«No hagan sus buenas obras delante de la gente solo para que los demás los vean. Si lo hacen así, su Padre que está en el cielo no les dará ningún premio. «Por eso, cuando ayudes a los necesitados, no lo publiques a los cuatro vientos, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que la gente hable bien de ellos. Les aseguro que con eso y a tienen su premio. Cuando tú ayudes a los necesitados, no se lo cuentes ni siquiera a tu amigo más íntimo; hazlo en secreto. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu premio. Mateo 6:1-4
Cuando estudiamos los versículos iniciales de Mateo 6, nos enfrentamos inmediatamente con una cuestión de lo más importante: ¿Qué lugar tiene la motivación de la recompensa en la vida cristiana?
Tres veces en esta sección, Jesús dice que Dios recompensa a los que Le han prestado la clase de servicio que Él desea: hazlo en secreto. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu premio. (Mateo 6:4), Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu premio. (Mateo 6: 6), para que la gente no note que estás ayunando. Solamente lo notará tu Padre, que está en lo oculto, y tu Padre que ve en lo oculto te dará tu recompensa. (Mateo 6: 18). Esta cuestión es tan importante que haremos bien en detenernos a examinarla antes de iniciar nuestro estudio del capítulo en detalle.
Se afirma muy a menudo que la motivación de la recompensa no tiene absolutamente ningún lugar en la vida cristiana. Se mantiene que debemos ser buenos por ser buenos; que la virtud es su propia recompensa, y que hay que desterrar de la vida cristiana la misma idea de la recompensa.
Hubo un antiguo santo que solía decir que quería apagar todos los fuegos del infierno con agua, y abrasar todos los gozos del cielo con fuego, para que la gente buscara la bondad solamente por amor a la bondad misma, para que la idea de recompensa y castigo fuera eliminada totalmente de la vida. Algo de esto fue lo que inspiró el gran soneto español:
No me mueve, mi Dios, para quererte el Cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno, tan temido, para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en esa Cruz y escarnecido; muéveme ver Tu cuerpo tan herido, muévenme Tus afrentas y Tu muerte.
Muéveme en fin Tu amor, y en tal manera que aunque no hubiera Cielo yo Te amara, y aunque no hubiera infierno, Te temiera.
No me tienes que dar porque Te quiera; porque, si lo que espero no esperara, lo mismo que Te quiero Te quisiera.
Sin duda esta es la expresión de una gran nobleza espiritual. Sin embargo, Jesús no Se retrajo de hablar de las recompensas de Dios, como ya hemos visto que lo hace por tres veces en este pasaje.
El dar limosna, el hacer oración y el ayunar como es debido, Jesús nos asegura que no quedarán sin su recompensa correspondiente.
Tampoco es este un ejemplo aislado de la idea de la recompensa en la enseñanza de Jesús. Dice a los que sufran lealmente la persecución y el insulto sin amargura, que su recompensa será grande en el Cielo: Alégrense, estén contentos, porque van a recibir un gran premio en el cielo; pues así también persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes. (Mateo 5:12). Dice que el que le dé a uno de Sus pequeñitos un vaso de agua fresca por cuanto es discípulo, no quedará sin su recompensa: y cualquiera que le da siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser seguidor mío, les aseguro que tendrá su premio. (Mateo 10:42). La enseñanza de la Parábola de los Talentos es, por lo menos en parte, que el servicio fiel recibirá la recompensa correspondiente: Sucederá también con el reino de los cielos como con un hombre que, estando a punto de irse a otro país, llamó a sus empleados y les encargó que le cuidaran su dinero.
A uno de ellos le entregó cinco mil monedas, [2] a otro dos mil y a otro mil: a cada uno según su capacidad. Entonces se fue de viaje. El empleado que recibió las cinco mil monedas hizo negocio con el dinero y ganó otras cinco mil monedas. Del mismo modo, el que recibió dos mil ganó otras dos mil. Pero el que recibió mil fue y escondió el dinero de su jefe en un hoyo que hizo en la tierra.
Mucho tiempo después volvió el jefe de aquellos empleados, y se puso a hacer cuentas con ellos. Primero llegó el que había recibido las cinco mil monedas, y entregó a su jefe otras cinco mil, diciéndole: ‹Señor, usted medio cinco mil, y aquí tiene otras cinco mil que gané. El jefe le dijo: Muy bien, eres un empleado bueno y fiel; y a que fuiste fiel en lo poco, te pondré a cargo de mucho más. Entra y alégrate conmigo.
