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Multiplicación del pan y los peces

Los apóstoles, pues, de vuelta de su misión, reuniéndose con Jesús, le dieron cuenta de todo lo que habían hecho y enseñado. Jesús, pues, habiéndoles escuchado y oído aquello que Herodes decía de Él, les dijo: Vengan a descansar conmigo en un lugar solitario, y repo­samos un poquito. Es que eran tantos los que lo seguían, que ni aún tiempo de comer les dejaban. En la barca, fueron a buscar un lugar desierto, del territorio de Betsaida, fuera de poblado, al otro lado del mar de Galilea, que es el lago de Tiberiades, para estar allí solos. Mas como al irse los vieron y observaron muchos, de todas las ciudades vecinas acudieron por tierra a aquel sitio, y llegaron antes que ellos. Desembarcando, vio Jesús la mucha gente que le aguardaba, y se le enternecieron con tal vista las entrañas; porque andaban como ovejas sin pastor; y así se puso a instruirlos en muchas cosas, y curó a sus enfermos. Jesús con amor, les hablaba del reino de Dios.

Empezaba a caer el día. Se acercaba ya la Pascua, que es la gran fiesta de los judíos. Habiendo, pues, Jesús levantado los ojos, y viendo ante sí un grandísimo gentío, dijo a Felipe: ¿Dónde compraremos panes para dar de comer a toda la gente? Mas esto lo decía para probarle, pues bien sabía el mismo lo que había de hacer. Le respondió Felipe: Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno de ellos tome un bocado. Entonces acercándose los doce apóstoles le dijeron: Despacha ya a estas gentes, para que vayan a buscar alojamiento, y hallen qué comer en las villas y aldeas del contorno; pues aquí estamos en un desierto. Les respondió Jesús: No tienen necesidad de irse, denle de comer ustedes. Le dijo uno de sus discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro: Aquí está un muchacho, que tiene cinco panes de cebada y dos peces: mas ¿que es esto para tanta gente? Les dijo Jesús: Tráiganmelos acá. Y habiendo mandado sentar a todos sobre la hierba verde, divididos en cuadrillas de ciento en ciento, y de cincuenta en cincuenta, Jesús tomó los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, los bendijo y después de haber dado gracias a su eterno Padre, los partió; y dio los panes a los discípulos, y los discípulos los dieron a la gente. Igualmente repartió los dos peces entre todos, dando a todos cuanto querían. Después que quedaron saciados, dijo a sus discípulos: Recojan los pedazos que han sobrado para que no se pierdan. Lo hicieron así, y llenaron doce cestos de los pedazos que habían so­brado de los cinco panes de cebada y de los peces, después que todos hubieron comido. El número de los que comieron fue de cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. Visto el milagro que Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este sin duda es el gran profeta que ha de venir al mundo. Pero como Jesús se dio cuenta de que querían llevárselo ala fuerza para hacerlo rey, se retiró otra vez a lo alto del cerro, para estar solo. Mateo 14:13-21; Marcos 6:30-44; Lucas 9:10-17; Juan 6:1-15

Galilea tiene que haber sido un sitio en el que era muy difícil estar solo. Era un país pequeño, de 80 kilómetros de Norte a Sur por cuarenta de Este a Oeste, y Josefo nos dice que por aquel tiempo había en aquella área 204 pueblos, ninguno de menos de 15,000 habitantes. En un lugar tan densamente poblado no era fácil escaparse de la gente por mucho tiempo. Pero había tranquilidad al otro lado del lago, que por la parte más ancha no tenía más que 13 kilómetros. Los amigos de Jesús eran pescadores, y no Le sería difícil embarcarse en una de sus barcas y navegar a la parte oriental del lago. Eso fue lo que hizo Jesús cuando se enteró de la muerte de Juan el Bautista.

Había tres motivos perfectamente razonables para que Jesús buscara la soledad. Era humano, y necesitaba un poco de descanso. Él nunca se metió temerariamente en peligros, y era prudente retirarse para no compartir demasiado pronto el fin de Juan. Y, por encima de todo, ante la perspectiva cada vez más cercana de la Cruz, Jesús necesitaba encontrarse a solas con Dios antes de enfrentarse con las multitudes. Buscaba descanso para el cuerpo y tranquilidad para el alma en la soledad.

Pero no los encontró. Sería fácil ver la barca iniciar la travesía y adivinar hacia dónde se dirigía; el caso es que la gente rodeó el lago por la parte superior, y Le estaba esperando al otro lado cuando desembarcó. Así es que Jesús sanó a sus enfermos y, cuando atardeció, los alimentó antes de que volvieran a emprender el largo camino a sus casas. Pocos de los milagros dé Jesús son tan reveladores como este.

(i) Nos habla de la compasión de Jesús. Cuando vio a la gente se Le conmovieron las entrañas de compasión por ellos. Esto es una cosa de lo más maravillosa. Jesús había ido allí buscando paz, tranquilidad y soledad; en su lugar, Se encontró con una gran multitud expectante de lo que Él le pudiera dar. Otro cualquiera se habría molestado. ¿Qué derecho tenían a invadir Su intimidad con sus continuas exigencias? ¿Es que no podía tener ni un poco de tranquilidad y descanso, ni de tiempo para Sí mismo?

