No amontonen riquezas aquí en la tierra, donde la polilla destruye y las cosas se echan a perder, y donde los ladrones entran a robar. Vendan lo que tienen, y den a los necesitados; procúrense bolsas que no se hagan viejas, riqueza sin fin en el cielo, donde el ladrón no puede entrar ni la polilla destruir. Más bien amontonen riquezas en el cielo. Pues donde esté tu riqueza, allí estará también tu corazón. Sean como criados que están esperando a que su amo regrese de un banquete de bodas, preparados y con las lámparas encendidas, listos a abrirle la puerta tan pronto como llegue y toque. Nadie, ningún sirviente puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas. Mateo 6:19-24; Lucas 12:33-36, 16:13
La manera más corriente y normal de organizar la vida consiste sencillamente en dar prioridad a las cosas que duran. Sea que nos estemos comprando ropa, o un coche, o una alfombra, o muebles, es de sentido común mirar más allá de las apariencias y comprar cosas que se han hecho con solidez y buena técnica para durar. Eso es exactamente lo que Jesús nos está diciendo aquí. Nos dice que nos concentremos en las cosas que duran.
Jesús se refiere a tres cosas de las que dependía la riqueza en Palestina.
(i) Les dice a Sus seguidores que no consideren su tesoro cosas que la polilla puede destruir.
En Oriente, una parte importante de la riqueza de una persona consistía en ropa fina y elaborada. Cuando Guiezi, el criado de Eliseo, quería sacarle algo de provecho al general sirio Naamán, que se había curado de la lepra siguiendo las instrucciones de Eliseo, le pidió un talento de plata y dos vestidos de gala nuevos: –Todo bien –respondió él–. Pero mi señor me envía a decirte: «Acaban de venir a verme de los montes de Efraín dos jóvenes de los hijos de los profetas; te ruego que les des un talento de plata y dos vestidos nuevos». (2 Reyes 5:22). Una de las cosas que tentaron a Acán para que pecara fue un manto hermosísimo de Sinar: Entre las cosas que tomamos en Jericó, vi un bello manto de Babilonia, doscientas monedas de plata y una barra de oro que pesaba más de medio kilo. Me gustaron esas cosas, y me quedé con ellas, y las he enterrado debajo de mi tienda de campaña, poniendo el dinero en el fondo. (Josué 7:21).
Pero tales cosas eran indignas de que se hiciera consistir en ellas el tesoro de una persona, porque las polillas las podían destruir, y su valor y belleza desaparecerían totalmente. No eran posesiones duraderas.
(ii) Les dice a Sus seguidores que no consideren su tesoro cosas que la roña puede destruir.
La palabra que traducimos por roña es brósis. Quiere decir literalmente algo que devora, pero no se usa en ningún otro texto con el sentido de roña. Lo más probable es que represente algo así: en Oriente, mucho de la riqueza de una persona consistía en cereales almacenados en grandes silos.
Pero a ese grano podían atacarlo gusanos y ratones y ratas dejando el depósito contaminado y destruido. Lo más probable es que esta frase se refiera a estos y otros parásitos que se podían introducir en un granero y destruir o comer el contenido. No eran posesiones duraderas.
(iii) Les dice a Sus seguidores que no consideren su tesoro cosas que los ladrones entran y se las llevan.
Las palabra que se usan en la Reina Valera del 95: «donde el ladrón hace el butrón» se refiere a romper el muro o a hacer un agujero o boquete; antes minar. La palabra usada en griego es doiryssein. En Palestina, las paredes de muchas casas estaban hechas de adobes, y se podían perforar fácilmente; aunque las de los ricos, que es de las que se habla aquí, eran más sólidas, y requerirían más trabajo de parte de los ladrones. Aquí se hace referencia al que ha almacenado en su casa cosas de valor, y descubre al volver un día que los ladrones han hecho un butrón y se han llevado su tesoro. No eran posesiones duraderas si estaban a merced de la intervención de cualquier ladrón emprendedor.
Así es que Jesús nos advierte de la fragilidad de tres clases de placeres y posesiones.
(i) Nos advierte de la brevedad de los placeres que se desgastan y quedan tan inservibles como la ropa vieja.
Los trajes y vestidos más lujosos, con o sin polillas, acaban por desintegrarse. Todos los placeres puramente físicos tienen la característica de desgastarse. Cada vez que se disfrutan, satisfacen menos que la anterior. Se necesita más para producir el mismo efecto.