Después llegó el empleado que había recibido las dos mil monedas, y dijo: Señor, usted me dio dos mil, y aquí tiene otras dos mil que gané. El jefe le dijo: Muy bien, eres un empleado bueno y fiel; y a que fuiste fiel en lo poco, te pondré a cargo de mucho más. Entra y alégrate conmigo.
Pero cuando llegó el empleado que había recibido las mil monedas, le dijo a su jefe: Señor, yo sabía que usted es un hombre duro, que cosecha donde no sembró y recoge donde no esparció. Por eso tuve miedo, y fui y escondí su dinero en la tierra. Pero aquí tiene lo que es suyo. El jefe le contestó: Tú eres un empleado malo y perezoso, pues si sabías que yo cosecho donde no sembré y que recojo donde no esparcí, deberías haber llevado mi dinero al banco, yo, al volver, habría recibido mi dinero más los intereses, y dijo a los que estaban allí: Quítenle las mil monedas, y dénselas al que tiene diez mil. Porque al que tiene, se le dará más, y tendrá de sobra; pero al que no tiene, hasta lo poco que tiene se le quitará, y a este empleado inútil, échenlo fuera, a la oscuridad. Entonces vendrán el llanto y la desesperación. (Mateo 25:14-30). En la Parábola del Juicio Final, la enseñanza obvia es que hay recompensa y castigo para nuestra reacción a las necesidades de nuestros semejantes: Cuando el Hijo del hombre venga, rodeado de esplendor y de todos sus ángeles, se sentará en su trono glorioso. La gente de todas las naciones se reunirá delante de él, y él separará unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda y dirá el Rey a los que estén a su derecha: Vengan ustedes, los que han sido bendecidos por mi Padre; reciban el reino que está preparado para ustedes desde que Dios hizo el mundo. Pues tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; anduve como forastero, y me dieron alojamiento. Estuve sin ropa, y ustedes me la dieron; estuve enfermo, y me visitaron; estuve en la cárcel, y vinieron a verme.
Entonces los justos preguntarán: Señor, ¿cuándo te vimos con hambre, y te dimos de comer? ¿O cuándo te vimos con sed, y te dimos de beber? ¿O cuándo te vimos como forastero, y te dimos alojamiento, o sin ropa, y te la dimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? El Rey les contestará: ‹Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron.
Luego el Rey dirá a los que estén a su izquierda: Apártense de mí, los que merecieron la condenación; váyanse al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Pues tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; anduve como forastero, y no me dieron alojamiento; sin ropa, y no me la dieron; estuve enfermo, y en la cárcel, y no vinieron a visitarme. Entonces ellos le preguntarán: ‹Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o como forastero, o falto de ropa, o enfermo, o en la cárcel, y no te ayudamos? El Rey les contestará: Les aseguro que todo lo que no hicieron por una de estas personas más humildes, tampoco por mí lo hicieron. Esos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna. (Mateo 25:31-46). Está suficientemente claro que Jesús no dudó de hablar en términos de recompensa y castigo. Y bien pudiera ser que tendríamos que tener más cuidado con intentar ser más espirituales que el mismo Jesús en esto de las recompensas. Hay ciertos hechos innegables que no debemos olvidar, y sí debemos tener en cuenta.
(i) Es una regla indiscutible de la vida que cualquier acción que no produce ningún resultado es fútil y sin sentido. Una bondad que no tuviera ningún fruto carecería de sentido.
Como se ha dicho muy bien: «A menos que algo sirva para algo, no sirve para nada.» A menos que la vida cristiana tenga un propósito y una meta que valga la pena obtener, se convierte en un despropósito. El que cree en el Evangelio y en sus promesas no puede creer que la bondad no tenga resultados más allá de sí misma.
(ii) El desterrar todas las recompensas y castigos de la vida espiritual sería decir que la injusticia tiene la última palabra.
No se puede mantener razonablemente que el bueno y el malo acaben igual. Eso sería tanto como decir que a Dios no Le importa si somos buenos o no. Querría decir, para decirlo crudamente, que no tiene sentido ser bueno, y no habría razón para vivir de una manera en vez de otra. El eliminar todas las recompensas y los castigos sería tanto como decir que en Dios no hay ni justicia ni amor.
