Y uno de los ladrones que estaban crucificados, blasfemaba contra Jesús, diciendo: Si eres el Cristo, o Mesías, sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros. Mas el otro le reprendía, diciendo: ¿Cómo, ni aún tú temes a Dios, estando como estamos en el mismo suplicio? Nosotros a la verdad estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero este ningún mal ha hecho. Decía después a Jesús: Señor, acuérdate de mí, cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le dijo: En verdad le digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso. Estaban al mismo tiempo junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana, o parienta de su madre, María, mujer de Cleofas, y María Magdalena. Habiendo mirado, pues, Jesús a su madre y al discípulo que Él amaba, el cual estaba allí, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel punto se encargó de ella el discípulo, y la tuvo consigo en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todas las cosas estaban a punto de ser cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dijo: Tengo sed. Estaba puesto allí un vaso lleno de vinagre. Los soldados, pues, empapando en vinagre una esponja, y envolviéndola a una caña de hisopo, se la aplicaron a la boca. Jesús luego que chupó el vinagre, dijo: Todo esta cumplido. Mas desde el mediodía hasta las tres de la tarde quedó toda la tierra cubierta de tinieblas. Y cerca de las tres de la tarde exclamó Jesús con una gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lamma sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Lo que oyendo algunos de los presentes, decían: A Elías llama este. Y luego, corriendo uno de ellos, tomo una esponja, la empapó en vinagre, y puesta en la punta de una caña, se la daba a chupar. Los otros decían: Dejad, veamos si viene Elías a librarle y a descolgarlo de la cruz. Entonces Jesús, clamando de nuevo con una voz grande y sonora, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto, expiró. Y al momento el sol se oscureció; y el velo del templo se rasgó por medio, en dos partes, de arriba abajo, y la tierra tembló, y se partieron las piedras; y los sepulcros se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron, y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de Jesús, vinieron a la ciudad santa, y se aparecieron a muchos. Entretanto el centurión, que estaba allí presente, y los que con el estaban guardando a Jesús, viendo que había expirado con gran clamor, y visto el terremoto y las cosas que sucedían, se llenaron de gran temor, y glorificaron a Dios diciendo: Verdaderamente era este un hombre justo. Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios. Y todo aquel gentío que se hallaba presente a este espectáculo, considerando lo que había pasado, se volvía dándose golpes de pecho. Estaban también allí, a lo lejos, muchas mujeres, que habían seguido a Jesús desde Galilea para cuidarlo, entre las cuales, estaba María Magdalena, y María madre de Santiago el menor y de José, y Salomé mujer de Zebedeo. Mateo 27: 45-56; Marcos 15: 33-41; Lucas 23: 44-49; Juan 19: 28-37
Conforme hemos estado leyendo la historia de la Crucifixión, todo parece haber estado pasando muy deprisa; pero en realidad las horas iban resbalando. Marcos es el más preciso en relación con el tiempo. Nos dice que Jesús fue crucificado a la hora tercera, es decir, las 9 de la mañana (Marcos 15:25), y que murió a la hora novena, es decir, las 3 de la tarde (Marcos 15:34). Es decir: Jesús estuvo clavado en la Cruz seis horas. Para Él, la agonía fue misericordiosamente breve, porque se daba el caso de que algunos criminales estuvieran colgando de sus cruces varios días hasta que les llegaba la muerte.
En el versículo 46 tenemos lo que tiene que haber sido la frase más alucinante de toda la historia evangélica: El grito de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué Me has desamparado?» Este es un dicho ante el que debemos postrarnos en reverencia, aunque también debemos tratar de comprenderlo. Ha habido muchos intentos de penetrar en su misterio; solo podemos considerar tres de ellos.