Son como las drogas, que pierden su efecto inicial y se hacen cada vez menos efectivas. Uno tendría que ser estúpido para buscar su sumo bien en cosas que cada vez resultan menos rentables.
(ii) Nos advierte de la fragilidad de los placeres que se corroen.
El granero está expuesto al acecho de las ratas y los ratones, que lo mordisquean y roen todo. Hay ciertos placeres que pierden inevitablemente su atractivo conforme avanza la edad. Puede que sea porque se es físicamente menos capaz para disfrutar; o porque se madura algo y ciertas cosas dejan de satisfacer. Una persona no debería nunca entregarle su corazón a placeres que los años van a desvanecer; debería encontrar su delicia en las cosas cuyo atractivo el tiempo es impotente para erosionar.
(iii) Nos advierte de lo inseguros que son los placeres que se nos pueden robar.
Eso pasa con todas las posesiones materiales: no hay ni una entre ellas que sea segura; y, si uno edifica su felicidad sobre ellas, está edificando sobre una base que no es estable ni segura. Supongamos que uno organiza su vida de tal manera que su felicidad depende de su posesión de dinero; supongamos que llega una quiebra, y se despierta una mañana para descubrir que su dinero ya no vale nada.
Entonces, con su dinero, se ha desvanecido su felicidad. Si una persona es prudente, edificará su felicidad sobre cosas que no puede perder, y que son independientes de los azares y avatares de la vida. Bums escribió de las cosas transitorias: Los placeres son cual las amapolas: al tomarlas, su flor se desvanece; o cual la nieve al caer sobre el arroyo: blanca un instante, pronto desaparece.
Una persona cuya felicidad dependa de cosas así, está condenada a una desilusión trágica. Cualquier persona cuyo tesoro consista en cosas, está abocada a perderlo, porque las cosas no son estables, ni duran para siempre.
Tesoros en el cielo
La frase «tesoros en el Cielo» era corriente entre los judíos. Identificaban tales tesoros con dos cosas en particular.
(i) Decían que las obras de caridad que se hacían en la Tierra se convertían en su tesoro en el Cielo.
Los judíos contaban una famosa leyenda de un cierto rey Izates de Adiabena, que se convirtió al judaísmo: «Izates distribuyó todos sus tesoros entre los pobres el año del hambre. Sus hermanos le mandaron recado para decirle: ‹Tus padres añadieron nuevos tesoros a los que habían heredado de sus padre, pero tú has perdido tus tesoros y los suyos› Y él les contestó: ‹Mis padres reunieron tesoros para aquí abajo, pero yo los he reunido para Arriba; ellos almacenaron tesoros en un sitio sobre el que puede gobernar el poder humano, pero yo los he almacenado en un lugar sobre el que no puede gobernar el poder humano; mis padres coleccionaron tesoros que no producen ningún interés, pero yo he reunido tesoros que sí lo producen; mis padres allegaron tesoros de dinero, pero yo los he allegado de almas; mis padres reunieron tesoros para otros, pero yo los he reunido para mí; mis padres allegaron tesoros en este mundo, pero yo los he allegado para el mundo por venir.› »
Tanto Jesús como los rabinos judíos estaban seguros de que lo que se almacena con fines egoístas se pierde, mientras que lo que se comparte generosamente produce tesoros en el Cielo.
Ese era el principio de la Iglesia Cristiana en sus primeros días. La Iglesia Primitiva siempre se cuidaba amorosamente de los pobres, los enfermos, los abatidos, los indigentes y todos los que no le importaban a nadie. En los días de la terrible persecución del emperador Decio, las autoridades romanas entraron violentamente en una iglesia. Iban a expoliarla de los tesoros que creían que guardaba. El prefecto romano le exigió al diácono Laurentio: «Muéstrame tus tesoros inmediatamente.» Laurentio señaló a las viudas y huérfanos que alimentaban, a los enfermos que cuidaban, a los pobres que ayudaban, y dijo: «Estos son los tesoros de la Iglesia.» La Iglesia siempre ha creído que «perdemos lo que guardamos, y conservamos lo que damos.»
(ii) Los judíos conectaban siempre la frase tesoros en el Cielo con el carácter.
