Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, y a Santiago,y a Juan su hermano; y subiendo con ellos solos a un alto monte, en lugar apartado se puso a orar. Y mientras estaba orando, se transfiguró en su presencia; de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos y refulgentes y de un candor extremado como la nieve, tan blancos que no hay lavandero en el mundo que así pudiese blanquearlos. Y al mismo tiempo les aparecieron en forma gloriosa Moisés y Elías conversando con Jesús, y hablaban de su salida, la cual estaba para verificar en Jerusalén. Entonces Pedro, absorto con lo que veía, tomando la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es quedarnos aquí; si te parece, formemos aquí tres pabellones o tiendas, uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías. Porque él no sabía lo que decía; por estar todos sobrecogidos del pasmo. Todavía estaba Pedro hablando, cuando una nube resplandeciente vino a cubrirlos; y viéndolos entrar en esta nube, quedaron aterrados, y al mismo instante resonó desde la nube una voz que decía: Este es mi querido Hijo, en quien tengo todas mis complacencias. A Él habéis de escuchar. A esta voz los discípulos cayeron sobre su rostro en tierra, y quedaron poseídos de un gran espanto. Mas Jesús se acercó a ellos, los tocó, y les dijo: Levantaos, y no tengáis miedo. Y alzando los ojos, no vieron a nadie más, sino a Jesús. Y al bajar del monte, les puso Jesús precepto, diciendo: No digáis a nadie lo que habéis visto, hasta tanto que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos. En efecto, guardaron en su pecho el secreto; aunque andaban discurriendo entre sí que querría decir con aquellas palabras: Cuando hubiese resucitado de entre los muertos. Sobre lo cual le preguntaron los discípulos: ¿Pues cómo dicen los escribas que debe venir primero Elías? A esto Jesús les respondió: En efecto, Elías ha de venir antes y restablecerá entonces todas las cosas; y como está escrito del Hijo del hombre, ha de padecer mucho y ser vilipendiado. Pero yo os declaro que Elías ya vino, y no le conocieron, sino que hicieron con él todo cuanto quisieron, según estaba escrito, así también harán ellos padecer al Hijo del hombre. Entonces entendieron los discípulos que les había hablado de Juan Bautista. Mateo 17: 1-13; Marcos 9: 2-13; Lucas 9: 28-36
Al gran momento de Cesarea de Filipo siguió el gran momento del monte de la Transfiguración. Reconstruyamos primeramente la escena en que vino este momento de gloria a Jesús y a Sus tres discípulos escogidos. Hay una tradición que identifica el monte de la Transfiguración con el monte Tabor, pero no es probable. En la cima del monte Tabor había una fortaleza armada y un gran castillo; parece casi imposible que la Transfiguración pudiera tener lugar en una montaña que era una fortaleza. Mucho más probable es que la escena de la Transfiguración tuviera lugar en el monte Hermón. Hermón estaba a unos 25 kilómetros de Cesarea de Filipo. Hermón tiene 2,800 metros de altitud sobre el Mediterráneo, y 3,000 sobre el nivel del mar de Galilea, y 3,400 sobre el del mar Muerto. Es tan alto que se puede ver perfectamente desde el mar Muerto, al otro extremo de Palestina, a más de 150 kilómetros.
No puede haber sido en el pico más alto donde esto sucedió. Sería demasiado alto. El canon Tristram nos cuenta cómo lo escalaron él y su equipo. Pudieron cabalgar hasta casi la cima, en lo que tardaron cinco horas. No es fácil mantenerse activo a esas alturas. Tristram dice: «Pasamos una gran parte del día en la cima, pero nos sentimos penosamente afectados por lo enrarecido de la atmósfera.»
Sería en algún lugar de las laderas del hermoso y majestuoso monte Hermón donde tuvo lugar la Transfiguración. Tiene que haber sido por la noche. Lucas nos dice que los discípulos estaban rendidos de sueño (Lucas 9:32). Ya era el día siguiente cuando Jesús y Sus discípulos bajaron a la llanura, y se encontraron esperándoles al padre del muchacho epiléptico (Lucas 9:37). Así es que sería a la caída de la tarde, o ya de noche, cuando tuvo lugar esta maravillosa escena.
¿Por qué fue allí Jesús? ¿Por qué hizo esta expedición a aquellas solitarias laderas? Lucas nos da la clave. Nos dice que Jesús estuvo orando (Lucas 9:29).