(i) Es extraña la manera en que el Salmo 22 fluye por toda la narración de la Crucifixión; y esta palabra es de hecho el primer versículo de ese salmo. Más tarde dice: «Todos los que Me buscan se burlan de. Mí; tuercen la boca y menean la cabeza, diciendo: «Él apeló al Señor, líbrele El; sálvele, si es verdad que Se deleita en Él»» (Salmo 22:7s). Y todavía más adelante leemos: «Se repartieron entre ellos Mis vestidos, y se jugaron mi ropa a los dados» (Salmo 22:18). El Salmo 22 está entretejido en la misma historia de la Crucifixión. Se ha sugerido que Jesús estaba de hecho repitiendo ese salmo para Sí; y aunque empieza con un grito de abatimiento, acaba remontándose en triunfo: «De Ti viene Mi alabanza en la congregación… porque el dominio pertenece al Señor, y El gobierna sobre las naciones» (Salmo 22:25-31). Así que se sugiere que Jesús estaba repitiendo el Salmo 22 en la Cruz como una descripción de Su situación y como canción de alabanza, sabiendo muy bien que empezaba en las profundidades y acababa en las alturas. Es una sugerencia atractiva; pero un crucificado no recita poesía ni para sus adentros; aunque sea la poesía de un salmo; y además, toda la atmósfera es de tragedia despiadada.
(ii) Se sugiere que en ese momento todo el peso del pecado del mundo cayó sobre el corazón y el ser de Jesús; que ese fue el momento en que el Que no conoció pecado fue hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21); y que el castigo que Él sufrió por nosotros implicó la inevitable separación de Dios que produce el pecado. Nadie puede decir que eso no fuera verdad; pero, si lo es, es un misterio que no podemos más que vislumbrar, y ante el que solo podemos adorar.
(iii) Puede ser que haya algo aquí -si podemos decirlo así- más humano. A mí me parece que Jesús no sería Jesús si no hubiera sondeado las simas más profundas de la experiencia humana.
En la experiencia humana, en él transcurso de la vida, cuando las más amargas tragedias la invaden, hay momentos cuando nos parece sentir que Dios Se ha olvidado de nosotros; cuando estamos inmersos en una situación que sobrepasa nuestro entendimiento y nos sentimos abandonados hasta de Dios. A mí me parece que eso fue lo que Le sucedió a Jesús aquí. Ya hemos visto que en Getsemaní Jesús sólo sabía que tenía que seguir adelante, porque esa era la voluntad de Dios, y Él tenía que aceptar hasta lo que no podía comprender totalmente. Aquí vemos a Jesús sondeando las más negras profundidades de la situación humana, para que no hubiera ninguna de la que pudiéramos decir que Él no la pasó antes que nosotros.
Los que Le oyeron, no Le comprendieron: Algunos creyeron que estaba llamando a Elías; esos serían judíos. En los escritos del Mar Muerto se encuentran ejemplos que parecen indicar que «Elí, Elí» se podría pronunciar «Elía, Elía.» Tal vez Jesús pronunció el versículo en su dialecto galileo del arameo. Pero también puede ser que entendieran perfectamente que estaba usando palabras de la Sagrada Escritura, y hasta en eso se burlaron de Él.
Uno de los grandes dioses del paganismo era el Sol -Helios. Una invocación al dios Sol habría empezado: «¡Helie!,» y se ha sugerido que los soldados puede que pensaran que Jesús estaba llamando al más grande de sus dioses, que había oscurecido su rostro de espanto ante aquella escena. En cualquier caso, el clamor de Jesús fue un misterio para los espectadores.
Pero aquí hay algo importante. Habría sido terrible el que Jesús hubiera muerto con un grito de angustia en Sus labios; pero no fue así. La narración evangélica prosigue diciéndonos que, cuando Jesús clamó con una gran voz, entregó Su espíritu. Esa gran voz dejó. su impronta en las mentes de los testigos. Está en todos los evangelios (Mateo 27:50; Marcos 15:37; Lucas 23:46). Pero hay un evangelio que llega más allá: Juan nos dice que Jesús murió dando un gran grito: «¡Consumado es!» (Juan 19:30). Consumado es son dos palabras en español, pero en griego es solo una: Tetélestai -como sería también en arameo. Y tetélestai es un grito de triunfo; es el grito de Uno Que ha completado Su tarea; es el grito del Que ha vencido en la contienda; es el grito de la Persona Que ha salido de las tinieblas a la gloria de la luz, y Que ha alcanzado la corona. Así es que Jesús murió como vencedor, con un grito de triunfo en los labios.
