Entretanto los soldados, habiendo crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, de los que hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La cual era sin costura, y de un solo tejido de arriba abajo. Por lo que dijeron entre si: No la dividamos, mas echemos suerte para ver de quien será. Con esto se cumplió la profecía que dice: Repartieron entre sí mis vestidos, y sortearon mi túnica. Entretanto Jesús decía: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen. Era ya cumplidas las nueve de la mañana, cuando le crucificaron. Y sentándose junto a Él, le guardaban. Le pusieron también sobre la cabeza estas palabras, escritas por Pilato, que denotaban la causa de su condenación: Este es Jesús de Nazaret, el Rey de los Judíos. Este rótulo lo leyeron muchos de los judíos, porque el lugar en que fue Jesús crucificado estaba contiguo ala ciudad y el título estaba en hebreo, en griego y en latín. Con esto los sacerdotes de los judíos reclamaban a Pilato: No has de escribir: Rey de los judíos; sino que el ha dicho: Yo soy el rey de los judíos. Respondió Pilato: Lo escrito, escrito esta. Y los que pasaban por allí lo insultaban y escarnecían, y blasfemaban de Él, meneando la cabeza y diciendo: ¡Hola!, tú que destruyes el templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz. De la misma manera también los príncipes de los sacerdotes, a una con los escribas y los ancianos, insultándole y mofándose decían: A otros ha salvado, y no puede salvarse a sí mismo; si es el Cristo, Rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que seamos testigos de vista, y le creamos; Él pone su confianza en Dios; pues si Dios le ama tanto, líbrele ahora, ya que el mismo decía: Yo soy el Hijo de Dios. Y eso mismo le echaban en cara aún los ladrones que estaban crucificados en su compañía. Mateo 27: 35-44; Marcos 15: 25-32; Lucas 23: 32-43; Juan 19: 18-27
Los soldados se jugaron a los dados Su ropa. Ya hemos visto que el reo era conducido al lugar de la crucifixión entre cuatro soldados, que tenían como sus gajes las ropas del condenado a muerte. Un judío llevaba cinco artículos: la camisa interior, la exterior, las sandalias, el cinto y el turbante. Cuando se habían repartido las cuatro piezas menores, les quedaba todavía la gran túnica exterior. Habría sido una pena cortarla en trozos, así es que los soldados se la jugaron a la sombra de la Cruz. Jesús fue crucificado entre dos ladrones. Fue aquello un símbolo de toda Su vida, el que hasta el final estuvo asociado con pecadores.
Siempre que se condenaba a un criminal a la cruz, se le sacaba de la sala del juicio entre cuatro soldados romanos. Luego le ponían el travesaño de la cruz en los hombros, y le conducían al lugar de la ejecución por el camino más largo posible, con otro soldado por delante que llevaba un cartel donde sé había escrito el delito, para que escarmentaran los que pudieran pensar en hacer algo parecido. Eso es lo que hicieron con Jesús.
Al principio, Jesús iba llevando la cruz (Juan 19:17); pero se ve que, con lo que ya había sufrido, le faltaron las fuerzas y no podía seguir adelante. Palestina era un país ocupado, y los soldados romanos podían requisar a cualquier ciudadano para cualquier servicio. Bastaba con un golpecito con lo plano de la espada. Cuando Jesús se hundió bajo el peso de la cruz, el centurión romano a cargo miró a su alrededor, y se fijó en Simón, natural de Cirene, la actual Trípoli, que parecía suficientemente robusto. Probablemente era un judío que se había pasado la vida ahorrando para poder comer algún día la Pascua en Jerusalén; pero también es posible que fuera un residente al que llamaban por su lugar de origen como era frecuente entre los judíos. El golpecito con lo plano de la espada fue la señal, y se encontró, quieras que no, cargando con la cruz de un criminal.