Las recompensas y los castigos son necesarios para darle sentido a la vida. Si no los hubiera, la lucha -¡y no se diga el sufrimiento!- por el bien, se los llevaría el viento.
(i) El concepto cristiano de la recompensa Habiendo llegado hasta aquí con la idea de la recompensa en la vida cristiana, hay ciertas cosas acerca de ella que debemos tener claras.
(ii) Cuando Jesús hablaba de recompensas, definitivamente no estaba pensando en términos de recompensas materiales.
Es indudablemente cierto que, en el Antiguo Testamento, las ideas de bondad y de prosperidad material están íntimamente relacionadas. Si una persona prosperaba, si sus campos eran fértiles y sus cosechas abundantes, si tenía muchos hijos y mucha fortuna, eso se tomaba como una prueba de que era una buena persona. Ese es precisamente el problema que subyace en el Libro de Job. Job se encuentra en desgracia; sus amigos vienen a convencerle de que esa desgracia tiene que ser el resultado de su pecado, acusación que Job niega vehementemente. «Piensa ahora -le dice Elifaz-: ¿quién, siendo inocente, se ha perdido nunca? ¿Desde cuándo son los rectos los que desaparecen?» (Job 4: 7). «Si fueras puro y recto -decía Bildad-,seguro que Él velaría por ti, y te recompensaría con una posición justa» (Job 8: 6). «Porque tú dices: Mi doctrina es ortodoxa, y soy limpio a los ojos de Dios -decía Zofar-. ¡Ojalá que Dios hablara, y te dirigiera la palabra!» (Job 11:4). La misma idea que quería contradecir el Libro de Job era la de que la bondad y la prosperidad material van siempre de la mano.
«Joven fui, y he envejecido decía el salmista-, y no he visto a ningún justo desamparado, ni a su descendencia mendigando pan» (Salmo 37:25). «Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra -decía el salmista-; pero a ti no llegarán. Ciertamente, con tus propios ojos mirarás y verás la retribución de los impíos. Como has dicho al Señor: ¡Tú eres mi esperanza!, y has hecho que el Altísimo sea tu residencia permanente, no te sobrevendrá ningún mal, ni ninguna plaga se acercará a tu morada» (Salmo 91:7-10). Estas son cosas que Jesús no habría dicho. No era la prosperidad material lo que Jesús prometía a Sus seguidores. De hecho les prometía pruebas y tribulaciones, sufrimiento, persecución y muerte. Seguro que Jesús no estaba pensando en recompensas materiales.
(i) Lo segundo que tenemos que recordar es que la recompensa más elevada nunca se le da al que la está buscando.
Si uno está siempre buscando una recompensa, siempre contabilizando lo que cree haberse ganado y merecer, se perderá la recompensa que busca. Y se la perderá porque ve a Dios y la vida equivocadamente. El que siempre está calculando su recompensa, piensa en Dios como un juez, o como un contable, sobre todo piensa en la vicia en términos de ley. Está y pensando en hacer tanto y ganar tanto. Está pensando en la vida en términos de debe y haber. Está pensando presentarle a Dios una cuenta, y decirle: «Todo esto he hecho yo. Reclamo mi recompensa.»
El error básico de este punto de vista es que concibe la vida en términos de ley en vez de amor. Si amamos profunda y entrañablemente a una persona, con humildad y sin egoísmo, estaremos completamente seguros de que, aunque le diéramos a esa persona todo el universo, aún estaríamos en deuda; lo último que se le ocurriría pensar sería que se había ganado una recompensa. Si uno tiene el punto de vista legal de la vida, puede que no haga más que pensar en la recompensa que se ha ganado; pero si uno tiene el punto de vista del amor, la idea de la recompensa no se le pasará nunca por la cabeza.
La gran paradoja de la recompensa cristiana es esta: la persona que anda buscando una retribución, y que calcula lo que se le debe, no lo recibe; la persona cuya única motivación es la del amor, y que nunca piensa haber merecido ninguna recompensa, es la que la recibe. Lo curioso es que la recompensa es al mismo tiempo el subproducto y el fin último de la vida cristiana.
Ahora debemos pasar a preguntar: ¿Cuales son las recompensas de la vida cristiana?
(i) Empezaremos señalando una verdad básica y general. Ya hemos visto que Jesucristo no piensa en términos de recompensa material en absoluto.