Debemos colocarnos, hasta donde nos sea posible, en el lugar de Jesús. Para entonces estaba de camino hacia la Cruz. De eso estaba totalmente seguro; una y otra vez se lo dijo a Sus discípulos.
En Cesarea de Filipo Le hemos visto enfrentándose con un problema y resolviéndolo. Le hemos visto tratando de descubrir si había alguno que hubiera reconocido Quién y qué era Él. Hemos visto que aquella pregunta tuvo una respuesta triunfal, porque Pedro había captado el gran hecho de que a Jesús solamente podía describírsele como el Hijo de Dios. Pero había una pregunta todavía más grande que esa, que Jesús tenía que contestar antes de iniciar Su último viaje.
Tenía que estar totalmente seguro, sin la menor sombra de duda, de que estaba haciendo lo que Dios quería que hiciera. Tenía que estar seguro de que era de veras la voluntad de Dios el que Él fuera a la Cruz. Jesús subió al monte Hermón a preguntarle a Dios: «¿Estoy haciendo Tu voluntad al afirmar Mi rostro para ir a Jerusalén?» Jesús subió al monte Hermón para escuchar la voz de Dios. Nunca quería dar ningún paso sin consultárselo a Dios. ¿Cómo iba a dar el paso más importante de todos sin consultárselo? En toda situación hacía una pregunta y sólo una: « ¿Es la voluntad de Dios para Mí?» Y esa era la pregunta que Le estaba haciendo a Dios en la soledad de las laderas del Hermón.
Es una de las diferencias supremas entre Jesús y nosotros, que Jesús siempre preguntaba:«¿Qué quiere Dios que Yo haga?;» y nosotros casi siempre preguntamos: « ¿Qué es lo que yo quiero hacer?» Decimos a menudo que la única característica de Jesús era que no tenía pecado. ¿Qué queremos decir con eso? Precisamente esto: que Jesús no tenía más voluntad que la voluntad de Dios. La actitud del cristiano debe ser siempre la que expresó Teresa de Jesús: «Lo que da valor a nuestra. voluntad es juntarla con la de Dios, de manera que no quiera otra cosa sino lo que Su Majestad quiere.» Y en forma poética: Vuestra soy, para Vos nací, ¿Qué mandáis hacer de mí? Soberana Majestad, Eterna Sabiduría, Bondad buena al alma mía, Dios, Alteza, un Ser, Bondad, la gran vileza mirad que hoy os canta amor así: ¿Qué mandáis hacer de mí? Vuestra soy, pues me criasteis; vuestra, pues me redimisteis; vuestra, pues que me sufristeis; vuestra, pues que me llamasteis; vuestra, pues que me esperasteis; vuestra, pues no me perdí. ¿Qué mandáis hacer de mí? ¿Qué mandáis, pues, buen Señor, que haga tan vil criado? ¿Cuál oficio le habéis dado a este esclavo pecador? Veisme aquí, mi dulce Amor; Amor dulce, veisme aquí. ¿Qué mandáis hacer de mí? …Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz crecida, flaqueza o fuerza cumplida, que a todo digo que sí. ¿Qué mandáis hacer de mí? Dadme Calvario o Tabor, desierto o tierra abundosa, sea Job en el dolor, o Juan que al pecho reposa; sea viña fructuosa o estéril si cumple así. ¿Qué mandáis hacer de mí?
Cuando Jesús tenía un problema, no trataba de resolverlo solamente mediante el poder de Su propio pensamiento; tampoco se lo presentaba a otros para recibir un consejo humano; se lo llevaba a un lugar solitario y se lo presentaba a Dios.
La bendición del pasado
Allí, en las laderas de la montaña, se Le aparecieron a Jesús dos grandes figuras: Moisés y Elías. Es fascinante ver en cuántos aspectos la experiencia de estos dos grandes siervos de Dios armonizaba con la de Jesús. Cuando Moisés descendió del monte Sinaí, no sabía que la piel de su rostro resplandecía (Éxodo 34:29). Tanto Moisés como Elías tuvieron sus experiencias más íntimas de Dios en la cima de las montañas. Moisés subió al monte Sinaí para recibir las tablas de la Ley (Éxodo 31:18). Fue en el monte Horeb donde Elías encontró a Dios, no en el viento, ni en el terremoto, sino en el silbo apacible y delicado (1 Reyes 19:9-12). Es curioso que no hubo nada terrible acerca de las muertes de Moisés y Elías. Deuteronomio 34:5s nos cuenta la solitaria muerte de Moisés en el monte Nebo. Parece como si Dios mismo hubiera enterrado al gran líder del pueblo: «Y Él le enterró en la tierra de Moab, enfrente de Bet Peor; pero nadie conoce el lugar de su sepultura hasta hoy mismo.» En cuanto a Elías, el antiguo relato nos dice que marchó del lado del sobrecogido Eliseo en una carroza de fuego con caballos de fuego (2 Reyes 2:11). Las dos grandes figuras que se Le aparecieron a Jesús cuando iniciaba Su marcha hacia Jerusalén fueron hombres que parecían demasiado grandes para morir.