Cuando le preguntaron al rabí Yosé ben Kisma si estaba dispuesto a vivir en una ciudad pagana con la condición de que le pagaran generosamente sus servicios, replicó que no viviría en ningún lugar excepto en un hogar de la Ley; «porque -dijo- cuando parte una persona, no la acompañan ni la plata, ni el oro, ni las piedras preciosas, sino sólo el conocimiento de la Ley, y las buenas obras que haya hecho.» La Religión, el personaje de El gran teatro del mundo, de Calderón, le dice al Mundo, que estaba despojando de todo a los que salían de él: «No me puedes quitar mis buenas obras. Estas solas del mundo se han sacado.»
«Y oí una voz que me decía desde el cielo: ‹Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor.› Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen» (Apocalipsis 14:13).
Como dice el macabro refrán español: «Una mortaja no tiene bolsillos.» Lo único que una persona puede sacar de este mundo al más allá es ella misma; y cuanto más persona sea, mayor será su tesoro en el Cielo.
(iii) Jesús concluye esta sección afirmando que, donde esté el tesoro de una persona, allí estará también su corazón.
Si todo lo que valora y aprecia una persona está en la Tierra, no tendrá ningún interés en un mundo más allá de este; si a lo largo de toda su vida ha tenido los ojos puestos en la eternidad, valorará poco las cosas de este mundo. Si todo lo que una persona aprecia y valora está en este mundo, entonces saldrá de él a regañadientes; pero si sus pensamientos se han mantenido en el mundo más allá, saldrá de este con alegría, porque va por fin a Dios. Una vez le enseñaron al doctor Johnson un gran palacio con sus jardines. Cuando lo había visto todo, se volvió a su acompañante, y le dijo: «Estas son las cosas que le hacen difícil a una persona el morir.»
Jesús no dijo nunca que este mundo no tenía importancia; pero dijo explícita e implícitamente muchas veces que su importancia no está en sí mismo, sino en aquello a lo que nos conduce. Este mundo no es un fin en sí mismo, sino una etapa en el camino; y, por tanto, una persona no debe rendirle su corazón a este mundo y a lo que hay en él, sino debe tener los ojos puestos en la meta más allá.
El servicio exclusivo
Nadie puede ser esclavo de dos amos; porque, o aborrecerá a uno y querrá al otro, o se pondrá de parte de uno y despreciará al otro. No se puede ser esclavo de Dios y de las cosas materiales.
Para los que vivían en el mundo antiguo, este dicho era todavía más gráfico que para nosotros. La Reina-Valera lo traduce: «Ninguno puede servir a dos señores.» Pero eso no se acerca a la fuerza del original. La palabra que traduce servir es duleuein; dulos es un esclavo; y duleuein quiere decir ser esclavo de alguien. La palabra que la Reina-Valera traduce señores es kyrios, y kyrios es la palabra que denota absoluta propiedad. Comprendemos mejor el sentido si lo traducimos: «Nadié puede ser esclavo de dos amos.»
Para entender todo lo que esto quiere decir e implica debemos recordar dos cosas sobre los esclavos en el mundo antiguo. Primero, un esclavo no era una persona, sino una cosa, a los ojos de la ley. No tenía absolutamente ningunos derechos; su amo podía hacer con él lo que le diera la gana.
A los ojos de la ley, el esclavo era una herramienta viva. Su amo le podía vender, apalear, expulsar y hasta matar. Su amo era su propietario tan totalmente que poseía todo lo que fuera o tuviera.
Segundo, en el mundo antiguo un esclavo no tenía literalmente nada de tiempo para sí mismo. Cada momento de su vida pertenecía a su amo. En las condiciones actuales de vida, una persona tiene ciertas horas para trabajar y, fuera de esas horas de trabajo, las restantes son suyas. De hecho es posible a menudo el que una persona encuentre los intereses reales de su vida fuera de las horas de su trabajo. Puede que trabaje en una oficina durante el día, y que toque el violín en una orquesta por la noche; y puede que sea en su música donde encuentre su vida real. O puede que trabaje en una mina o en una fábrica durante el día y dirija un club de jóvenes por la noche, y que sea en esto último donde encuentre más compensaciones y la expresión verdadera de su personalidad. Pero esto no le era posible a un esclavo. El esclavo no tenía ni un momento de tiempo que le perteneciera. Todos sus momentos pertenecían a su amo, y toda su persona estaba siempre a disposición de su amo.