Aquí tenemos algo de valor incalculable. Jesús pasó por el abismo más insondable, y salió de nuevo a la luz. Nosotros también, si nos aferramos a Dios aun cuando parece que no hay Dios, manteniendo los restos de nuestra -fe desesperada e invenciblemente, no cabe duda que la aurora romperá y saldremos victoriosos. El vencedor es el que se niega a creer que Dios Se ha olvidado de él aun cuando todas las fibras de su ser se sientan abandonadas. Vencedores aquel- que no, deja que se le- pierda nunca la fe, aun cuando sienta que ya ha perdido toda su base. Vencedor, es, el que se ha sumido hasta las profundidades, y todavía se aferra a Dios; porque eso es lo que hizo Jesús.
La revelación deslumbrante
Este pasaje se divide naturalmente en tres secciones.
(i) Tenemos .el relato de las cosas sorprendentes que sucedieron cuando murió Jesús. Ya las tomemos literalmente o no, nos enseñan dos grandes verdades.
(a) El velo del templo se rasgó de arriba abajo. Ese era el velo que cubría la entrada del Lugar Santísimo, al otro lado del cual no podía entrar más que el sumo sacerdote el día de la Expiación; era el velo que, ocultaba la presencia del Espíritu de Dios: Aquí hay un profundo simbolismo. Hasta ese momento, Dios había estado oculto y remoto, y nadie sabía cómo era. Pero, en la muerte de Jesús vemos el amor oculto de Dios, y el acceso a la presencia de Dios qué había estado cerrado a toda la humanidad está ahora abierto.. La vida y la muerte de Jesús nos muestran cómo es Dios, y quitan para siempre el velo que Le ocultaba a la humanidad.
(b) Se abrieron las tumbas. La verdad que esto nos revela es que Jesús conquistó la muerte. Al morir y resucitar, Él destruyó el poder de la tumba. A causa de Su vida, Su muerte y Su Resurrección, la tumba ha perdido su poder, el sepulcro ha perdido su terror, la muerte ha perdido su tragedia. Porque estamos seguros de que, como Él vive, nosotros también viviremos:
(ii) Tenemos el relato, de la adoración del centurión. Jesús había dicho: « Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a Mí a todas las personas» (Juan 12:32). Jesús anunció el poder magnético de la Cruz; y el centurión fue su primer fruto. La Cruz le movió a ver la majestad- de Jesús, como ninguna otra cosa le había movido.
(iii) Tenemos la sencilla mención de las mujeres que vieron el final. Todos los discípulos Le abandonaron y huyeron, pero las, mujeres se mantuvieron. Se ha dicho que, al contrario que los hombres, las mujeres no tenían nada que temer, porque su posición pública era tan poco importante que nadie se fijaría en las discípulas. Pero á más que eso. Estaban allí porque amaban a Jesús; y para ellas, como para tantos otros, el perfecto amor desecha el temor.
Aquí llegamos a la última escena, una escena tan terrible que el mismo cielo se oscureció inexplicablemente y parecía que hasta la naturaleza no podía soportar el ver lo que estaba sucediendo. Fijémonos en algunos de los personajes que aparecen en esta escena.
(i) Estaba Jesús. Jesús habló dos veces.
(a) Profirió el terrible grito: « ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué Me has abandonado?» Hay un misterio en ese grito que no podemos sondear. Puede que fuera que Jesús había tomado sobre Sí esta vida nuestra; había realizado nuestro trabajo, y arrostrado nuestras tentaciones, y soportado nuestras luchas; había sufrido todo lo que la vida puede imponer; había conocido el fallo de Sus amigos, el odio de Sus enemigos, la malicia de Sus adversarios; había experimentado el dolor más agudo que la vida pueda ofrecer. Hasta este momento Jesús había pasado por todas las experiencias de la vida excepto una: no había conocido las consecuencias del pecado. Ahora bien, si hay algo que haga el pecado es separarnos de Dios. Pone entre nosotros y Dios una barrera realmente infranqueable. Esa era la única experiencia humana por la que Jesús no había pasado nunca, porque Él fue sin pecado. Puede ser que en este momento Le sobreviniera esa experiencia -no porque hubiera pecado, sino porque, a fin de identificarse totalmente con nuestra humanidad, tenía que pasarla. En este momento inflexible e inexorable Jesús Se identificó real y totalmente con el pecado humano. Aquí tenemos la paradoja divina: Jesús supo lo que era ser un pecador, y esta experiencia debe de haber sido incalculablemente agonizante para Jesús, porque Él nunca había conocido lo que era estar separado de Dios por esta barrera. Por eso Él puede comprender tan bien nuestra situación. Por eso no tenemos por qué tener nunca miedo de acudir a Él cuando el pecado nos deja incomunicados con Dios. Porque Él lo ha pasado, puede ayudar a los que lo estén pasando. No hay sima de experiencia humana que Cristo no haya sondeado.