Además, como ya hemos visto, era la creencia general de los judíos que Elías había de ser el precursor y heraldo del Mesías, y también creían, por lo menos algunos maestros judíos, que, cuando el Mesías viniera, Le acompañaría Moisés.
Nos es fácil ver lo adecuada que era esta visión de Moisés y Elías. Pero ninguna de las razones expuestas es la razón verdadera por la que Jesús tuvo la visión de Moisés y Elías.
Una vez más, hemos de volver al relato que nos hace Lucas de la Transfiguración. Nos dice que Moisés y Elías hablaron con Jesús, como dice la versión Reina-Valera, «de Su partida, que Jesús iba a cumplir en Jerusalén» (Lucas 9:31). La palabra que se usa para partida en el original griego es muy significativa. Es éxodos, que es de la que se deriva la palabra éxodo en castellano.
La palabra éxodo tiene un trasfondo especial; es la que se ha utilizado siempre en relación con la salida del pueblo de Israel de la tierra de Egipto, por un camino desconocido del desierto que acabaría conduciéndolos a la Tierra Prometida. La palabra éxodo es la que describe lo que bien podríamos llamar el viaje más aventurero de la Historia humana, un viaje en el que todo un pueblo, en absoluta dependencia de Dios, salió a lo desconocido.
Eso era precisamente lo que Jesús iba a hacer. En absoluta dependencia de Dios iba a ponerse en camino en una aventura tremenda en ese viaje hacia Jerusalén, un viaje erizado de peligros, que conducía inevitablemente a la Cruz, pero un viaje que desembarcaría en la Gloria.
En el pensamiento judío, estas dos figuras, Moisés- y Elías, siempre representaban ciertas cosas. Moisés fue el más grande de todos los legisladores; fue suprema y singularmente el hombre que trajo a la humanidad la Ley de Dios. Elías fue el más grande de todos los profetas; .por medio de él habló la voz de Dios a los hombres de una manera inconfundible. Estos dos hombres eran las cimas gemelas de la historia y la evolución religiosa de Israel. Es como si las figuras más grandes de la historia de Israel vinieran a Jesús cuando se ponía en camino en la última y más grande aventura hacia lo desconocido, y Le dijeran que siguiera adelante. En ellos, toda la Historia se levantaba y Le -señalaba a Jesús el camino. En ellos, toda la Historia reconocía a Jesús como su consumación. El más grande de los legisladores y el más grande de los profetas reconocieron a Jesús como Aquel con Quien ellos habían soñado, como el Que ellos habían anunciado. La aparición de ellos fue la señal para Jesús para seguir adelante. Así pues, las más grandes figuras humanas testimoniaron a Jesús que seguía el auténtico camino, y Le animaron a salir en Su aventurado éxito a Jerusalén y al Calvario.
Pero hubo más que eso; no fueron solos el más grande legislador y el más grande profeta los que aseguraron a Jesús que iba bien; la misma voz de Dios resonó para decirle que estaba en el verdadero camino. Todos los evangelistas hablan de la nube luminosa que los envolvió. La nube era .parte de la historia de Israel. A lo largo de toda su historia, la nube luminosa representaba la sejiná, que era nada menos que la gloria del Dios todopoderoso.
En Éxodo leemos acerca de la columna de nube que había de guiar al pueblo por el camino durante el día, que se volvía una columna de fuego por la noche (Éxodo 13:21 s). En otro lugar de Éxodo leemos acerca de la construcción y terminación del Tabernáculo; y al final del relato encontramos estas palabras: «Entonces la nube cubrió el Tabernáculo de reunión, y la gloria del Señor llenó el Tabernáculo» (Éxodo 40:34). Fue en la nube como el Señor descendió para dar las tablas de la Ley a Moisés (Éxodo 34:5). Una vez más nos encontramos con esta misteriosa nube luminosa en la dedicación del templo de Salomón: «Al salir los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa del Señor» (1 Reyes 8: lOs; cp. 2 Crónicas 2:13s; 7:2). Por todo el Antiguo Testamento nos encontramos con esta imagen de la nube en la que se encontraba la misteriosa gloria de Dios.