Esta es, pues, nuestra relación con Dios. En relación con Dios no tenemos derechos propios; Dios debe ser el dueño indiscutible de nuestras vidas. No podemos preguntarnos nunca: «¿Qué quiero yo hacer ahora?» Siempre debemos preguntarnos: «¿Qué quiere Dios que haga ahora?» No tenemos tiempo que sea exclusivamente nuestro. No podemos decir unas veces: «Haré lo que Dios quiera que haga,» y otras: «Haré lo que yo quiera.» El cristiano no tiene un tiempo en que no es cristiano; no hay ningún momento en que puede bajarse el listón o estar fuera de servicio. Un servicio de Dios a tiempo parcial o intermitente no basta. Ser cristiano tiene que ser a pleno tiempo. En ningún otro sitio de la Biblia se nos presenta más claramente el servicio exclusivo que Dios demanda.
Jesús continúa diciendo: «No podéis servir a Dios y a mamoná» (Reina-Valera 95). Esta era la palabra hebrea para las posesiones materiales. En su origen no era una palabra mala. Los rabinos, por ejemplo, tenían un dicho: «Que el mamoná de tu prójimo te sea tan digno de respeto como el tuyo propio.» Es decir: uno debería considerar las posesiones materiales de su prójimo como algo tan sagrado como las suyas. Pero la palabra mamoná tuvo una historia de lo más curiosa y reveladora. Procede de una raíz que quiere decir confiar un depósito; y mamoná era lo que uno le confiaba al banquero o a la empresa de seguridad que fuera para que se lo guardara de todo riesgo. Pero, conforme fueron pasando los años, mamoná llegó a significar, no lo que uno confía, sino aquello en lo que uno confía. Así pues, mamoná acabó escribiéndose con mayúscula Mamoná y a considerarse como nada menos que un dios.
La historia de esta palabra muestra bien a las claras que las posesiones materiales pueden llegar a usurpar un lugar en la vida que no estaba programado que ocuparan. En principio, las posesiones materiales de una persona eran las cosas que se confiaban a otra persona para que las tuviera a salvo; por último, llegaron a ser las cosas en las que la persona ponía su confianza.
No se puede describir mejor el dios de una persona que diciendo que es el poder en el que confía; y cuando se pone la confianza en las cosas materiales, estas se han convertido, no en su apoyo, sino en su dios.
Lugar de las posesiones materiales
Este dicho de Jesús nos obliga a plantearnos el lugar que deben ocupar en nuestra vida las posesiones materiales. La enseñanza de Jesús descansa sobre tres grandes principios:
(i) En último análisis, todas las cosas pertenecen a Dios. La Escritura lo deja bien claro. «Del Señor es la Tierra y todo lo que hay en ella; el mundo, y todos los que lo habitan» (Salmo 24:1). «Porque Mías son todas las bestias del bosque, y el ganado de un millar de collados… Si Yo tuviera hambre, no te lo diría a ti, porque el mundo y todos los seres que habitan en él son Míos» (Salmo 50:10,12).
En las parábolas de Jesús, es el amo el que les confía sus talentos a sus siervos: A uno de ellos le entregó cinco mil monedas, a otro dos mil y a otro mil: a cada uno según su capacidad. Entonces se fue de viaje. (Mateo 25:15), y el propietario el que les confía su viña a sus campesinos: Escuchen otra parábola: El dueño de una finca plantó un viñedo y le puso un cerco; preparó un lugar donde hacer el vino y levantó una torre para vigilarlo todo. Luego alquiló el terreno a unos labradores y se fue de viaje. (Mateo 21:33). Este principio tiene consecuencias incalculables. Las personas pueden comprar y vender cosas; hasta cierto punto pueden cambiarlas y organizarlas, pero no crearlas. El propietario indiscutible de todas las cosas es Dios. No hay nada en el mundo que uno pueda decir: «Esto es mío,» sino solamente: «Esto pertenece a Dios, Que me permite usarlo.»
De aquí surge un gran principio de la vida. No hay nada en el mundo de lo que nadie pueda decir: «Esto es mío, y hago con ello lo que me da la gana.» Por el contrario, lo que debe decir es: «Esto es de Dios, y debo usarlo como quiere su Propietario.»
Se cuenta de una niña de la ciudad a la que llevó su maestra un día al campo. No había visto nunca tantas flores juntas. Se volvió a su maestra, y le dijo: «¿Cree usted que a Dios Le molestará que coja algunas de Sus flores?» Esa es la actitud correcta con la vida y todo lo que hay en el mundo.