Pero Jesús no era así. Lejos de sentirse molesto, se conmovió de compasión. Premanand, el gran cristiano indio que había sido un rico de casta superior, cuenta en su autobiografía: «Como en los días de la antigüedad, ahora también tiene que ser el mismo el mensaje para el mundo no cristiano: que Dios se preocupa.» En ese caso, no podemos estar nunca demasiado cansados para atender a la gente, ni que nos resulte un incordio o una molestia. Premanand sigue diciendo: « Mi propia experiencia ha sido siempre que cuando yo u otro misionero o sacerdote indio nos mostrábamos inquietos o impacientes ante cualquier visitante educado e interesado, cristiano o no, y le hacíamos pensar que estábamos demasiado apretados de tiempo, o que era nuestra hora del té o de la comida y que no podíamos quedarnos con ellos, entonces perdíamos aquella persona y ya no volvía.» No podemos atender a las personas con un ojo en el reloj, como si tuviéramos prisa en deshacernos de ellas lo antes posible.

Premanand pasa a relatar un incidente que no sería exagerado decir que pudo haber cambiado todo el curso de la extensión del Cristianismo en Bengala: «Se cuenta en alguna parte que el primer obispo metropolitano de la India dejó de recibir al antes Pandit Iswar Chandar Vidyasagar de Bengala por motivos oficiales. El Pandit había venido comisionado por la comunidad hindú de Calcuta para entrar en relaciones amistosas con el obispo y con la Iglesia. Vidyasagar, que era el fundador de una universidad hindú en Calcuta y reformador social, autor y educador de renombre, se marchó desencantado sin celebrar la entrevista, y formó un partido influyente de ciudadanos educados y ricos de Calcuta para oponerse a la Iglesia y al obispo, y para oponerse a la extensión del Cristianismo . … El cumplimiento de las formalidades por uno que era conocido como representante de la Iglesia Cristiana convirtió a un amigo en un enemigo.» ¡Qué oportunidad para el Cristianismo se perdió porque la intimidad de alguien no se podía invadir nada más que a través de los canales oficiales! Para Jesús no era nunca una molestia ninguna persona, ni siquiera cuando todo Su ser estaba clamando por un poco de descanso y tranquilidad… Y así debe ser para Sus seguidores.

(ii) En este pasaje vemos a Jesús testificando que todos los dones proceden de Dios. Tomó el pan y pronunció la bendición. La acción de gracias de los judíos antes de las comidas era muy sencilla: «Bendito seas, Señor nuestro Dios, Rey del universo, que haces brotar el pan de la tierra.» Esa sería la bendición que pronunció Jesús, porque era la que se usaba ya entonces en todas las familias. Aquí vemos a Jesús mostrando que son los dones de Dios los que Él trae a la humanidad. Es bastante raro que se den las gracias a las personas, pero más aún que se Le den gracias a Dios.

El lugar del discípulo en la obra de Cristo

(iii) Este milagro nos informa muy claramente sobre el lugar que ocupa el discípulo en la obra de Cristo. El relato nos dice que Jesús les dio a Sus discípulos, y los discípulos a la multitud. Jesús obró mediante las manos de Sus discípulos aquel día, y lo sigue haciendo. Una y otra vez nos encontramos cara a cara con la verdad que está en el corazón de la Iglesia. Es verdad que el discípulo no puede hacer nada sin el Señor, pero también lo es que el Señor no puede hacer nada sin Su discípulo. Si Jesús quiere que se haga algo, si quiere que se enseñe a un niño o que se ayude a un necesitado, tiene que encontrar una persona que lo haga. Necesita personas por medio de las cuales pueda obrar y hablar.

Muy al principio de su búsqueda, Premanand se puso en contacto con el obispo Whitney de Ranchi, y nos lo cuenta así: «El obispo leía la Biblia conmigo todos los días, y algunas veces yo la leía en bengalí y hablaba con él en bengalí. Cuanto más tiempo viví con el obispo, más cerca me sentí de él, y encontré que su vida me revelaba a Cristo, y sus obras y palabras me hacían más fácil entender la mente y la enseñanza de Cristo acerca de las cuales leía diariamente en la Biblia. Tuve una nueva visión de Cristo cuando de hecho vi Su vida de amor, sacrificio y autonegación en la vida diaria del obispo: Él llegó a ser realmente una epístola de Cristo para mí.»

Jesucristo necesita discípulos a través de los cuales pueda obrar y Su verdad y amor se puedan transmitir a las vidas de otros. Necesita personas a las dar, para que den a otros. Sin tales personas no puede lograr que se hagan las cosas, y es nuestra tarea el ser tales personas para Él.

Sería fácil acobardarse y desanimarse ante una tarea de tal magnitud. Pero hay otra cosa en esta historia que nos eleva el corazón. Cuando Jesús les dijo a Sus discípulos que alimentaran ellos a la multitud, Le contestaron que no tenían más que cinco panecillos y dos pescados; y sin embargo, con lo que pusieron a Su disposición Jesús obró el milagro. Jesús nos presenta a cada uno la tremenda tarea de comunicarle a las gentes; pero no nos demanda esplendores y magnificencias que no poseemos. Nos dice sencillamente: «Ven a mí tal como eres, aunque no estés bien equipado; tráeme lo que tengas, aunque sea poco, y lo usaré en Mi servicio.» Poco es siempre mucho en las manos de Cristo.