Podemos añadir otro detalle gráfico a lo dicho. Los viajeros nos cuentan un curioso y característico fenómeno relacionado con el monte Hermón. Edesheim escribe: «Una extraña peculiaridad se ha notado acerca de Hermón; en «la extrema rapidez con que se forma una nube en su cima. En pocos minutos, una espesa capa se forma sobre la cima de la montaña, y se dispersa con la misma rapidez hasta desaparecer completamente.»» No hay duda que en esta ocasión se formó una nube en las laderas de Hermón; ni tampoco que, en un principio, los discípulos no le dieron ninguna importancia, porque Hermón era célebre por las nubes que iban y venían en él. Pero algo extraordinario sucedió; no nos es dado suponer lo que fue; pero la nube se hizo luminosa y misteriosa, y de ella llegó la voz de la Majestad divina, poniéndole el sello de la aprobación de Dios a Jesús Su Hijo. Y en ese momento fue contestada la oración de Jesús; y Él supo sin que Le quedara la menor duda que lo correcto era seguir adelante.
El monte de la Transfiguración fue para Jesús una cima espiritual. Su éxodo se extendía delante de Él. ¿Estaba siguiendo el camino correcto? ¿Tenía razón en aventurarse hacia Jerusalén y esperar los brazos abiertos de la Cruz? En primer lugar, recibió el veredicto de la Historia: el más grande de los legisladores y el más grande de los profetas Le dijeron que siguiera adelante. Y después, algo infinitamente más grande Le vino: la voz que Le transmitía nada menos que la aprobación de Dios. La experiencia del monte de la Transfiguración fue la que Le permitió a Jesús recorrer inflexiblemente el camino a la Cruz.
La instrucción de Pedro
Pero podemos suponer que el episodio de la Transfiguración contribuyó algo, no solamente para Jesús, sino también para Sus discípulos.
(i) Los discípulos tienen que haberse quedado con la mente desconcertada y apesadumbrada ante la insistencia con que Jesús les decía que tenía que ir a Jerusalén a sufrir y a morir. Tiene que haberles parecido como si no les esperara nada más que una vergüenza tenebrosa. Pero, de principio a fin, toda la atmósfera del monte de la Transfiguración fue gloria. El rostro de Jesús brilló como el Sol, y Su ropa destellaba y relucía como la luz.
Los judíos conocían muy bien la promesa de Dios a los justos victoriosos: «Sus rostros brillarán como el Sol» (2 Esdras 7:97). Ningún judío podría haber visto nunca esa nube luminosa sin pensar en la sejiná, la gloria de Dios que se cernía sobre Su pueblo. Hay un pequeño detalle muy revelador en este pasaje. No menos de tres veces en sus ocho breves versículos aparece la pequeña interjección: «¡He aquí! ¡Fijaos!» Es como si Mateo no pudiera ni contar la historia sin tomar aliento de vez en cuando ante su asombrosa maravilla.
Aquí había algo sin duda alucinante para elevar los corazones de los discípulos y permitirles ver la gloria a través de la vergüenza; el triunfo, a través de la humillación; la corona, más allá de la Cruz. Está claro que todavía no podían entenderlo todo; pero sin duda captarían algún ligero atisbo de que la Cruz no era solo humillación, sino que, de alguna manera, también estaba teñida de gloria; de que, de alguna manera, la gloria era la misma atmósfera del éxodo hacia Jerusalén y hacia la muerte.
(ii) Además, Pedro tiene que haber aprendido dos lecciones aquella noche. Cuando Pedro despertó a lo que estaba sucediendo, su primera reacción fue hacer tres tabernáculos: uno para Jesús, otro para Moisés y otro para Elías. Pedro era hombre de acción; siempre estaba dispuesto a hacer algo. Pero hay un tiempo para la quietud; hay un tiempo para la contemplación, para la admiración, para la adoración, para la temerosa reverencia en la presencia de la gloria suprema.
«Estad tranquilos, y comprobad que Yo soy Dios» (Salmo 46:10). Puede que algunas veces estemos demasiado ocupados tratando de hacer algo cuando sería mejor guardar silencio, y escuchar, y maravillarnos, y adorar en la presencia de Dios. Antes de que uno pueda luchar y emprender la marcha de la aventura, debe arrodillarse ante la maravilla, y orar y adorar.