(ii) El segundo principio básico es que las personas son siempre más importantes que las cosas.
Si se adquiere las posesiones, si se amasa el capital, si se acumula la riqueza a costa de tratar a las personas como cosas, entonces todas esas riquezas son malas. Siempre y cuando se olvide ese principio, o no se tenga en cuenta, o se viole, se producirá irremisiblemente un desastre a gran escala.
En muchos países industrializados, en el día de hoy estamos sufriendo en el mundo de las relaciones industriales las consecuencias de haber tratado a las personas como cosas en los días de la revolución industrial. Sir Arthur Bryant cuenta en su English Saga algunas de las cosas que sucedían entonces. Se empleaban niños de siete y ocho años y hasta hay un caso de uno de tres años, para trabajar en las minas. Algunos de ellos arrastraban carretillas por aquellas galerías andando a gatas; otros bombeaban el agua metidos en ella hasta las rodillas doce horas al día; otros, a los que llamaban «los tramperos,» abrían y cerraban las puertas para la ventilación, encerrados en cámaras hasta dieciséis horas al día. En 1815 los niños trabajaban en los molinos desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche sin ni siquiera medio día libre los sábados, y con nada más que media hora para el desayuno y otra media para la comida. En 1833 había 84,000 niños menores de 14 años en las fábricas. Hasta se conoce el caso de niños que ya no se necesitaban, que los echaban a la deriva. Los empresarios objetaban a la expresión «echar a la deriva,» y decían que los niños habían sido puestos en libertad. Reconocían que los niños lo podían tener crudo.
«Tendrían que intentar sobrevivir pidiendo limosna o algo así.» En 1842, a los tejedores de Bumley les pagaban siete peniques y medio al día, y a los mineros de Staffordshire dos chelines y medio.
Hubo algunos que reconocieron la locura criminal de aquella sociedad. Carlyle tronaba: «Si la industria del algodón está fundada sobre los cuerpos de niños escuálidos, debe desaparecer; si el diablo se apodera de tus fábricas de algodón, ciérralas.» Se pretendía que la mano de obra barata era necesaria para mantener los precios bajos. Coleridge contestaba: «Habláis de hacer este artículo más barato reduciendo su precio en el mercado de 8 peniques a 6. Pero daos cuenta de que al hacerlo habéis debilitado a vuestro país frente a los enemigos extranjeros; daos cuenta de que habéis desmoralizado a miles de vuestros compatriotas, y habéis sembrado el descontento entre una y otra clases de la sociedad. Vuestro artículo sale intolerablemente caro por lo que yo veo.»
Es indudable que las cosas han cambiado considerablemente desde entonces; pero hay tal cosa como la memoria de la raza. En lo hondo de la memoria inconsciente de la gente quedó grabada indeleblemente la impresión de aquellos días. Siempre que se trata a las personas como cosas, como máquinas, como instrumentos de producción y de enriquecimiento de los que los emplean, el desastre será la consecuencia de esa situación tan naturalmente como al día sigue la noche. Una nación solo olvida a su riesgo el hecho fundamental de que las personas son siempre más importantes que las cosas.
(iii) El tercer principio es que la riqueza material es siempre un bien subordinado.
La Biblia no dice que «el dinero es la causa de todos los males;» pero sí dice que «el amor al dinero es la raíz de todos los males»: Porque el amor al dinero es raíz de toda clase de males; y hay quienes, por codicia, se han desviado de la fe y se han causado terribles sufrimientos. (1 Timoteo 6:10). Es muy posible encontrar en las cosas materiales lo que ha llamado alguien «una salvación rival.» Una persona puede que crea que, porque es rica, puede comprarlo todo, y salir airosa de cualquier situación. La riqueza se puede convertir en su vara de medir; puede llegar a ser un único deseo, la única arma para enfrentarse con la vida. Si se desean los bienes materiales para tener una independencia honrosa, para ayudar a la familia y hacer algo por los semejantes, eso está bien; pero si se desean simplemente para amontonar placeres, y para multiplicar el lujo; si la riqueza se ha convertido en el fin principal del hombre, por y para lo que uno vive, ha dejado de ser un bien subordinado, y ha usurpado el lugar que sólo Dios debe ocupar en la vida.