(b) Hubo un gran grito. Tanto Mateo (27:50) como Lucas (23:46) se refieren a él. Juan no lo menciona, pero nos dice que Jesús murió después de decir: «¡Consumado es!» (19:30). En el original eso sería una sola palabra; y esa única palabra fue el gran grito: «¡Consumado!» Jesús murió con el grito de triunfo en Sus labios, Su tarea cumplida, Su misión realizada, Su victoria ganada. Después de la terrible oscuridad se hizo de nuevo la luz, y Jesús volvió a Dios como el Héroe Vencedor.
(ii) Estaba el espectador que quería ver si vendría Elías. Tenía una especie de curiosidad morbosa ante la Cruz. Toda aquella escena terrible no le movió al temor o a la reverencia ni a la piedad. Quería experimentar mientras Jesús moría.
(iii) Estaba el centurión. El endurecido soldado romano sería el equivalente de un comandante moderno. Habría pelea do en muchas campañas y habría visto morir a muchos hombres; pero nunca había visto morir a nadie así, y estaba seguro de que Jesús era el Hijo de Dios. Si Jesús hubiera seguido vivo en este mundo, y enseñado y sanado, habría atraído a muchos a Sí; pero es en la Cruz donde habla directamente a los corazones humanos. –
(iv) Estaban las mujeres a cierta distancia. Estaban alucinadas, quebrantadas, inundadas de dolor pero estaban allí. Le amaban tanto que no podían dejarle. El amor se aferra a Cristo aun cuando la inteligencia no puede comprender. El amor es lo único que nos puede mantener unidos a Cristo de tal manera que hasta las experiencias más demoledoras no nos puedan arrancar de Él.
Hay todavía otra cosa que advertir: « El velo del Templo se rasgó por la mitad de arriba abajo.» Este era el velo que aislaba el Lugar Santísimo, al que no se podía entrar. Simbólicamente esto nos dice dos cosas.
(a) El acceso a Dios se abrió definitivamente. Al Lugar Santísimo solamente podía entrar el sumo sacerdote, y solamente una vez al año, el Día de la Expiación. Pero ahora, porque Jesús ha muerto por nosotros, el velo se ha rasgado, y el acceso a Dios está abierto para todos.
(b) Dentro del Lugar Santísimo moraba la misma esencia de Dios. Ahora, con la muerte de Jesús, el velo que ocultaba a Dios se ha rasgado, y Le podemos ver cara a cara. Dios ya no está escondido. Ya no hay que andar a tientas y suponer. Ahora podemos mirar a Jesús y decir: «Así es Dios. Así me ama Dios.»
Todos los detalles de este pasaje están henchidos de profundo significado.
(i) Se produjo una gran oscuridad cuando murió Jesús. Era como si el Sol mismo no pudiera mirar lo que las manos humanas habían hecho. El mundo queda sumido en las tinieblas cuando los hombres intentan deshacerse de Jesús.
(ii) La cortina del templo se rasgó por en medio. Esta era la cortina que ocultaba el Lugar Santísimo, donde moraba la presencia de Dios, el lugar en el que nadie podía entrar más que el sumo sacerdote, una vez al año, el gran Día de la Expiación. Era como si el camino a la presencia de Dios que había estado cerrado se hubiera abierto totalmente para todos. Era como si el corazón de Dios, hasta entonces oculto, se hubiera descubierto. El nacimiento, la vida y la muerte de Jesús rasgaron el velo que había ocultado a Dios a la vista de los hombres. « El que me ha visto a Mí -dijo Jesús-, ha visto al Padre» (Juan 14:9). En la Cruz, más claro que en ningún otro lugar, vemos el amor de Dios.