(iv) Al final del milagro encontramos el detalle de que se, recogieron los trozos sobrantes. Aun cuando un milagro alimentó a la multitud señorialmente, no hubo desperdicio. Hay algo que debemos aprender aquí. Dios da con magnificencia pero eso no justifica el derroche. El generoso dar dé Dios y, nuestra utilización responsable deben ir juntos.

La realización de un milagro

Hay algunas personas que, cuando leen los milagros de Jesús, no sienten ninguna necesidad de entender nada. Esas personas pueden seguir así indefinidamente sin que nada estorbe la dulce sencillez de su fe. Pero hay otras cuyas mentes hacen preguntas, y sienten la necesidad de comprender: Que no se avergüencen de su actitud, porque Dios sale al encuentro hasta más de la mitad del camino de su mente inquisitiva.
De cualquier manera que nos acerquemos a los milagros de Jesús, una cosa es cierta: no debemos contentarnos nunca con considerarlos algo que sucedió; debemos mirarlos siempre como algo que sucede. No son acontecimientos aislados de la Historia, sino demostraciones del poder de Cristo que está siempre y para siempre activo. Hay tres maneras de considerar este milagro.

(i) Podemos verlo como una sencilla multiplicación de pan y de pescado. Eso sería muy difícil, de entender, y sería algo que sucedió una sola vez y que nunca se repitió. Si lo consideramos así, démonos por satisfechos; pero no critiquemos, y menos condenemos, a los que crean que tienen que buscar alguna explicación.

(ii) Muchas personas ven en este milagro un sacramento. Han supuesto que los que estuvieron presentes no recibieron más que una cantidad muy reducida de alimento, y sin embargo recibieron las fuerzas para un largo viaje y se sintieron satisfechos. Habían comprendido que aquello no era una comida material para saciar el apetito físico, sino una comida en la que participaron del alimento espiritual de Cristo. Si fue así, este es un milagro que se . reproduce siempre que nos sentamos a la mesa del Señor; porque entonces se nos comunica el alimento espiritual que nos impulsa a recorrer con paso más firme y más fuerza y estabilidad el camino de la vida que conduce a Dios.

(iii) Hay algunas personas que ven en este milagro algo que es perfectamente natural en cierto sentido, pero que en otro es un verdadero milagro, y, que es muy precioso en cualquier sentido. Imaginemos la escena. Hay una gran muchedumbre; es tarde; todos tienen hambre. Pero, ¿era natural el que, la inmensa mayoría de esa multitud se hubiera puesto en camino rodeando el lago sin llevar nada de comida? ¿No llevarían algo, aunque fuera poco? Estaba anocheciendo y tenían hambre. Pero también eran egoístas. Y ninguno quería sacar lo que llevaba para no tener que compartirlo y que no le quedara bastante para sí mismo. Jesús dio el primer paso. Lo que Él y Sus discípulos tenían, empezó a compartirlo con una bendición, y una invitación, y una sonrisa. Y seguidamente todos se pusieron a compartir, y antes de que supieran lo que estaba pasando, hubo bastante y de sobra para todos.
Si fue algo así lo que sucedió, no fue literalmente la multiplicación de los panes y de los pescados; fue el milagro de la transformación de personas egoístas en personas generosas al contacto de Jesús. Fue el milagro del nacimiento del amor en corazones reservados. Fue el milagro de hombres y mujeres cambiados, con algo de Cristo en ellos que desterraba el egoísmo. Cuando pasó eso, entonces en el sentido más real Cristo los alimentó consigo mismo y envió Su Espíritu a morar en sus corazones. No importa cómo entendamos este milagro. Una cosa es segura: Donde está Cristo, los cansados encuentran reposo y las almas hambrientas son alimentadas.

Aquí vemos lo que podríamos llamar el ritmo de la vida cristiana. La vida cristiana es un constante entrar en la presencia de Dios desde la presencia de la sociedad, y salir de la presencia de Dios a la presencia de nuestros semejantes. Es como el ritmo del descanso y el trabajo. No podemos trabajar a menos que tengamos un tiempo de descanso; y el sueño no nos vendrá a menos que hayamos trabajado hasta cansarnos.
Hay dos peligros en la vida. El primero es el peligro de una actividad demasiado constante. Ninguna persona puede trabajar sin-descansar; y ninguna persona puede vivir la vida cristiana a menos que se tome tiempo con Dios. Bien pudiera ser que todos los problemas de nuestras vidas estuvieran en que no Le damos a Dios la oportunidad de hablarnos, porque no sabemos estarnos quietos y escuchar; no Le damos tiempo a Dios para recargar nuestras energías y fuerza espiritual, porque no apartamos un tiempo para esperar en Él. ¿Cómo podremos asumir las cargas de la vida si no tenemos contacto con el Que es el Señor de toda la vida? ¿Cómo podremos hacer la obra de Dios a menos que sea con las fuerzas que Dios da? ¿Y cómo podremos recibir esas fuerzas si no buscamos en tranquilidad y a solas la presencia de Dios?.

Segundo, existe el peligro de retirarnos demasiado. La devoción que no desemboca en la acción no es la verdadera devoción.