Una cosa surge de todo esto: el poseer riqueza, dinero, cosas materiales, no es un pecado, pero sí una tremenda responsabilidad. Si uno posee muchas cosas materiales, no es algo por lo que se le deba felicitar, sino por lo que se deba orar, para que las use como Dios manda y quiere.
Dos cuestiones acerca de las posesiones
Las posesiones nos plantean dos cuestiones importantes, y todo dependerá de las respuestas que demos a esas cuestiones.
(i) ¿Cómo obtuvo una persona sus posesiones? ¿De una manera que le gustaría que Jesucristo pudiera ver, o de una manera que querría ocultarle a Jesucristo?
Una persona puede obtener sus posesiones a expensas de su honradez y honor. George Macdonald nos cuenta la historia de un tendero de aldea que se hizo muy rico. Siempre que medía tela, la medía con los dos dedos gordos dentro de la medida, así que siempre medía de menos.
George Macdonald dice de él: «Se lo restaba a su alma, y se lo sumaba a su bolsa.» Uno puede enriquecer su cuenta corriente a expensas de empobrecer su alma.
Una persona puede obtener sus posesiones aplastando intencionadamente a algún rival más débil. El éxito de muchos está basado en el fracaso de otros. La prosperidad de muchos se ha conseguido a base de echar a la cuneta a otros. Es imposible comprender cómo una persona que prospera así puede dormir por la noche.
Una persona puede obtener sus posesiones a expensas de obligaciones más elevadas.
Robertson Nicoll, el gran editor, nació en una casa pastoral del Nordeste de Escocia. Su padre tenía una sola pasión: Comprar y leer libros. Era pastor y nunca ganaba más de doscientas libras al año; pero se hizo con la biblioteca privada más grande de Escocia, llegando a los 17,000 libros. No los usaba para sus sermones; sencillamente estaba loco por poseerlos y leerlos. Cuando tenía cuarenta años se casó con una chica de veinticuatro. A los ocho años, ella murió de tuberculosis; de una familia de cinco, sólo dos pasaron de los veinte años. El crecimiento canceroso de los libros llenaba todas las habitaciones y pasillos de la casa pastoral.
Puede que fuera la delicia del poseedor de los libros, pero mató a su mujer y a su familia.
Hay posesiones que se adquieren a un precio demasiado elevado. Uno se debe preguntar: «¿Cómo adquiero yo las cosas que poseo?»
(ii) ¿Cómo usa una persona sus posesiones?
Una persona puede que use las cosas que ha adquirido de varias maneras. Puede que no las use en absoluto. Puede que padezca la manía avarienta que se deleita sencillamente en poseer. Sus posesiones puede que sean totalmente inútiles y la inutilidad siempre invita al desastre. Puede que las use de una manera totalmente egoísta. Puede que una persona quiera tener más sueldo simplemente para tener un coche más grande, un aparato nuevo de televisión, y unas vacaciones más caras. Puede que piense en sus posesiones sencilla y únicamente en términos de lo que pueden hacer por él.
Puede que las use malvadamente. Uno puede usar sus posesiones para persuadir a algún otro a hacer las cosas que no tiene derecho a hacer, o vender lo que no tiene derecho a vender. Se ha sobornado o seducido al pecado a muchos jóvenes con el dinero de algún otro. La riqueza da poder, y una persona corrompida puede usar sus posesiones para corromper a otros y eso es un pecado muy terrible a los ojos de Dios.
Una persona puede que use sus posesiones para su propia independencia y para la felicidad de otros. No se necesita una gran fortuna para hacer eso, porque una persona puede ser lo mismo de generosa con cien pesetas como con un millón, porque la generosidad nada tiene que ver con la cantidad que se da y sí con la intención que se da. Uno no puede equivocarse mucho si usa sus posesiones para ver cuánta felicidad puede llevar a otros. Pablo recuerda un dicho de Jesús que se habría olvidado a no ser por él: «Es más bienaventurado el dar que el recibir» (Hechos 20:35). Es una característica de Dios el dar; y, si en nuestras vidas apreciamos el dar por encima del recibir, usaremos lo que poseamos como es debido, sea mucho o poco.
No era extraño en la Palestina de aquel tiempo el llevar los pleitos a los rabinos más respetables; pero Jesús se negó a dejarse involucrar en cuestiones de dinero. Eso sí, siempre que trataron de inmiscuirlo aprovechó la ocasión para establecer cuál había de ser la actitud de sus seguidores en relación con las cosas materiales. Jesús tenía algo que decirles tanto a los que tenían abundancia de bienes materiales como a los que no.