(iii) Pero esto tiene otra cara. Está claro que Pedro quena esperar en la ladera de la montaña. Quería que se prolongara aquel gran momento. No quería descender a las cosas cotidianas y ordinarias otra vez, sino quedarse para siempre en el resplandor de la gloria.
Ese es un sentimiento que todos hemos tenido alguna vez. Hay momentos de intimidad, de serenidad, de paz, de proximidad a Dios, que todos hemos conocido y querido prolongar alguna vez. Como ha dicho A. H. McNeile: « El monte de la Transfiguración siempre nos encanta más que el ministerio cotidiano o el camino de la Cruz.»
Pero el monte de la Transfiguración nos es dado solamente para proveernos de la fuerza para el ministerio cotidiano, y para ayudarnos a recorrer el camino de la Cruz. Susanna Wesley tenía una oración: «Ayúdame, Señor, a recordar que la religión no se limita a la iglesia o al retiro, ni se practica solamente en oración y meditación, sino que siempre y en todo lugar estoy en Tu presencia.» El momento de gloria no existe independientemente; existe para revestir las cosas normales y comentes con un resplandor que nunca antes tuvieron.
Enseñando el camino de la cruz
Conforme iban bajando del monte, Jesús les dio instrucciones rigurosas: No le digáis nada a nadie de la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado. Los discípulos Le preguntaron a Jesús: Entonces, ¿por qué dicen los escribas que Elías tiene que venir antes? -Es verdad lo que dicen de que Elías ha de venir a restaurar todas las cosas – les contestó Jesús- ; pero os aseguro que Elías ya ha venido, y no le reconocieron, sino que hicieron con él lo que quisieron. De la misma manera tiene que sufrir a sus manos el Hijo del Hombre. Entonces comprendieron los discípulos que Jesús les hablaba de Juan el Bautista.
Cuando se reunieron en Galilea, Jesús les dijo: El Hijo del Hombre va a ser entregado a manos de hombres que Le matarán; pero al tercer día resucitará. Y los discípulos se quedaron tremendamente apesadumbrados.
Aquí tenemos otra vez la orden de mantener el secreto, que era sumamente necesaria. El gran peligro consistía en que se proclamara a Jesús como Mesías sin saber Quién ni Qué era el Mesías.
La concepción general tanto acerca del precursor como acerca del Mesías, tenía que ser radical y fundamentalmente cambiada.
Iba a requerir mucho tiempo el desaprender la idea de un mesías conquistador; hasta tal punto formaba parte de la mentalidad judía que fue difícil, casi imposible, alterarla. Los versículos 9-13 son un pasaje muy difícil. Detrás de ellos está esta idea. Los judíos estaban de acuerdo en que antes de que viniera el Mesías, volvería Elías como Su heraldo y precursor. «He aquí que Yo os enviaré al profeta Elías antes que llegue el día grande y terrible del Señor.» Así escribía Malaquías, -y proseguía: « Y él hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres, no sea que Yo venga y castigue la Tierra con una maldición» (Malaquías 4: Ss). Poco a poco, a la idea de la venida de Elías se iban agregando detalles, hasta que los judíos llegaron a creer, no solamente que vendría Elías, sino que restauraría todas las cosas antes de la venida del Mesías; que él, digamos, haría que el mundo estuviera dispuesto para la llegada del Mesías. La idea era que Elías sería un reformador grande y terrible, que pasaría por el mundo destruyendo todo lo malo y enderezando todas las injusticias. El resultado era que tanto el precursor como el Mesías se concebían en términos de poder.
Jesús corrigió eso. «Los escribas -dijo- dicen que Elías vendrá como una bocanada de fuego purificador y vengativo. Él ya ha venido; pero su carácter fue doliente y sacrificado, como también ha de serlo el del Hijo del Hombre.» Jesús ha establecido que el método del servicio de Dios nunca consiste en acabar violentamente con la humanidad, sino en atraérsela con arrullos amorosos y un amor sacrificial.