La oración que no desemboca en las obras de servicio no es la verdadera oración. No debemos nunca buscar la comunión con Dios a fin de evitar la comunión con nuestros semejantes, sino para prepararnos mejor para ella. El ritmo de la vida cristiana es el encuentro alternativo con Dios en el lugar secreto y con nuestros semejantes en los diversos campos de la actividad humana.

Pero el descanso que Jesús buscaba para Sí mismo y para Sus discípulos no tendría lugar. Las multitudes vieron marcharse a Jesús y a Sus hombres. En este lugar determinado, el lago no tiene más que seis kilómetros de ancho yendo en barca, y quince kilómetros por tierra, rodeando el lago por la parte superior. En un día sin viento, o con viento contrario, se podría necesitar un cierto tiempo para cruzar en barca, y una persona que anduviera deprisa podría rodear el lago a pie y llegar antes que la barca.

Eso fue lo que sucedió aquel día; y cuando Jesús y Sus hombres desembarcaron al otro lado, la misma multitud de la que se habían querido retirar para estar tranquilos un tiempo los estaba esperando allí.

Cualquier persona corriente se habría molestado mucho. El descanso que Jesús deseaba y necesitaba y se había ganado con creces se Le negaba. Le invadían Su intimidad. Cualquier persona normal se habría enfadado, pero Jesús Se conmovió de misericordia: por la condición lastimosa de la multitud. Los miró; iban desesperadamente en serio; querían tanto lo que Él solo les podía dar; Le parecían como ovejas que no tuvieran pastor. ¿Qué quería decir con eso?

(i) Una oveja son pastor no puede encontrar el camino. Dejados a nosotros mismos, nos perdemos en la vida. El doctor Caims hablaba de personas que se sienten como «chiquillos en la lluvia.» Dante tiene un verso en el que dice: «Me desperté en medio del bosque, y estaba oscuro, y no se veía ningún camino.» La vida puede llenarnos de confusión. Puede que nos encontremos en un cruce de caminos, y no sepamos cuál tomar. Es solamente cuando Jesús nos guía y nosotros Le seguimos cuando podemos encontrar el camino:

(ii) Una oveja sin pastor no puede encontrar pastos ni agua. En esta vida tenemos que buscar sustento. Necesitamos fuerzas para seguir adelante; necesitamos inspiración para elevarnos por encima de nosotros mismos. Cuando buscamos estas cosas en otro sitio, nuestra mente sigue insatisfecha, nuestro corazón inquieto, nuestra alma en ayunas. Sólo podemos obtener las fuerzas para la vida del Que es el Pan de la Vida.

(iii) Una oveja sin pastor no tiene defensa frente a los peligros que la acechan. No se puede defender ni de los ladrones ni de las fieras. Si la vida nos ha enseñado algo es que no podemos vivir solos. Nadie se puede defender a sí mismo de las tentaciones que le asedian y del mal del mundo que le ataca. Sólo en la compañía de Jesús podemos caminar por el mundo y librarnos del mal. Sin Él no tenemos defensa; con Él estamos a salvo.

Poco es mucho en las manos de Jesús

Es un hecho indudable que ningún milagro de Jesús parece haberles hecho tanta impresión a los discípulos como este, porque es el único que nos cuentan los cuatro evangelios. Ya hemos visto que el evangelio de Marcos realmente incorpora los materiales de la predicación de Pedro. El leer esta historia, tan sencilla pero también tan dramáticamente contada, es leer algo que suena al relato de un testigo presencial. Notemos algunos de sus detalles peculiares y realistas.

La multitud se sentó en la hierba verde. Es como si Pedro estuviera viendo otra vez toda la escena con los ojos de la memoria. Resulta que esta breve frase descriptiva nos provee de un montón de información. La única parte del año cuando la hierba estaría verde sería al final de la primavera, al final de abril. Así es que sería por entonces cuando tuvo lugar este milagro. En esa época, el sol se pone hacia las seis de ta tarde; así es que esto tiene que haber sucedido algo antes de esa hora.

Marcos nos dice que se sentaron en secciones de cien o de cincuenta. La palabra que se usa para secciones (prasíai) es una palabra muy pictórica. Es el término griego normal para lechos de plantas en una huerta o de flores en un jardín. Mirando a esos pequeños grupos, sentados ordenadamente, parecerían como bancales de plantas en una huerta.

Al final recogieron doce cestas de pedazos sobrantes. Ningún judío ortodoxo viajaba nunca sin su cesta característica (kofinos). Los autores latinos nos han dejado chistes que se hacían de los judíos con sus cestas. Había dos razones para llevar esa cesta, que estaba hecha de mimbre y tenía un cuello estrecho que se iba ensanchando hacia abajo. La primera era que un judío ortodoxo tenía que llevar sus provisiones de comida para estar seguro de comer alimentos pernútidos por la Ley. Segunda, muchos judíos iban por la vida de pordioseros profesionales, y metían lo que les daban en su cesta. La razón de que hubiera doce cestas es sencillamente que los apóstoles eran doce. Fue en sus propias cestas donde recogieron ahorrativamente los trozos sobrantes para que no se perdiera nada.

Lo más maravilloso de esta historia es que por toda ella discurre el contraste implícito entre la actitud de Jesús y la de Sus discípulos.