Trata de imaginarte los sentimientos de Simón. Como vimos, probablemente había venido a Jerusalén para hacer realidad el sueño de toda su vida, y se encontró dando vueltas cargado con una cruz camino del Calvario. Estaría lleno de amargura contra los dominadores romanos, y tal vez también contra el criminal que le había involucrado en su delito. Pero, si leemos entre líneas, vemos que su intervención no acabó allí. Gabriel Miró vio en él una de las Figuras de la Pasión del Señor que le habían fascinado desde que su madre le contaba la historia. Marcos nos dice que Simón era el padre de Alejandro y de Rufo (Marcos 15:21). Eso no puede querer decir más que los hijos de Simón Cireneo eran conocidos en la comunidad a la que Marcos dedicó su evangelio, que se cree que era la iglesia de Roma. Si leemos la carta del apóstol Pablo a esa iglesia, encontramos al final entre los saludos: « Recuerdos a ese noble cristiano que es Rufo, y a su madre, que me trató como a un hijo» (Romanos 16:13).
Así es que en la iglesia de Roma había un tal Rufo, un cristiano tan notable que podía considerarse como uno de los escogidos de Dios, que tenía una madre a la que Pablo quería tanto como para llamarla su madre en la fe. Es posible que este Rufo fuera el hijo, y su madre la mujer de Simón Cireneo.
Es posible que, mirando a Jesús, la amargura de Simón dejó paso a la admiración y finalmente a la fe, y fue uno de los primeros cristianos, y su familia una de las más conocidas y queridas de la iglesia de Roma. Puede ser que aquel Simón de Trípoli pensara que iba a realizar la ambición de su vida celebrando la Pascua por fin en Jerusalén; que se encontró llevando a la fuerza la cruz de un criminal; que, mirando a Jesús y tal vez oyendo una de sus últimas palabras, su amargura dejó paso a la admiración y a la fe; y que, en aquella situación que parecía que sólo le reportaría vergüenza, encontró a su Salvador. Detrás de Jesús iba un grupo de mujeres llorando por Él. Jesús se volvió y les dijo que no lloraran por Él, sino por sí mismas. Se les estaban echando encima días terribles. Para los judíos, un matrimonio sin hijos era la mayor desgracia; era una de las razones por las que se podía conceder el divorcio. Pero llegaría el día en que se consideraría afortunada a la estéril. Una vez más, Jesús está contemplando proféticamente la destrucción de la ciudad que tantas veces antes y ahora otra vez había rechazado la invitación de Dios. El versículo 31 es un refrán que se podía usar con diferentes sentidos. Aquí quiere decir que si esto se le hacía a un inocente, ¿qué se haría con los culpables algún día?
No había una muerte peor que la crucifixión. Hasta los romanos la miraban con horror. Cicerón declaraba que era « la muerte más cruel y aterradora.» Tácito dijo que era «una muerte denigrante.» Fue en su origen un método persa de ejecución. Tal vez lo inventaron porque para los persas la tierra era sagrada, y no querían contaminarla con el cuerpo de un criminal; así que le clavaban a una cruz y le dejaban morir allí, a la vista de los buitres y de las otras carroñeras que terminarían la ejecución. Los cartagineses adoptaron de los persas la crucifixión, y los romanos, de los cartagineses.
La crucifixión no era el método de ejecución que se seguía en Roma, pero sí en las provincias, aunque sólo se solía aplicar a los esclavos. Era inconcebible que se le aplicara esa muerte a un ciudadano romano. Dice Cicerón: « Es un crimen atar a un ciudadano romano; todavía un crimen mayor el apalearle; es casi como cometer un parricidio el darle muerte. ¿Y qué podría decirse de crucificarle? Acción tan nefasta no se podría describir con palabras, porque no tiene calificativo.» Fue esa muerte, la más terrible del mundo antiguo, reservada para esclavos y criminales, la que sufrió Jesús.