Las recompensas de la vida cristiana son recompensas solamente para una persona que tenga mentalidad espiritual. Para una persona de mentalidad materialista no serían recompensas de ninguna clase. Las recompensas cristianas son recompensas sólo para los cristianos.
(ii) La primera de las recompensas cristianas es la propia satisfacción.
El hacer lo que es debido, la obediencia a Jesucristo, el seguir Su canino, cualesquiera otras cosas pueda aportar, siempre produce satisfacción. Bien puede ser que, si una persona hace lo que es debido, y obedece a Jesucristo, pierda su fortuna y su posición, acabe en la cárcel o en el patíbulo, y no coseche más que impopularidad, soledad y descrédito; pero todavía poseerá esa íntima satisfacción, que vale más que todo lo demás. A esto no se le puede poner precio; no se puede evaluar en términos de riqueza terrenal, pero no hay nada como ello en todo el mundo. Aporta ese contentamiento que es la corona de la vida.
El poeta George Herbert formaba parte de una pequeña tertulia de amigos que solían reunirse para tocar juntos instrumentos músicos como una pequeña orquesta. Una vez iba de camino a reunirse con el grupo, cuando se encontró con un carretero al que se le había atascado la carreta en el barro de la cuneta. George Herbert dejó a un lado su instrumento y fue a ayudar al hombre. Les llevó mucho tiempo sacar la carreta, y acabó todo lleno de barro. Cuando llegó a la casa de sus amigos, ya era demasiado tarde para la música. Les contó lo que le había detenido en el camino. Uno le dijo: «Te has perdido toda la música.» George Herbert sonrió. «Si -le contestó- pero la escucharé a media noche.» Tenía la satisfacción de haber hecho algo de acuerdo con Cristo.
Godfrey Winn habla de un hombre que era el mejor cirujano plástico de Inglaterra. Durante la guerra, dejó su consulta particular que le reportaba diez mil libras esterlinas al año, una gran cantidad entonces, para dedicar todo su tiempo a remodelar las caras y los cuerpos de aviadores quemados o mutilados en combate. Godfrey Winn le dijo: «¿Cuál es tu ambición, Mac?» La respuesta que le llegó de rebote fue: «Quiero ser un buen artesano.» Sus ingresos anuales no eran nada comparados con la satisfacción de un trabajo desinteresado bien hecho.
Una señora paró una vez a Dale de Birmingham en la calle. «Que Dios le bendiga, doctor Dale» -le, dijo. Se negó en redondo a dar su nombre. Sólo le dio las gracias y le bendijo y siguió su camino. Dale había estado muy deprimido en aquel momento. «Pero -se dijo- la niebla se abrió y me llegó la luz del sol; respiré el aire libre de las montañas de Dios.» En cuanto a riqueza material, no tenía un duro más que antes; pero en cuanto a la profunda satisfacción que siente un predicador que descubre que ha ayudado a alguien, había ganado una riqueza indecible.
La primera recompensa cristiana es la satisfacción que no hay dinero en todo el mundo que pueda comprar.
(iii) La segunda recompensa de la vida cristiana es más trabajo todavía que hacer.
Una paradoja de la idea cristiana de la recompensa es que una labor bien hecha no trae descanso y comodidad y facilidades; trae todavía mayores demandas y esfuerzos más intensos. En la Parábola de los Talentos, la recompensa de los servidores fieles fue una responsabilidad todavía mayor. Cuando un maestro tiene un estudiante realmente brillante y capaz, no le exime de trabajo; le da más trabajo que a ningún otro. Al joven músico brillante se le dan a dominar piezas de música, no más fáciles, sino más difíciles. A1 jugador que ha hecho un buen papel en el segundo equipo, no se le pasa al tercero, donde se podría pasear por el partido sin sudar; se le pasa al primer equipo, donde tiene que poner en juego todo lo que tiene. Los judíos tenían un curioso dicho. Decían que un maestro sabio tratará al alumno «como a un buey joven al que se le aumenta la carga todos los días.» La recompensa cristiana es al revés que la del mundo. La recompensa del mundo sería ponérselo a uno más fácil; la recompensa del cristiano consiste en que Dios le pone sobre los hombros más cosas que hacer por Él y por sus semejantes. Cuanto más duro el trabajo que se nos dé, mayor debemos considerar que ha sido la recompensa.