(i) Nos muestra dos reacciones a la necesidad humana. Cuando los discípulos vieron lo tarde que era y lo cansada y hambrienta que estaba la gente, dijeron: «Despídelos para que puedan encontrar algo de comer.» Lo que equivalía a decir: «Estas personas están cansadas y hambrientas. Líbrate de ellas, y que sea otro el que se preocupe de ellos.» Pero Jesús dijo: «Dadles vosotros algo de comer.» Lo que Jesús estaba diciendo de hecho era: «Estas personas están cansadas y hambrientas. Tenemos que ayudarlas.» Siempre hay personas que se dan perfecta cuenta de que hay otras que tienen dificultades y problemas, pero que quieren pasarle la responsabilidad de hacer algo para ayudarlos a algún otro; y hay algunas personas que, cuando ven que alguien está pasando apuros, se sienten impulsados a ayudarle por sí mismos. Hay algunos que dicen: «Que se encarguen otros.» Y hay quienes dicen: « La necesidad de nú hermano es mi responsabilidad.»

(ii) Nos muestra dos reacciones a los recursos humanos. Cuando Jesús les pidió a Sus discípulos que le dieran a la gente algo de comer, insistieron en que doscientos denarios no bastarían para comprar solamente el pan. La palabra que usan casi todas las versiones es denario. Esta era una moneda de plata que representaba el salario diario de un obrero. Lo que los discípulos estaban diciendo realmente era: « Lo que ganara un obrero en seis meses no bastaría para darle a cada uno de estos el pan de una comida.» Realmente querían decir: « Lo que nosotros podamos tener es totalmente insuficiente.»

Jesús les preguntó: « ¿Cuánto tenéis?» Tenían cinco panes. No serían hogazas grandes, sino más bien panecillos. Juan (6:9) nos dice que eran panecillos de cebada, que eran el alimento de los más pobres de los pobres. El pan de cebada era el más barato y áspero de todos. También tenían dos pescados, que serían probablemente del tamaño de sardinas. Teriquea -que quiere decir «el pueblo del pescado salado»- era un lugar muy conocido en las proximidades del lago, dei que se mandaba pescado salado a todo el mundo. Los pescaditos salados se comían con delicia con los panecillos secos.

No parecía gran cosa. Pero Jesús lo tomó en Sus manos, e hizo maravillas con ellos. En las manos de Jesús, poco es siempre mucho. Puede que creamos que tenemos poco talento o pocos medios que ofrecerle a Jesús. Esa no es razón para un pesimismo derrotista como el de los discípulos. Lo único fatal es decir: «Para lo que yo puedo hacer, no vale la pena intentarlo.» Si nos ponemos en manos de Jesucristo, está por ver lo que Él puede hacer con nosotros y por medio de nosotros.

Este es el único milagro de Jesús que nos cuentan los cuatro evangelistas (cp. Mateo 14:13ss; Marcos 6:30ss, y Juan 6:1 ss). Empieza de una manera encantadora: con la vuelta de los Doce de su expedición. Nunca hubo un tiempo en el que Jesús necesitara más que entonces estar a solas con ellos; por eso se los llevó a los alrededores de Betsaida, una aldea al borde del Jordán, al Norte del Mar de Galilea. Pero, cuando la gente descubrió que se les había marchado, salieron en su búsqueda a millares, y Él les salió al encuentro y les dio la bienvenida.

Aquí tenemos toda la compasión divina. Casi todos nos habríamos molestado de que se nos invadiera la tranquilidad que tanto nos había costado conseguir. ¿Cómo nos habríamos sentido si hubiéramos buscado algún lugar solitario para estar con nuestros amigos más íntimos, y de pronto se nos presentara un ruidoso gentío con sus demandas insistentes? Algunas veces estamos demasiado ocupados para que se nos interrumpa; pero para Jesús la necesidad humana era siempre lo más importante.

Caía la tarde; los hogares estaban lejos, y todos estaban cansados y hambrientos. Jesús dejó perplejos a sus discípulos cuando les dijo que le dieran de comer a toda aquella gente. Hay dos maneras honradas de considerar este milagro. La primera, se puede creer sencillamente que Jesús creó comida para aquella vasta multitud. La segunda, y esto es lo que algunos creen que sucedió, es que la gente estaba hambrienta, pero era egoísta. Todos llevaban algo de comer, pero no lo querían sacar para no tener que compartirlo con otros. Los Doce pusieron a disposición de todos sus reducidos recursos, y entonces otros se sintieron movidos a sacar lo que tenían, y al final hubo más que suficiente para todos. Así es que se puede considerar como un milagro que cambió a las personas reservadas y egoístas en personas generosas, un milagro en el que Cristo cambió el interés de cada uno en sí, mismo en voluntad de compartir. Es posible que lo que sucedió incluía las dos cosas; porque, ¿de qué serviría un milagro que saciara el hambre de un momento pero dejara a todos tan egoístas como antes? ¿No es este milagro moral el que necesita el mundo, en el que sabemos que habría suficiente para todos si los que tienen de más estuvieran dispuestos a compartir con los que tienen de menos? Por otra parte, es la inquebrantable certeza de la fe que Dios suple y multiplica los recursos naturales cuando los usamos con gratitud y obediencia a su voluntad.