Eso era lo que los discípulos tenían que aprender; y por eso tenían que guardar silencio hasta que lo hubieran aprendido. Si se hubieran puesto a predicar a un mesías conquistador, la consecuencia no habría sido más que una tragedia. Se ha, calculado que el siglo antes de la Crucifixión de Jesús hubo no menos de 200,000 que perdieron la vida en rebeliones inútiles. Antes de que se pudiera predicar a Cristo, había que saber Quién y Qué era Cristo; y hasta que Jesús enseñara a Sus seguidores la necesidad de la Cruz, tenían que guardar silencio y aprender. No son nuestras ideas, sino el mensaje de Cristo lo que debemos, comunicar a la humanidad; y nadie puede enseñar a otros hasta que Jesucristo le haya enseñado a él.
Nos encontramos cara a cara con un incidente de la vida de Jesús que está revestido de misterio. Sólo podemos tratar de entenderlo. Marcos dice que esto sucedió seis días después de los incidentes de los alrededores de Cesarea de Filipo.
Lucas dice que sucedió ocho días después. No tenemos aquí una discrepancia; los dos quieren decir lo que expresaríamos con «cosa de una semana después.» Tanto las iglesias de Oriente como las de Occidente celebran el recuerdo de la Transfiguración el 6 de agosto. No importa lo más mínimo que fuera o no fuera esa la fecha exacta; pero es un acontecimiento que haremos bien en recordar.
La tradición dice que la Transfiguración tuvo lugar en la cima del monte Tabor. La Iglesia Oriental de hecho llama la Fiesta de la Transfiguración el Taborion. Puede que la elección esté basada en la mención del monte Tabor en el Salmo 89:12; pero es desafortunada. El Tabor está al Sur de Galilea, mientras que Cesarea de Filipo está bastante lejos hacia el Norte. El Tabor no tiene más que 300 metros de altura, y en tiempos de Jesús había una fortaleza en la cima. Es mucho más probable que este acontecimiento tuviera lugar entre las nieves perpetuas del monte Hermón, que tiene una altura de 3,000 metros, y está mucho más cerca de Cesarea de Filipo, y donde la soledad sería mucho más completa.
No podemos explicar lo que sucedió. Sólo podemos postrarnos reverentemente para tratar de entender. Marcos nos dice que la ropa de Jesús se volvió resplandeciente. La palabra que usa (stilbein) indica los destellos radiantes de una superficie pulimentada de bronce o de oro o de acero bruñido, o el dorado resplandor de la luz del Sol. Cuando el incidente llegó a su fin, una nube los cubrió con su sombra. En el pensamiento judío, la presencia de Dios se relacionaba regularmente con una nube. Fue en una nube donde Moisés se encontró con Dios. Fue en una nube como Dios vino al Tabernáculo. Fue una nube lo que llenó el Templo que había edificado Salomón cuando se dedicó. Y era el sueño de los judíos que, cuando viniera el Mesías, la nube de la presencia de Dios volvería al Templo (Éxodo 16:10; 19:9; 33:9; 1 Reyes 8:10; 2 Macabeos 2: 8). El que descendiera una nube es una manera de decir que el Mesías había venido, y así lo entendería cualquier judío.
La Transfiguración tiene un doble significado.
(i) Representó algo muy precioso para Jesús. Él tenía que hacer Su propia decisión. Había tomado la determinación de dirigirse hacia Jerusalén, y eso representaba enfrentarse con la Cruz y aceptarla. Tenía que estar totalmente seguro de que era la decisión correcta antes de seguir adelante. En la cumbre de la montaña recibió una doble aprobación de su decisión.
(a) Moisés y Elías se reunieron con Él. Ahora bien, Moisés era el supremo legislador de Israel, al que debía la nación la Ley de Dios. Elías era el primero y el más grande de los profetas. Siempre se le recordaba como el profeta que había traído al pueblo la misma voz de Dios. Cuando estas dos grandes figuras se encontraron con Jesús, aquello quería decir que el más grande de los legisladores y el más grande de los profetas Le decían: «¡Adelante!» Quería decir que veían en Jesús la consumación de todo lo que ellos habían soñado en el pasado; que veían en Él todo lo que la Historia esperaba y anhelaba.
Es como si, en aquel momento, se Le asegurara a Jesús que seguía el camino correcto; porque toda la Historia había ido conduciendo a la Cruz.
(b) Dios habló con Jesús. Como siempre, Jesús no consultó con Sus propios deseos, sino Se dirigió a Dios y Le dijo: «¿Qué quieres que haga?» Le presentó a Dios todos Sus planes e intenciones, y Dios Le dijo: «Estás actuando como Mi propio Hijo amado. ¡Adelante!» En el Monte de la Transfiguración se Le aseguró a Jesús que no había equivocado Su camino. Vio, no sólo que la Cruz era inevitable, sino que era esencialmente correcta.