(iv) La tercera y última recompensa cristiana es lo que se ha llamado a través de las edades la visión de Dios.
Para una persona mundana, que no Le ha dedicado a Dios ningún pensamiento nunca, el enfrentarse con Dios es un terror y no un gozo. Si uno sigue su propio camino, alejándose cada vez más de Dios, la sima entre él y Dios se va haciendo cada vez mayor, hasta que Dios se convierte en un extraño a Quien se quiere sólo evitar. Pero si una persona ha buscado toda su vida caminar con Dios, si ha buscado obedecer a su Señor, si la bondad ha sido la búsqueda de todos sus días, entonces ha estado acercándose más y más a Dios toda la vida, hasta que por fin pasa a la presencia más íntima de Dios, sin temor y con gozo radiante -y ésa es la mayor recompensa de todas.
Guardaos de tratar de demostrarles a los demás lo buenos que sois para que os vean. Si lo hacéis, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial.
Para los judíos, había tres grandes obras cardinales en la vida religiosa, tres grandes pilares sobre los que se asentaba una vida buena: La limosna, la oración y el ayuno. Jesús no lo habría discutido ni por un momento; lo que Le desazonaba era que tan a menudo en la vida humana las cosas más auténticas se hacen por motivos falsos.
Lo que parece extraño es que estas tres grandes buenas obras cardinales se presten tan fácilmente a los motivos erróneos. Jesús advertía que, cuando estas cosas se hacen con la única intención de dar gloria al agente, pierden con mucho la parte más importante de su valor. Puede que una persona dé limosna, no realmente para ayudar a la persona a que se la da, sino simplemente para demostrar su propia generosidad, y para refocilarse al calorcillo del agradecimiento de alguno y de la alabanza de muchos. Puede que una persona haga oración de tal manera que su oración no vaya dirigida realmente a Dios, sino a sus semejantes. El hacer oración era simplemente un intento de demostrar su piedad excepcional de manera que nadie dejara de darse cuenta. Puede que una persona ayune, no realmente para el bien de su alma, ni para humillarse delante de Dios, sino simplemente para mostrarle al mundo lo espléndidamente disciplinada y sacrificada que se es.
Puede que una persona haga buenas obras simplemente para ganarse las alabanzas de la gente, para aumentar su propio prestigio y para mostrarle al mundo lo buena que es.
Según lo veía Jesús, no hay duda de que esa clase de cosas reciben una cierta clase de recompensa. Tres veces usa Jesús la frase: De cierto os digo que ya tienen su recompensa. (Mateo 6:2, 5, 16). Sería mejor traducirla: «Ya han recibido su paga completa.» La palabra que se usa en el original es el verbo apejein, que era el término técnico comercial y contable para recibir un pago en total. Era la palabra que se usaba en los recibos. Por ejemplo, un hombre firma el recibo que le da a otro: «He recibido (apejó) de ti el pago del alquiler de la almazara.» Un publicano da un recibo que pone: « He recibido (apejó) de ti el impuesto debido.» Un hombre vende un esclavo y da un recibo que dice: «He recibido (apejó) el precio total que se me debía.»
Lo que Jesús está diciendo es lo siguiente: «Si das limosna para hacer gala de tu propia generosidad, recibirás la admiración de la gente -pero eso será todo lo que recibas nunca. Eso será tu paga en total. Si haces oración de tal manera que despliegas tu piedad a la vista de la gente, ganarás una reputación de ser una persona extremadamente devota -pero eso será todo lo que recibas nunca. Si ayunas de tal manera que todo el mundo sepa que estás ayunando, se te conocerá como una persona extremadamente abstemia y ascética – pero eso será todo lo que recibas nunca.
Jesús está diciendo: Si todo lo que te propones es onseguir las recompensas del mundo, no cabe duda de que las conseguirás -pero no debes esperar las recompensas que sólo Dios puede dar.» Y sería un tipo lastimosamente miope el que se aferrara a las recompensas del tiempo, y dejara escapar las de la eternidad.
Así que, cuando des limosna, no lo proclames a toque de trompeta como hacen los hipócritas en la sinagoga y por la calle para que los alaben. Os digo la pura verdad: ¡Ya tienen su paga completa! Pero tú, cuando des limosna, no dejes que se entere tu mano izquierda de lo que hace tu derecha, para que la limosna sea algo que haces en secreto; y tu Padre, que ve lo que pasa en secreto, será el que te dé tu recompensa en total.