La rutina de la crucifixión era siempre igual. Después de celebrarse el juicio y de ser condenado el criminal, el juez pronunciaba la terrible sentencia: «¡Ibis ad crucem!» «¡Irás a la cruz!» El veredicto se llevaba a cabo inmediatamente. Se ponía al condenado en medio de un quaternium o compañía de cuatro soldados. Se le colocaba el travesaño de la cruz sobre los hombros. Era costumbre azotarle antes, y ya hemos recordado lo terrible que era; y era corriente que hubiera que seguir pinchándole o azotándole a lo largo del camino para que siguiera adelante o se levantara si se caía, hasta que llegara al lugar de la ejecución. Delante de él iba un oficial con el cartel en el que se podía leer el crimen por el que se le había condenado, y se le conducía pasando por el mayor número posible de calles. Eso se hacía por dos razones. La primera, para que el mayor número posible de personas lo vieran y tomaran ejemplo; pero también por una razón más humana: se llevaba el cartel delante del condenado por la ruta más larga para que, si alguien podía dar testimonio a su favor, saliera a hacerlo. En tal caso, se detenía la comitiva y se devolvía el caso al tribunal.
El lugar de ejecución en Jerusalén se llamaba El lugar de la Calavera, Kranion, en hebreo Gólgota. (Calvario es la palabra latina con el mismo significado). Estaba fuera de la muralla, porque no era legal crucificar a nadie dentro de los límites de la ciudad. No se sabe con absoluta certeza dónde estaba.
Se han hecho varias sugerencias para explicar el macabro nombre, Lugar de la Calavera. Cuenta una leyenda que se llamaba así porque estaba enterrada allí la calavera de Adán. Otra sugerencia es que aquel lugar estaba lleno de calaveras de crucificados; pero eso no es probable, porque, según el derecho criminal romano, el criminal tenía que permanecer crucificado hasta morir de hambre, sed o lo que fuera, una tortura que a veces duraba días; pero la ley judía decía que el cuerpo del criminal se tenía que bajar de la cruz y enterrar para la tarde. En la ley romana, el cuerpo no se enterraba, sino se dejaba a los buitres y los perros parias para que acabaran con él; pero eso habría sido ilegal para los judíos, y no se concibe que hubiera un lugar contaminado de calaveras. Lo más probable es que el lugar se llamara así por ser una colina pelada que parecía una calavera. En cualquier caso, era un nombre idóneo para las cosas macabras que en él tenían lugar.
Así es que Jesús salió, destrozado y sangrante, con la espalda rasgada en tiras por los azotes, llevando Su Cruz hasta el lugar donde había de morir.
El camino de la cruz
En este pasaje hay otras dos cosas que no debemos pasar por alto. El cartel que se puso en la Cruz de Jesús estaba escrito en hebreo, latín y griego. Estas eran las tres grandes lenguas del mundo antiguo, y representaban a tres naciones. En el plan de Dios, todas las naciones tienen algo que enseñarle al mundo; y estas tres hicieron tres grandes aportaciones al mundo y a la Historia universal. Grecia le enseñó al mundo la belleza de la forma y del pensamiento; Roma le enseñó al mundo la ley y el gobierno, e Israel le enseñó al mundo la religión y el culto del único Dios verdadero. En Jesús vemos la consumación de estas tres cosas. En Él está la suprema belleza y el pensamiento más elevado acerca de Dios. En Él está la Ley de Dios y el Reino de Dios. Y en Él está la verdadera Imagen de Dios. Todas las búsquedas y los esfuerzos del mundo encuentran en Él su culminación. Es significativo que Le llamaran Rey las tres grandes lenguas del mundo.
No cabe duda que Pilato puso aquel cartel en la Cruz de Jesús para humillar y enfurecer a los judíos. Acababan de decir que no tenían más rey que al césar; acababan de rechazar a Jesús como su Rey. Y Pilato, sarcásticamente, puso aquel cartel en la Cruz. Las autoridades judías le pidieron insistentemente que lo quitara o cambiara, pero Pilato se negó. «¡Lo escrito, escrito está!» -les contestó. Aquí tenemos a Pilato el inflexible, el que no estaba dispuesto a ceder ni un pelo. Hacía poco que había vacilado cobardemente entre crucificar a Jesús o soltarle; y había acabado por dejarse intimidar y chantajear por los judíos.