(ii) Aportó algo muy precioso a los discípulos.
(a) Se habían quedado apabullados por la afirmación de Jesús de que iba a Jerusalén para morir. Aquello les parecía la negación de todo lo que habían entendido acerca del Mesías. Estaban todavía alucinados y confusos. Estaban sucediendo cosas que no solamente les desarticulaban la mente, sino que también les quebrantaban el corazón. Lo que vieron en el Monte de la Transfiguración les daría algo a que aferrarse aun cuando no lo pudieran comprender. Con o sin la Cruz, habían oído la voz de Dios reconociendo a Jesús como Su Hijo.
(b) Los hizo testigos de la gloria de Cristo en un sentido muy especial. Un testigo se ha definido como una persona que, primero, ve, y después, muestra. En esta ocasión, en el monte, se les mostró la gloria de Cristo; y desde entonces tenían que guardar la historia de Su gloria en sus corazones, y contársela a los hombres, no inmediatamente, sino cuando llegara la hora.
El destino del precursor
En primer lugar, Jesús empezó por darles una orden. No habían de decirle a nadie lo que habían visto. Jesús sabía perfectamente que tenían la mente abarrotada de ideas acerca de un mesías de fuerza y poder. Si contaran lo que había sucedido en la cumbre de la montaña, cómo se había manifestado la gloria de Dios, y habían aparecido Moisés y Elías, ¡todo aquello se identificaría con que había sonado la hora clave de las expectaciones populares! ¡En aquello se vería el preludio de la explosión del poder vengativo de Dios sobre las naciones del mundo! Los discípulos tenían todavía que aprender lo que quería de veras decir el mesiazgo. No había más que una cosa que se lo podría enseñar: la Cruz, y la Resurrección subsiguiente. Cuando la Cruz les hubiera enseñado lo que quería decir el mesiazgo, y cuando la Resurrección los hubiera convencido de que Jesús era el Mesías, entonces, y solamente entonces, podrían contar la historia de la gloria de la cumbre; porque entonces, y solamente entonces, la verían como debían verla: como el preludio, no del desbordamiento de la fuerza vengadora de Dios, sino como el preludio de la crucifixión del amor de Dios.
Las mentes de los discípulos seguían trabajando. No podían entender lo que querían decir las palabras de Jesús acerca de la Resurrección. Toda su actitud muestra que de hecho no las entendieron nunca antes de su cumplimiento. Toda su actitud cuando llegó la Cruz fue la de personas para las que había llegado el final de todo. No debemos echarles la culpa a los discípulos. Era sencillamente que estaban imbuidos de una idea del mesiazgo tan completamente diferente que no podían captar lo que Jesús les había dicho.
Entonces preguntaron algo que los tenía perplejos. Los judíos creían que antes que viniera el Mesías vendría Elías como Su heraldo y precursor (Malaquías 4: Ss). Según una tradición rabínica, Elías vendría tres días antes que el Mesías.
El primer día se pondría en las montañas de Israel lamentando la desolación de la tierra; y entonces clamaría con una voz que se oiría desde un extremo del mundo hasta el otro: «¡La paz viene al mundo! ¡La paz viene al mundo!» El segundo día clamaría: «¡El bien viene al mundo! ¡El bien viene al mundo!» Y el tercer día clamaría: «¡Yeshuah (Salvación) viene al mundo! ¡Yeshuah viene al mundo!» Elías restauraría todas las cosas; sanaría las familias divididas en los tenebrosos últimos días; resolvería todos los puntos dudosos del ritual y de la liturgia; limpiaría a la nación trayendo de vuelta a todos los que habían sido injustamente excluidos, y echando a los que habían sido falsamente incluidos. Elías ocupaba un puesto clave en el pensamiento de Israel. Se le concebía como continuamente activo en el Cielo y en la Tierra en provecho de los judíos, y como el heraldo de la consumación final.
Era inevitable que los discípulos se preguntaran: «Si Jesús es el Mesías, ¿qué ha pasado con Elías?» Jesús les contestó en unos términos que cualquier judío podría entender. «Elías -les dijo- ya ha venido, y los hombres hicieron con él lo que quisieron. Le tomaron, y le aplicaron arbitrariamente su propia voluntad olvidando la de Dios.» Jesús estaba refiriéndose al encarcelamiento y muerte de Juan el Bautista a manos de Herodes. Entonces, por implicación, Jesús condujo a Sus discípulos otra vez a aquel pensamiento que ellos no querían recibir, y que Él estaba decidido a que recibieran. Era como si les preguntara: « Si eso hicieron con el precursor, ¿qué no harán con el Mesías?»