Para los judíos, el dar limosna era el más sagrado de todos los deberes religiosos. Hasta qué punto era sagrado se ve por el hecho de que los judíos usaban la misma palabra – tsedaqátanto para justicia como para limosna. El dar limosna y el ser justo eran una y la misma cosa. El dar limosna era ganar méritos a la vista de Dios, y era hasta ganar la propiciación y el perdón de pecados pasados. «Es mejor dar limosna que amontonar oro; la limosna libra de la muerte, y purga todo pecado» (Tobías 12:8). La limosna que se le da a un padre no se borrará, y como restitución por pecados arraigará firmemente.
En el día de la aflicción se tendrá presente en tu crédito. Borrará tus iniquidades como el calor la escarcha. (Eclesiástico 3:14).
Había un dicho rabínico: «Mayor es el que da limosna que el que ofrece todos los sacrificios.» La limosna está a la cabeza en el catálogo de buenas obras.
Así es que era natural e inevitable el que una persona que quisiera ser buena se concentrara en dar limosna. La enseñanza más elevada de los rabinos era exactamente la misma que la de Jesús.
También ellos prohibían dar limosna ostentosamente. « El que da limosna en secreto -decían- es mayor que Moisés.» El dar limosna que salva de la muerte es «cuando el recipiente no sabe de quién lo recibe, y cuando el dador no sabe a quién lo da.» Hubo un rabino que, cuando quería dar limosna, dejaba caer monedas a su paso para no ver quién las recogía. « Es mejor decían- no darle a un mendigo nada, antes que darle algo avergonzándole.» Había una costumbre especialmente encantadora conectada con el templo de Jerusalén. En el templo había una habitación que se llamaba La Cámara del Silencio. Los que querían hacer expiación por algún pecado ponían dinero allí; y personas pobres de buena familia que habían venido a menos en el mundo recibían ayuda de estas contribuciones.
Pero como en tantas otras cosas, la práctica se quedaba muy por debajo del precepto. Demasiado a menudo el dador daba de forma que todo el mundo pudiera ver lo que daba, y daba mucho más para glorificarse a sí mismo que para ayudar a otro. Durante los cultos de la sinagoga se hacían ofrendas para los pobres, y había algunos que se cuidaban muy bien de que los otros vieran lo que daban. J. J. Wetstein cita una costumbre oriental de los tiempos antiguos: «En Oriente, el agua es tan escasa que algunas veces había que comprarla. Cuando una persona quería hacer una buena obra, y traer bendición sobre su familia, se dirigía al aguador y en voz bien alta le encargaba: «¡Dale un trago a los sedientos!» El aguador llenaba el pellejo e iba al mercado. «¡Oh, sedientos -gritabavenid a beber de gracia!» Y el generoso estaba a su lado y decía: «Bendíceme, porque soy yo el que te ofrezco este trago.»» Esa es precisamente la clase de cosa que Jesús condena. Llama hipócritas a los que hacen tales cosas. La palabra hypokrités quiere decir actor en griego. Esa clase de gente son realmente farsantes que hacen su papel para que los aplaudan.
Veamos ahora algunas de las razones que hay detrás del acto de dar.
(i) Puede que uno dé por sentimiento del deber. Puede que dé, no porque quiere dar, sino porque piensa que es un deber del que uno no se puede evadir. Puede que hasta una persona llegue a considerar -tal vez inconscientemente- que los pobres están en el mundo para permitirle a él cumplir con ese deber y adquirir así méritos a ojos de Dios.
Catherine Carswell, en su autobiografía Lying Awake, cuenta sus años mozos en Glasgow: «Los pobres, uno podría decir, eran nuestros animales de compañía. Decididamente, siempre estaban con nosotros. En nuestra arca particular se nos enseñaba a amar, honrar y atender a los pobres.» La nota clave, como ella misma advertía, era de superioridad y condescendencia. El dar se consideraba como un deber;, pero a menudo iba acompañado de un sermón que producía un placer cursi al que lo daba. En aquellos días, Glasgow estaba lleno de borrachos la noche del sábado. Ella escribe: «Todos los domingos por la tarde, durante años, mi padre hacía la ronda de las celdas de las estaciones de policía, pagando fianzas de medias coronas para que soltaran a los borrachos del fin de semana, para que no perdieran el trabajo el lunes por la mañana. Les hacía firmar a cada uno el compromiso de devolverle la media corona del sueldo de la semana siguiente.» No cabe duda de que aquello estaba muy bien; pero él le daba un cierto aire de respetabilidad, e incluía un sermón.