Antes de distribuir los alimentos, Jesús dio gracias a Dios por ellos. Según un dicho judío, «el que participa de algo sin darle gracias a Dios es como si le robara a Dios.» La oración que se hacía en las casas judías antes de las comidas era: «Bendito seas, Señor, Rey del Universo, que haces salir el pan de la tierra.» Jesús no quería ponerse a comer sin dar gracias antes al Dador de toda buena dádiva.

Esta es una historia que nos dice muchas cosas.

(i) Jesús estaba preocupado porque la gente tenía hambre.

Sería interesantísimo calcular el tiempo que pasó Jesús, no hablando, sino aliviando el dolor de la gente y satisfaciendo sus necesidades. Jesús sigue necesitando la ayuda de nuestras manos. La madre que ha pasado una parte considerable de la vida preparando comidas para su hambrienta familia; el médico, la enfermera, el amigo y el pariente que han dedicado la vida a aliviar el dolor de otros; el reformador y el obrero sociales que se han consumido tratando de mejorar las condiciones de vida de hombres y mujeres, han predicado sermones mucho más efectivos que muchos oradores elocuentes.

(ii) La ayuda de Jesús era generosa. Hubo de sobra para todos. El amor no escatima las cosas para que haya lo justo y nada más. Así es Dios. Cuando se siembra un paquete de semillas, es corriente que luego haya que quitar y tirar más plantitas que las que se dejan en el surco. Dios ha creado un mundo en el que hay más que suficiente para todos si estamos dispuestos a compartir.

(iii) Como siempre, hay una verdad permanente en lo que sucedió aquel día. En Jesús se suplen todas las necesidades humanas. Hay hambre del alma; hay en todos nosotros, por lo menos a veces, un ansia de encontrar algo a lo que valga la pena dedicar la vida. «Nuestros corazones están inquietos hasta que encuentran reposo en Él.» «Mi Dios suplirá todas vuestras necesidades», decía Pablo (Filipenses 4:19). Y esto hasta en los desiertos de esta vida. Había veces que Jesús quería retirarse de la gente. Estaba sometido a un estrés continuo, y necesitaba descansar. Además, necesitaba estar a solas con Sus discípulos para irlos guiando a una comprensión más profunda de Sí mismo. Y también necesitaba tiempo para la oración. En esta ocasión particular era prudente retirarse para no tener una colisión frontal con las autoridades, porque todavía no había llegado la hora del conflicto final.

De Cafarnaún al otro lado del mar de Galilea había una distancia de unos siete kilómetros, que recorrieron en la barca. La gente había estado observando con admiración las obras de Jesús. Era fácil adivinar la dirección que llevaba la barca, así es que se dieron prisa para dar la vuelta a la parte superior del mar por tierra. El río Jordán entra por el extremo Norte del mar de Galilea. Dos millas río arriba estaba los vados del Jordán. Cerca de los vados había un pueblo que se llamaba Betsaida Julias, para distinguirla de la otra Betsaida de Galilea; y era hacia ese lugar hacia el que se dirigía Jesús (Lucas 9:10). Cerca de Betsaida Julias, casi a la orilla del lago, había una llanurita en la que solía haber buena hierba. Iba a ser el escenario de un acontecimiento extraordinario.

En un principio Jesús había subido a la colina que hay detrás de la llanura y se había sentado allí con Sus discípulos. Luego, el gentío empezó a presentarse en tropel. Habían recorrido a toda prisa 15 km rodeando el lago y vadeando el río. Se nos dice que era cerca de la fiesta de la Pascua, lo que haría que hubiera aún más gente en las carreteras. Posiblemente muchos iban de camino por allí a Jerusalén. Muchos peregrinos galileos viajaban por el Norte, cruzaban el vado, pasaban a Perea y luego volvían a cruzar el Jordán por Jericó. El camino era más largo, pero les permitía evitar el paso por la odiada y peligrosa Samaria. Es probable que los grupos de peregrinos que iban a Jerusalén para la fiesta de la Pascua engrosaran el gentío.

A Jesús se le avivó la compasión a la vista de la multitud. Llegaban hambrientos y agotados. Era natural acudir en primer lugar a Felipe, que era de Betsaida (Juan l: 44) y conocería bien los recursos de la región. Jesús le preguntó dónde se podían obtener alimentos. La respuesta de Felipe era descorazonadora,,:. Dijo que, aun en el caso de que se pudiera conseguir, costaría más de 200 denarios dar a cada uno de los presentes aunque nos, fuera más que un bocado. Recordemos que un denarios serían, unas diez pesetas; pero era el salario diario de un obrero, así; que tendríamos que calcular a lo que equivaldría hoy en día en cada país. En España sería algo así como medio millón de pesetas. El sueldo de siete meses. Comprendemos la perplejidad de Felipe.

Pero entonces aparece Andrés en la escena. Había descubierto a un chaval que llevaba cinco panecillos de cebada y dos pescaditos. Probablemente aquello era su merendilla. A lo mejor había salido a pasar el día en el campo, y se había unido al gentío. Andrés, como tenía por costumbre, le trajo a Cristo.

El chico no llevaba gran cosa. El pan de cebada era el más barato, y se tenía en poco. En la Misná se estipula la ofrenda que debe ofrecer una mujer que haya sido sorprendida en adulterio. Debe, desde luego, hacer la ofrenda de la expiación. Con todas las ofrendas se incluía comida, que consistía en harina, vino y aceite mezclados. Por lo general se usaba harina de trigo; pero se establecía que, en el caso de la ofrenda por adulterio, la harina podía ser de cebada, que es comida de animales, porque el pecado de la mujer había sido propio de los tales. El pan de cebada era el de los más pobres.