(i) Jesús dirigió esta parábola del Rico Insensato a los que tienen muchos bienes de este mundo. Dos cosas resaltan en ese hombre.
(a) Nunca veía más allá de sí mismo. Es la parábola en que aparecen más palabras de la primera persona: yo, me, mí, mi, mío.
A un alumno le preguntaron una vez qué clase de palabras eran mío y tuyo, y contestó: «Pronombres agresivos» en vez de posesivos. El rico insensato era agresivamente egoísta. Si le sobraba algo, no pensaba en dárselo a nadie. Toda su actitud era lo contrario del Evangelio: en vez de negarse a sí mismo se afirmaba agresivamente a sí mismo; en vez de encontrar la felicidad en el dar, la buscaba en el guardar para sí.
El principio de John Wesley era ahorrar todo lo que pudiera, y dar todo lo que pudiera. Cuando estaba en Oxford tenía unos ingresos de 30 libras al año: vivía con 28 y daba las otras 2. Cuando sus ingresos ascendieron a 60 libras, a 90 y a 120 al año, todavía vivía con 28 y daba el resto. El inspector general de la plata le dijo que tenía que pagar un impuesto, y Wesley contestó: «Tengo dos cucharillas de plata en Londres y otras dos en Bristol. Esa es toda la plata que tengo de momento, y no tengo intención de comprar más mientras haya tantas personas a mi alrededor que necesitan pan.» Los romanos tenían el dicho de que el dinero es como el agua del mar: cuanta más se bebe, más sed se tiene. Mientras se tenga la actitud del rico insensato, el deseo es tener más y eso es lo contrario del Evangelio.
(b) Nunca veía más allá de este mundo. Todos sus planes eran para esta vida.
Una vez estaban hablando un joven ambicioso y un hombre mayor que conocía la vida. El joven decía: «Me prepararé para una profesión.» Y el hombre le preguntaba: «¿Y luego?» «Pondré un negocio.» «¿Y luego?» «Haré una fortuna.» « ¿Y luego?» «Supongo que me iré haciendo viejo, y me retiraré y viviré de las rentas.» « ¿Y luego?» «Bueno, supongo que algún día me tendré que morir.» «¿Y luego?» ¡Inquietante final! El que no quiere acordarse de que hay otra vida está destinado a sufrir la más trágica desilusión.
(ii) Pero Jesús tenía algo que decirles a los que tenían pocos bienes de este mundo.
En todo este pasaje, lo que Jesús prohíbe es la ansiedad o la preocupación. Jesús no dijo nunca que tenemos que vivir como unos vagos, o manirrotos, o pródigos. Lo que sí dijo es que tenemos que hacerlo todo lo mejor posible, y dejar el resto a Dios. Los lirios de los que habla Jesús eran las amapolas, que pueblan las laderas de los montes después de los infrecuentes chubascos veraniegos. En un día florecen y mueren. La leña escaseaba en Palestina, y se usaba la hierba y las flores secas para calentar el horno. «Si Dios -dijo Jesús- se cuida de los pájaros y de las flores, ¡cuánto más se cuidará de vosotros!»
Jesús dijo: «Buscad en primer lugar el Reino de Dios.» Ya hemos visto que el Reino de Dios se hace realidad en la Tierra cuando se hace la voluntad de Dios tan perfectamente como en el Cielo; así es que Jesús estaba diciendo: «Aplicad todo vuestro esfuerzo a obedecer a la voluntad de Dios, y contentaos con eso. Mucha gente aplica todos sus esfuerzos a amontonar cosas que por naturaleza no pueden durar. Trabajad por las cosas que duran para siempre, que no tendréis que dejar atrás cuando salgáis de este mundo, sino que podréis llevar con vosotros.»
En Palestina, como en el resto del mundo, la riqueza se veía muchas veces en la manera de vestir; ¡pero la ropa lujosa puede ser presa de las polillas! En cambio, si una persona viste su alma con ropa de honor y pureza y bondad, nada de este mundo la puede estropear. Si buscamos nuestro tesoro en el Cielo, allí se orientarán los anhelos del corazón; y, si en la Tierra, en ella quedará retenido nuestro corazón, y algún día tendremos que decirles adiós; porque, como dice el tenebroso y realista proverbio, «Una mortaja no tiene bolsillos.»