Estaba claro que él se sentía de una categoría moral completamente diferente de aquellos a los que daba. Se dijo de un gran hombre, pero superior: «Con todo lo que da, nunca se da a sí mismo.» Cuando se da, como si dijéramos, desde un pedestal; cuando se da siempre con un cierto cálculo; cuando se da por sentimiento del deber -hasta por un sentimiento cristiano del deber-, se puede ser generoso con las cosas, pero lo único que uno no da nunca es a sí mismo, y por tanto ese tipo de dar es incompleto.
(ii) Puede que uno dé por razones de prestigio. Puede que dé para recibir la gloria de dar.
Lo más probable es que si nadie lo supiera, o si no se le diera ninguna publicidad, no daría nada. Si no se le dan las gracias y se le reconoce y alaba y honra, se da por ofendido. Da, no para la gloria de Dios, sino para la suya propia. Da, no exclusivamente para Dios a una persona necesitada, sino para gratificar su propia (vanidad Y su , propio sentido de poder.
(iii) Puede que uno dé sencillamente porque tiene que hacerlo.
Porque el amor y la amabilidad que fluyen de su corazón no le dejarán hacer otra cosa. Puede que dé porque, por mucho que lo intente, no puede por menos de sentirse obligado a ayudar al necesitado.
El doctor Johnson difundía una atmósfera de amabilidad. Había una pobre criatura que se llamaba Robert Levett, que había sido en tiempos camarero en París y médico en las partes más pobres de Londres. Tenía una apariencia y unos modales, como decía Johnson, que asqueaban a los ricos y aterraban a los pobres. Fuera como fuera llegó a formar parte de la casa de Johnson. Boswell estaba alucinado con todo el asunto, pero Goldsmith conocía mejor a Johnson. Decía de Levett: «Es pobre y honrado, lo que ya es suficiente recomendación para Johnson. Ahora ya es pobre de solemnidad, y eso le asegura la protección de Johnson.» La indigencia era el pasaporte al corazón de Johnson.
Boswell cuenta esta anécdota de Johnson: Cuando volvía una vez tarde a casa se encontró a una pobre mujer tirada en el suelo, tan agotada que no podía ni hablar. Se la echó a la espalda y la llevó a su casa, donde descubrió que era una de esas pobres mujeres que han caído hasta lo más bajo del vicio, de la pobreza y de la enfermedad. En vez de echárselo en cara con dureza, hizo que se tuviera cuidado de ella largo tiempo con toda ternura por un precio considerable hasta que recuperó la salud, e hizo lo posible para ponerla en una manera virtuosa de vida. Todo lo que Johnson sacó de aquello fueron suspicacias indignas acerca de su propio carácter; pero había sido su corazón el que le había obligado a ayudar.
Una de las páginas más preciosas de la historia de la literatura es la que nos presenta a Johnson, en los días de su pobreza, volviendo a casa de madrugada y, a medida que iba pasando por el Strand, dejando peniques en las manos de los pobres y vagabundos que dormían en los portales porque no tenían otro sitio. Hawkins nos cuenta que alguien le preguntó cómo podía tener la casa llena de «vagos y de gente de mal vivir.» Johnson le contestó: « Si yo no los ayudo, nadie lo hará; y no se deben perder de necesidad.» Ahí tenemos el dar como es debido, que surge del amor de un corazón humano, que es lo que rebosa del amor de Dios.
Tenemos el dechado de este perfecto dar en Jesucristo mismo. Pablo escribió a sus amigos de Corinto: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, Que, aunque era rico, por causa de vosotros Se hizo pobre para enriqueceros con Su pobreza» (2 Corintios 8:9). Nuestro dar no debe ser nunca el hosco y superior resultado del sentimiento del deber; y menos todavía hemos de hacerlo para ensalzar nuestra gloria y prestigio entre la gente; debe ser el fluir instintivo de un corazón amante; debemos dar a otros como Jesucristo Se nos ha dado a Sí mismo a nosotros.