Los pescaditos no serían más grandes que sardinas. El pescado en escabeche que se preparaba en Galilea en aquel tiempo se conocía en todo el imperio romano. Entonces el pescado fresco era un lujo inasequible para la mayoría, porque no había medios para transportarlo y conservarlo en buenas condiciones. Pececillos parecidos a las sardinas que abundaban en el mar de Galilea eran los que se conservaban en escabeche, y esos serían los que llevara el muchacho para hacer más apetitoso el pan de cebada.

Jesús les dijo a Sus discípulos que hicieran que la gente se sentara. Tomó en Sus manos los panecillos y los pescaditos y dio gracias a Dios por ellos. Al hacerlo estaba actuando como el padre de aquella familia. La acción de gracias sería la que se decía entonces en las casas: «Bendito seas, oh Señor nuestro Dios, Que haces que el pan salga de la tierra.» La gente comió hasta quedar satisfecha. Hasta la palabra que se usa para satisfecha, llena (jortázesthai), es muy sugestiva. Antiguamente, en griego clásico, era una palabra que se usaba de cebar los animales. Cuando se usaba de las personas quería decir «darse un hartazgo» o «una jartá».

Cuando la gente se quedó satisfecha, Jesús mandó a Sus discípulos que recogieran los restos. ¿Por qué? En las fiestas judías se tenía la costumbre de dejar algo para los servidores. Lo que se dejaba se llamaba la pea; y no hay duda que eso es lo que harían muchos en esta ocasión.

Se recogieron doce cestas llenas de pedazos sobrantes. Sin duda cada uno de los apóstoles tendría su cesta (kófinos, como en español cofín). Solía tener una forma como de botella, y ningún judío viajaba sin ella. Dos veces menciona Juvenal (3:14; 6:542) «al judío con su cestita y su manojo de heno.» (El heno era para usarlo de cama, porque parece que había muchos judíos errantes).

El judío con su cestita inseparable era un tipo notorio. La llevaba, en parte, porque guardaba lo que encontrara de interés; y también para llevar su propia comida si quería cumplir todas las reglas alimentarias judías. Con los restos de aquella comida, cada discípulo llenó su cestita. Así se alimentó la hambrienta multitud, y más.

El sentido de un milagro

Tal vez nunca sepamos exactamente lo que sucedió en aquella llanurita herbosa cerca de Betsaida Julias. Vamos a considerarlo de tres maneras.

(a) Podemos considerarlo sencillamente como un milagro en el que Jesús multiplicó panes y pescados. Algunos lo encontrarán difícil de imaginar; y algunos lo encontrarán difícil de conciliar con el hecho de que eso es lo que Jesús se negaba a hacer en Sus tentaciones (Mateo 4:3s). Si podemos creer en el sencillo carácter milagroso de este milagro, no tenemos por qué cambiar de opinión. Pero si estamos perplejos, consideremos otras dos explicaciones.

(b) Puede que se tratara en realidad de una comida sacramental. En el resto el capítulo, el lenguaje de Jesús es el que usó en la última Cena acerca de comer Su carne y beber Su sangre. Podría ser que en esta comida no les dio más que un bocadito, como el sacramento, que cada persona recibía; y la emoción y la maravilla de la presencia de Jesús y la realidad de Dios convirtió aquella miguita sacramental en algo que realmente alimentó sus corazones y almas, como sigue sucediendo en la Mesa de Comunión hasta nuestros días.

(c) Puede que haya otra explicación muy entrañable. Cuesta creer que aquella multitud se había puesto en camino para una expedición de quince kilómetros sin hacer los más mínimos preparativos. Si había peregrinos entre ellos, es de suponer que llevarían provisiones para el camino. Pero puede ser que ninguno sacara lo que llevaba porque, por un egoísmo muy humano, se lo quería guardar para él mismo. Puede ser que Jesús, con aquella cautivadora sonrisa Suya, sacara las escasas reservas que tenían É1 y Sus discípulos; con una fe radiante diera gracias a Dios, y empezara a compartirlo; y que, movidos por Su ejemplo, todos los que tuvieran algo hicieran lo mismo, y a1 final hubiera suficiente, y más que suficiente, para todos.

Puede que este sea un milagro en el que la presencia de Jesús convirtiera una multitud de hombres y mujeres egoístas en una comunidad de personas dispuestas a compartir. Puede que esta historia represente el milagro más grande de todos, no el de un cambio que se realizó en unos panes y unos peces, sino en unos hombres y unas mujeres. ¿No es éste el milagro que tiene que asumirse en la humanidad, y que estamos seguros de que se repetiría si, siguiendo el ejemplo de Cristo, aprendiéramos todos a compartir?

Fuera como fuera, allí había ciertas personas sin las cuales el milagro no habría sido posible.

(i) Estaba Andrés. Hay un contraste entre Andrés y Felipe. Felipe fue el que dijo: «Estamos en una situación desesperada. No se puede hacer nada.» y Andrés fue el que dijo: «¡A ver lo que puedo hacer yo! Seguro que Jesús hará todo lo demás.»