Inflexible acerca del cartel cuando había sido tan débil sobre la crucifixión. Es una de las paradojas de la vida que uno puede mantenerse firme acerca de cosas que no importan y débil ante las que tienen una importancia suprema. Si Pilato hubiera resistido las tácticas de los judíos y no les hubiera concedido su voluntad en el caso de Jesús, probablemente habría pasado a la Historia como uno de sus nobles ejemplos. Pero, como se sometió en lo más importante y sólo se mantuvo firme en lo accesorio, su nombre está cubierto de vergüenza. Pilato aplicó mal y tarde su autoridad.
Los gobernantes de los judíos Le lanzaron un último desafío: « ¡Baja de la Cruz -Le dijeron-, y creeremos en Ti!».Era precisamente el desafío imposible. Como el General Booth dijo hace tiempo: «Es precisamente porque Jesús no bajó de la Cruz por lo que creemos en Él.» La muerte de Jesús era absolutamente necesaria; y por la razón siguiente: Jesús había venido a comunicarle a la humanidad el amor de Dios. Más aún: Él mismo era el amor de Dios en persona. Si hubiera rehusado la Cruz, o si al final hubiera bajado de la Cruz, aquello habría querido decir que el amor de Dios llegaba hasta ese punto, pero no más; que había algo que aquel amor no estaba dispuesto a sufrir por los hombres; que había una línea límite que no estaba dispuesto a rebasar. Pero Jesús recorrió todo el camino, y murió en la Cruz, y esto quiere decir literalmente que el amor de Dios no tiene límite; que no hay nada en todo el universo que ese amor no esté dispuesto a arrostrar por los hombres; que no hay nada, ni siquiera la muerte en una Cruz, que se niegue a soportar por los hombres.
Desde la Cruz Jesús nos está diciendo: «Así ama Dios, con un amor sin límites que acepta cualquier sufrimiento.»
Cuando se llegaba al lugar de la ejecución, se dejaba la cruz en el suelo. Lo corriente era que tuviera la forma de una T sin nada para que reposara la cabeza. Era bastante baja, de forma que los pies del criminal estaban a poca distancia del suelo. Había un grupo de mujeres de Jerusalén que tenían costumbre de ir a las crucifixiones para darle al reo un trago de vino con drogas para que sintiera menos el horror del suplicio. También se lo ofrecieron a Jesús, pero Él lo rechazó (Mateo 27:34). Estaba decidido a sufrir la muerte hasta lo sumo, con la mente despejada y los sentidos despiertos. Los brazos del reo se extendían sobre el travesaño, y se le clavaban las manos; los pies no se solían clavar, sino sólo atar. En medio del poste había a veces una protuberancia, que llamaban la silla, que aguantaba el peso del reo para que no se rasgaran las manos. Entonces se levantaba la cruz y se afirmaba en un agujero del suelo. Lo terrible de la crucifixión era que el dolor del suplicio era inmenso, pero no producía la muerte, que llegaría a consecuencia del hambre, la sed, el frío, el calor, a veces después de muchas horas y aun días.
Se sabe de algún caso en el que el criminal se mantuvo vivo toda una semana, hasta que murió con señales indudables de locura.
La ropa del criminal se la quedaban como compensación los cuatro soldados que le habían escoltado hasta el patíbulo. Los judíos tenían cinco artículos de ropa: la túnica interior, la exterior, el cinto, las sandalias y el turbante. Cuatro se las dividieron entre los cuatro soldados, y quedaba la túnica exterior que, en el caso de la de Jesús, estaba tejida de una pieza, sin costura (Juan 19:23, 24). El haberla cortado para repartirla habría sido echarla a perder; así es que los soldados se la echaron a suertes a la sombra de la cruz. No les inquietaba el que, a poca distancia, un reo estaba agonizando lenta y horriblemente.