Jesús estaba dándoles la vuelta a todas las ideas y nociones preconcebidas de Sus discípulos. Esperaban que surgiera Elías, que viniera el Mesías, que Dios irrumpiera en el tiempo y que hubiera una victoria arrolladora del Cielo, que ellos identificaban con el triunfo de Israel. Jesús estaba tratando de obligarlos a ver que de hecho el heraldo había sido matado cruelmente, y que el Mesías había de acabar en una cruz. Ellos seguían sin comprender, y eso por lo que siempre hace que los hombres no entiendan: porque se aferraban a sus ideas y se negaban a aceptar las de Dios. Querían que las cosas sucedieran conforme a sus deseos, y no como Dios las había ordenado. El error de sus pensamientos los había cegado a la revelación de la verdad de Dios.
Aquí tenemos otro de los momentos decisivos de la vida de Jesús en la Tierra. Debemos recordar que estaba a punto de ponerse en camino hacia Jerusalén y hacia la cruz. Ya hemos estudiado otro momento decisivo, cuando les preguntó a sus discípulos Quién creían que era Él, a fin de saber si alguien había descubierto su verdadera identidad. Pero había algo que Jesús no haría jamás: no daría ni un paso sin la aprobación de Dios. Esto es lo que le vemos buscar y recibir en esta escena. No podemos saber exactamente qué es lo que sucedió en el Monte de la Transfiguración; pero sabemos que fue algo tremendo.
Jesús había subido allí a buscar la aprobación de Dios en el paso decisivo que iba a dar. Allí se le aparecieron Moisés, el gran legislador del Pueblo de Israel, y Elías, el más grande de sus profetas. Era como si los príncipes de la vida, del pensamiento y de la religión de Israel le dijeran que siguiera adelante. Ahora Jesús podía dirigirse a Jerusalén, seguro de que por lo menos un grupito de hombres sabían Quién era, seguro de que lo que estaba haciendo era la consumación de toda la vida y el pensamiento y la obra de su nación, y seguro de que Dios estaba de acuerdo con el paso que Él daba.
Hay aquí una frase henchida de sentido. Dice que los apóstoles, «cuando se despertaron del todo, contemplaron con sus propios ojos la gloria de Jesús.»
(i) En la vida nos perdemos muchas cosas porque tenemos la mente dormida. Hay ciertas cosas que nos mantienen espiritualmente dormidos.
(a) Están los prejuicios. Tenemos las ideas tan fijas que nuestra mente está cerrada. Nuevas ideas llaman a la puerta, pero estamos tan dormidos que no las dejamos entrar.
(b) Existe el letargo mental. Hay muchos que se resisten a la fatigosa lucha del pensamiento. « No vale la pena vivir -decía Platón- una vida sin examen de conciencia.» ¿Cuántas veces nosotros pensamos las cosas realmente y a fondo?
(c) Está el amor a la tranquilidad. Tenemos una especie de mecanismo de defensa que nos hace cerrar la puerta a todo pensamiento inquietante.
Uno puede drogarse mentalmente hasta el punto de quedarse mentalmente dormido.
(ii) Pero hay innumerables cosas en la vida capaces de despertarnos.
(a) Está el dolor. Una vez dijo Elgar de una joven cantante, que era técnicamente perfecta, pero sin sentimiento ni expresión: «Será estupenda cuando algo le rompa el corazón.» A menudo el dolor nos despierta con rudeza; y en ese momento, a través de las lágrimas, vemos la gloria.
(b) Está el amor. El poeta Browning escribe de dos personas que se enamoraron. Ella le miró a él, y él a ella, «y de pronto despertaron a la vida.» El amor verdadero es un despertar a un horizonte que ni siquiera sospechábamos que existía.
(c) Está el sentimiento de necesidad. Uno puede vivir medio dormido por cierto tiempo la rutina de la vida; pero, de pronto, le asalta un problema totalmente insoluble, alguna pregunta incontestable, alguna tentación arrollador, algún desafío que exige un esfuerzo por encima de nuestras fuerzas; y en ese momento no nos queda más remedio que clamar al Cielo. Ese sentimiento de necesidad nos despierta a Dios. Haremos bien en pedir: «Señor, mantenme siempre despierto a Ti.»