Fue Andrés el que trajo a aquel muchacho a Jesús, lo que fue el primer paso para que se realizara el milagro. No podemos saber nunca lo que puede suceder cuando le traemos a alguien a Jesús. Si un padre entrena a su hijo en el conocimiento y el amor y el temor de Dios, no hay nadie que pueda decir lo que Dios puede llegar a hacer algún día con ese niño. Si un maestro de escuela dominical le lleva un niño a Jesús, nadie puede saber lo que algún día Jesús hará con él. Se cuenta que un anciano maestro de escuela alemán, cuando entraba en el aula por la mañana, se quitaba el sombrero para saludarlos respetuosamente. Una vez alguien le preguntó por qué lo hacía, y él contestó: «Uno no sabe lo que uno de estos chicos puede llegar a ser el día de mañana.» Y tenía razón: uno de aquellos niños era Martín Lutero.

Andrés no sabía lo que pasaría con aquel chico y su merendilla cuando le trajo a Jesús aquel día, pero estaba aportando una pieza clave para que sucediera un milagro. No podemos calcular las posibilidades cuando le traemos a alguien a Jesús.

(ii) Estaba el muchacho. No podía ofrecer mucho; pero con aquello tuvo Jesús el material necesario para obrar un milagro. Habría habido un acontecimiento maravilloso menos en la humanidad si aquel chico se hubiera guardado sus panes y sus peces para sí, y nadie se lo habría podido reprochar.

Jesús necesita lo que le podamos ofrecer. Puede que no sea mucho, pero Él lo necesita. Puede que el mundo se vea privado de milagro tras milagro y triunfo tras triunfo porque no le traemos a Jesús lo que tenemos y lo que somos. Si nos colocáramos en el altar de su servicio, no se puede decir lo que Él haría con nosotros y por medio de nosotros. Puede que sintamos no tener más y nos dé vergüenza traer tan poco; pero eso no es razón para dejar de aportar lo que tenemos y somos: Poco es a menudo mucho en las manos de Cristo.

La reacción del gentío

Cuando toda aquella gente se dio cuenta de lo que había hecho Jesús, dijeron: – ¡No cabe duda que Éste es el Profeta Que tenía que venir al mundo! Pero Jesús, consciente de que iban a venir a apoderarse de Él para hacerle rey, se retiró a la montaña .a solas.

Aquí tenemos la reacción de la multitud. Los judíos esperaban al Profeta que creían que les había prometido Moisés. «Profeta de en medio de ti, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor tu Dios. A él atenderéis» (Deuteronomio 18: J5). En aquel momento, en Betsaida Julias, estaban dispuestos a reconocer a Jesús como el esperado Profeta, y hacerle rey por aclamación popular. Pero aquello sucedía no mucho antes de que otro gentío gritara: « ¡Crucifícale, crucifícale!» ¿Por qué le aclamaron entonces en la primera de estas dos ocasiones?

Una de las razones fue que estaban ansiosos por respaldar a Jesús porque les había dado lo que ellos querían. Los había curado y los había alimentado; en consecuencia, estaban dispuestos a reconocerle como su jefe. Hay tal cosa como una lealtad interesada. Hay tal cosa como amor de despensa. El doctor Johnson, en uno de sus momentos más cínicos, definió el agradecimiento como «un sentimiento vivo de favores que se espera que continúen.»

La actitud del gentío nos desagrada. Pero, ¿somos nosotros tan diferentes? Cuando queremos consuelo en la aflicción, fuerza en la dificultad, paz en el revuelo, ayuda en la depresión, esperanza ante la muerte, no hay nadie tan maravilloso como Jesús, y le hablamos y vamos a Él y le abrimos nuestro corazón; pero, cuando nos viene con alguna seria demanda de sacrificio, con algún desafío al esfuerzo, con el ofrecimiento de alguna cruz, no queremos saber nada de Él. Si nos examinamos el corazón, puede que descubramos que nosotros también queremos a Jesús por lo que le podamos sacar. Además, la gente quería usar a Jesús para sus propios fines y moldearle de acuerdo con sus propios sueños. Estaban esperando al Mesías; pero se le figuraban a su manera. Buscaban a un Mesías que fuera un rey conquistador, que le pisara el cuello al águila romana y expulsara sus legiones de su tierra. Habían visto lo que Jesús podía hacer; y lo que se les pasaba por la mente era: «Este Hombre tiene poder, un poder maravilloso. Si le podemos uncir a Él con todo Su poder a nuestros sueños, empezarán a suceder cosas.» Si hubieran sido honrados, habrían reconocido que lo que querían era usarle para sus propios fines.

Veamos, otra vez: ¿somos nosotros tan diferentes? Cuando invocamos a Cristo, ¿es para que nos dé fuerzas para proseguir con nuestros proyectos e ideas, o para aceptar Sus planes y deseos humilde y obedientemente? ¿Es nuestra oración: «Señor, dame fuerzas para hacer lo que Tú quieres que haga,» o: «Señor, dame fuerzas para hacer lo que yo quiero hacer»? Aquella multitud de judíos habría seguido a Jesús al momento porque les daba lo que ellos querían, y deseaban usarle para sus propios fines. Esa actitud todavía prevalece. Querríamos los dones de Cristo sin Su Cruz; querríamos usarle en vez de dejarle que nos usara Él.

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