El cartel que se ponía en la cruz era el mismo que se había exhibido durante la marcha. Jesús dijo muchas cosas maravillosas, pero tal vez ninguna tanto como: «¡Padre, perdónalos, que no saben lo que están haciendo!» El perdón cristiano es algo extraordinario. Cuando estaban matando a pedradas a Esteban, él oraba: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hechos 7: 60). No hay nada más extraño ni más precioso que el perdón cristiano. Cuando el resentimiento amenaza con inundarnos el corazón de amargura, escuchemos otra vez al Señor pidiendo el perdón de los que le estaban crucificando, y a su siervo Pablo diciéndoles a sus amigos: «Mostraos comprensivos, compasivos con los demás, dispuestos siempre a perdonar a los que os hayan ofendido, de la manera que Dios nos ha perdonado mucho más a nosotros por medio de Jesucristo» (Efesios 4:32).
La idea de que aquel, el más horrendo crimen de la humanidad, se cometió por ignorancia, aparece en todo el Nuevo Testamento. Pedro le dijo a la gente pocos días después: « Sé que lo habéis hecho por ignorancia» (Hechos 3:17). Pablo dijo que habían crucificado a Jesús porque no le habían reconocido (Hechos 13:27). Marco Aurelio, el gran emperador romano estoico, solía decirse todas las mañanas: « Hoy te vas a encontrar con toda clase de gente desagradable: te harán daño, te injuriarán, te insultarán…; pero tú no puedes hacerles lo mismo, tú sabes más, tú eres un hombre en quien mora el Espíritu de Dios.» Otros puede que tengan el corazón lleno de resentimiento, y otros pecarán por ignorancia; pero nosotros sabemos más. Somos hombres y mujeres de Cristo, y debemos perdonar como Él perdonó.
No había una muerte peor que la crucifixión. Hasta los romanos la miraban con horror. Cicerón declaraba que era « la muerte más cruel y aterradora.» Tácito dijo que era «una muerte denigrante.» Fue en su origen un método persa de ejecución.
Tal vez lo inventaron porque para los persas la tierra era sagrada, y no querían contaminarla con el cuerpo de un criminal; así que le clavaban a una cruz y le dejaban morir allí, a la vista de los buitres y de las otras carroñeras que terminarían la ejecución. Los cartagineses adoptaron de los persas la crucifixión, y los romanos, de los cartagineses. La crucifixión no era el método de ejecución que se seguía en Roma, pero sí en las provincias, aunque sólo se solía aplicar a los esclavos. Era inconcebible que se le aplicara esa muerte a un ciudadano romano. Dice Cicerón: « Es un crimen atar a un ciudadano romano; todavía un crimen mayor el apalearle; es casi como cometer un parricidio el darle muerte. ¿Y qué podría decirse de crucificarle? Acción tan nefasta no se podría describir con palabras, porque no tiene calificativo.» Fue esa muerte, la más terrible del mundo antiguo, reservada para esclavos y criminales, la que sufrió Jesús.
La rutina de la crucifixión era siempre igual. Después de celebrarse el juicio y de ser condenado el criminal, el juez pronunciaba la terrible sentencia: «¡Ibis ad crucem!» «¡Irás a la cruz!» El veredicto se llevaba a cabo inmediatamente. Se ponía al condenado en medio de un quaternium o compañía de cuatro soldados. Se le colocaba el travesaño de la cruz sobre los hombros. Era costumbre azotarle antes, y ya hemos recordado lo terrible que era; y era corriente que hubiera que seguir pinchándole o azotándole a lo largo del camino para que siguiera adelante o se levantara si se caía, hasta que llegara al lugar de la ejecución. Delante de él iba un oficial con el cartel en el que se podía leer el crimen por el que se le había condenado, y se le conducía pasando por el mayor número posible de calles. Eso se hacía por dos razones. La primera, para que el mayor número posible de personas lo vieran y tomaran ejemplo; pero también por una razón más humana: se llevaba el cartel delante del condenado por la ruta más larga para que, si alguien podía dar testimonio a su favor, saliera a hacerlo. En tal caso, se detenía la comitiva y se devolvía el caso al tribunal.
