrimonio -decía el jurista latino Modestino es una comunidad de por vida de todos los derechos divinos y humanos.» Desde luego, había prostitutas; pero se las despreciaba, y el asociarse con ellas era vergonzoso.

Hubo, por ejemplo, un magistrado romano al que asaltaron en una casa de mala fama, y que se negó a denunciar el caso o a llevarlo a los tribunales, porque habría tenido que confesar que había estado en tal sitio. El nivel de la moralidad romana era tan alto que, durante los primeros quinientos años del estado romano no hubo ni un solo caso de divorcio que se tramitara. El primer hombre que se divorció de su mujer fue Spurius Carvilius Ruga, el año 234 a.C., y lo hizo porque ella era estéril, y él quería tener hijos. Entonces llegaron los griegos. En el sentido militar e imperial, Roma conquistó a Grecia; pero en el sentido moral y social, Grecia conquistó a Roma.

Para el siglo II a.C., la moralidad griega había empezado a infiltrarse en Roma, y el declive fue catastrófico. El divorcio llegó a ser tan corriente como el matrimonio. Séneca habla de mujeres que se casaban para divorciarse, y que se divorciaban para casarse. Dice que había mujeres que contaban los años, no por los nombres de los cónsules, sino por los de sus maridos. Juvenal escribe: «¿Le basta con un marido a Iberina? ¡Antes la convencerías que se conformara con no tener más que un ojo!» Cita el caso de una mujer que tuvo ocho maridos en cinco años. Marcial cita el caso de una mujer que había tenido diez maridos. Un orador romano, Metillus Numidicus, dio una conferencia extraordinaria: « Si se pudiera amar sin tener esposa, romanos, nos libraríamos de los problemas; pero, como es la ley de la naturaleza que no se pueda vivir tranquilo con ellas ni sin ellas, debemos responsabilizarnos de la continuidad de la raza más bien que de nuestra propia tranquilidad.» El matrimonio había llegado a ser una necesidad desagradable.

Había un chiste romano cínico: «El matrimonio no nos da nada más que dos días buenos: el día que el marido la estrecha por primera vez contra su pecho, y el día que la coloca en la tumba.» Hasta tal punto llegaron las cosas que fue necesario subirles los impuestos a los solteros y prohibirles hacerse cargo de herencias. Se concedían privilegios especiales a los que tuvieran hijos -porque los hijos se consideraban una desgracia. Hasta se manipulaban las mismas leyes para intentar rescatar la institución necesaria del matrimonio. Ahí estaba la tragedia romana, lo que llamaba Lecky « la eclosión de una depravación ingobernable y casi frenética que siguió al contacto con Grecia.» De nuevo nos resulta fácil ver con qué alucinación tiene que haber oído el mundo antiguo las exigencias de la castidad cristiana. Dejaremos la presentación del ideal cristiano del matrimonio para cuando lleguemos a Mateo 19: 3-9. De momento baste notar que con el Cristianismo había venido al mundo un ideal de castidad con el que la humanidad no había ni soñado.

Deja el primer comentario

Otras Publicaciones que te pueden interesar