El lugar de ejecución en Jerusalén se llamaba El lugar de la Calavera, Kranion, en hebreo Gólgota. (Calvario es la palabra latina con el mismo significado). Estaba fuera de la muralla, porque no era legal crucificar a nadie dentro de los límites de la ciudad. No se sabe con absoluta certeza dónde estaba.
Se han hecho varias sugerencias para explicar el macabro nombre, Lugar de la Calavera. Cuenta una leyenda que se llamaba así porque estaba enterrada allí la calavera de Adán. Otra sugerencia es que aquel lugar estaba lleno de calaveras de crucificados; pero eso no es probable, porque, según el derecho criminal romano, el criminal tenía que permanecer crucificado hasta morir de hambre, sed o lo que fuera, una tortura que a veces duraba días; pero la ley judía decía que el cuerpo del criminal se tenía que bajar de la cruz y enterrar para la tarde. En la ley romana, el cuerpo no se enterraba, sino se dejaba a los buitres y los perros parias para que acabaran con él; pero eso habría sido ilegal para los judíos, y no se concibe que hubiera un lugar contaminado de calaveras. Lo más probable es que el lugar se llamara así por ser una colina pelada que parecía una calavera. En cualquier caso, era un nombre idóneo para las cosas macabras que en él tenían lugar. Así es que Jesús salió, destrozado y sangrante, con la espalda rasgada en tiras por los azotes, llevando Su Cruz hasta el lugar donde había de morir.
En este pasaje hay otras dos cosas que no debemos pasar por alto. El cartel que se puso en la Cruz de Jesús estaba escrito en hebreo, latín y griego. Estas eran las tres grandes lenguas del mundo antiguo, y representaban a tres naciones. En el plan de Dios, todas las naciones tienen algo que enseñarle al mundo; y estas tres hicieron tres grandes aportaciones al mundo y a la Historia universal. Grecia le enseñó al mundo la belleza de la forma y del pensamiento; Roma le enseñó al mundo la ley y el gobierno, e Israel le enseñó al mundo la religión y el culto del único Dios verdadero. En Jesús vemos la consumación de estas tres cosas. En Él está la suprema belleza y el pensamiento más elevado acerca de Dios. En Él está la Ley de Dios y el Reino de Dios. Y en Él está la verdadera Imagen de Dios. Todas las búsquedas y los esfuerzos del mundo encuentran en Él su culminación. Es significativo que Le llamaran Rey las tres grandes lenguas del mundo.
No cabe duda que Pilato puso aquel cartel en la Cruz de Jesús para humillar y enfurecer a los judíos. Acababan de decir que no tenían más rey que al césar; acababan de rechazar a Jesús como su Rey. Y Pilato, sarcásticamente, puso aquel cartel en la Cruz. Las autoridades judías le pidieron insistentemente que lo quitara o cambiara, pero Pilato se negó. «¡Lo escrito, escrito está!» -les contestó. Aquí tenemos a Pilato el inflexible, el que no estaba dispuesto a ceder ni un pelo. Hacía poco que había vacilado cobardemente entre crucificar a Jesús o soltarle; y había acabado por dejarse intimidar y chantajear por los judíos.
Inflexible acerca del cartel cuando había sido tan débil sobre la crucifixión. Es una de las paradojas de la vida que uno puede mantenerse firme acerca de cosas que no importan y débil ante las que tienen una importancia suprema. Si Pilato hubiera resistido las tácticas de los judíos y no les hubiera concedido su voluntad en el caso de Jesús, probablemente habría pasado a la Historia como uno de sus nobles ejemplos. Pero, como se sometió en lo más importante y sólo se mantuvo firme en lo accesorio, su nombre está cubierto de vergüenza. Pilato aplicó mal y tarde su autoridad.
Después de crucificar a Jesús, los soldados cogieron Su ropa y se la repartieron en cuatro partes, una para cada soldado. También estaba la túnica; pero, como era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí: -No la cortemos, sino echémosla a suertes para ver a quién le toca. Esto sucedió para que se cumpliera lo que dice un pasaje de la Escritura: «Se repartieron mi ropa y se jugaron a suertes mi túnica. »
Eso fue exactamente lo que hicieron los soldados. Ya hemos visto que un quatermum de soldados conducía al reo al lugar de la ejecución. Uno de los gajes de esos soldados era la ropa del reo. Los judíos solían ponerse cinco artículos: calzado, turbante, cinto, túnica y manto exterior. Eran cuatro soldados, y había cinco artículos a repartir. Se los jugaron a los dados, y aún quedaba la túnica interior. Era inconsútil, sin costura, tejida toda de una pieza. Cortarla en cuatro piezas no habría servido para nada, así es que se la jugaron a los dados. Hay mucho que descubrir en esta escena tan gráfica y tan dramática.
(i) Stuart Kennedy escribió un poema basado en esto. Los soldados eran jugadores; y, en cierto sentido, Jesús también. Él se lo había jugado todo a Su fidelidad a ultranza a Dios; lo envidó todo en la Cruz. Era Su última y definitiva llamada a la humanidad, Su último y supremo acto de obediencia a Dios. Sentados, Le miraban, sí, los soldados; allí, mientras echaban los dados… Mientras Él, presentaba el sacrificio muriendo en el patíbulo para limpiar al mundo del pecado. Él era un Jugador también, mi Cristo: cogió Su vida y la envidó para ganar a un mundo redimido. Y antes que terminara Su agonía y se sumiera el Sol en el ocaso coronando de púrpura aquel día, ¡supo que había ganado! En cierto sentido, un cristiano también es un jugador, porque se juega la vida a que Jesús es el Que es.
(ii) No hay escena en la que se vea más claramente la indiferencia con que pagaba a Cristo el mundo. Allí, en aquella Cruz, Cristo estaba en agonía; y, al pie de la misma Cruz, los soldados echaban los dados como si no estuviera pasando nada. Un artista moderno ha pintado a Jesús, con las manos taladradas por los clavos y los brazos extendidos hacia una ciudad moderna por la que pasan las multitudes sin fijarse en Él. Sólo entre la gente Le dirige una mirada la enfermera de un hospital; y el título del cuadro es: « ¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino?» (Lamentaciones 1:12). La tragedia no es la hostilidad del mundo hacia Cristo, sino su indiferencia, el no darle ninguna importancia al amor de Dios. Hay otros dos puntos que debemos considerar en esta escena. El primero se refiere a la leyenda de que había sido María la que había tejido la túnica inconsútil para dársela como un último regalo a su Hijo cuando salía al mundo. Si es verdad -y bien puede serlo, porque era lo que solían hacer las madres judías-, hay un doble patetismo en la escena de aquellos soldados insensibles, jugándose la túnica de Jesús que Le había regalado Su Madre.
(iii) Pero hay otra cosa aquí entre líneas. La túnica de Jesús se nos dice que era sin costura, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Esa es exactamente la descripción de la túnica de lino que usaba el sumo sacerdote. Recordemos que la función sacerdotal consistía en ser el lazo de unión entre Dios y el pueblo. La palabra latina para sacerdote es pontifex, que quiere decir el que hace de puente, porque su función era precisamente Jade ser intermediario entre Dios y los seres humanos. Nadie había realizado jamás esa función como la realizó entonces Jesús. Él es el perfecto Sumo Sacerdote por el Que la humanidad tiene acceso a Dios. Una y otra vez hemos visto que lo que nos dice Juan tiene más de un sentido: uno, que está a la vista, en la superficie, y otro más profundo que hay que pensar y estudiar para descubrirlo. Cuando Juan menciona la túnica inconsútil, no lo hace simplemente para describirnos la ropa que llevaba Jesús, sino para presentárnosle como el perfecto Sacerdote Que abre con Su perfecto y definitivo Sacrificio el camino para que todos podamos llegar a la presencia de Dios.
(iv) Por último, advertimos que Juan encuentra en este incidente el cumplimiento literal de una profecía del Antiguo Testamento. Le aplica como reflejo anticipado lo que dijo el salmista en un salmo en el que no es esta la única alusión profética a la pasión del Redentor: «Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes» (Salmo 22:18).