(iii) Jesús clamó a gran voz. Los tres evangelios sinópticos nos recuerdan ese grito final (véase Mateo 27:50; Marcos 15:37). Juan, por otra parte, no menciona el gran grito, pero nos dice que Jesús murió diciendo: « ¡Consumado es!» (Juan 19:30). En griego y en arameo, consumado es, es una sola palabra, y esa fue la que Jesús dijo en voz muy alta al morir. Murió con un grito de triunfo en sus labios. No susurró « Se acabó», como teniendo que reconocer su derrota, sino que proclamó su triunfo como el vencedor que había derrotado definitivamente al enemigo en el último enfrentamiento, y que había completado una gloriosa misión. « ¡Terminado!», gritó Cristo, crucificado pero victorioso.
(iv) Jesús murió con una oración en sus labios: «¡Padre, dejo mi espíritu en tus manos!» Es una cita del Salmo 31:5. Ese versículo era la oración que pronunciaba un niño judío al acostarse por la noche. Jesús hizo aún más tierna la oración confiada añadiéndole la palabra Padre. Aun en la cruz, la muerte era para Jesús como el quedarse dormido en los brazos de su Padre.
(v) La muerte de Jesús impresionó vivamente al centurión y a la multitud. Su muerte tuvo el efecto que no había tenido su vida: quebrantó el duro corazón humano. Ya se estaba cumpliendo el dicho de Jesús: «Cuando me levanten de la tierra, atraeré hacia Mí a todos los hombres» (Juan 12:32). El imán de la Cruz había empezado a producir efecto en el mismo momento de la muerte de Jesús.
Al final, Jesús no estaba completamente solo. Cerca de la Cruz había cuatro mujeres que Le amaban. Se ha explicado su presencia diciendo que, en aquel tiempo, las mujeres tenían tan poca importancia que nadie se fijaba en las discípulas, y por eso estas mujeres no corrían mucho riesgo al acercarse a la Cruz de Jesús. Pero siempre era peligroso, y para todo el mundo, asociarse con una Persona Que el gobierno romano consideraba lo suficientemente peligrosa como para merecer la Cruz. Siempre es peligroso mostrar afecto por Alguien Que los ortodoxos consideran un hereje. La presencia de estas mujeres cerca de la Cruz no era debida al hecho de que fueran tan poco importantes que nadie les prestaba atención, sino al hecho de que el perfecto amor destierra el temor.
Eran un curioso grupo. De una, María la mujer de Cleofás, no sabemos nada; pero sí de las otras tres.
(i) Allí estaba María, la Madre de Jesús. Puede que no llegara a comprenderlo todo, pero sí a amar totalmente. Su presencia allí era la cosa más natural del mundo para una madre. Puede que Jesús fuera un criminal a los ojos de la ley, pero era su Hijo. Como lo expresó Kipling: Si me ahorcaran en el más alto cerro, yo sé qué amor allí me seguiría, ¡oh madre mía, sí, oh madre mía! Y si me hundiera en lo hondo de los mares, sé qué llanto hasta mí descendería, ¡oh madre mía, sí, oh madre mía! Si condenado de alma y cuerpo fuera, sé la oración que me redimiría, ¡oh madre mía, sí, oh madre mía! El amor eterno de todas las madres estaba representado en María al pie de la Cruz.
(ii) Allí estaba la hermana de Su Madre. Juan no la nombra; pero si estudiamos los pasajes paralelos resulta claro que era Salomé, la madre de Santiago y de Juan (Marcos 15:40; Mateo 27:56). Lo curioso es que Jesús le había dirigido unas serias palabras de reprensión cuando vino a Él para pedirle que les concediera a sus hijos los puestos más importantes de Su Reino, y Jesús le enseñó lo equivocados que eran sus deseos ambiciosos (Mateo 20:20). Salomé era la mujer que Jesús había reprendido -¡y allí estaba, al pies de la Cruz! Su presencia la honra; nos la muestra como una mujer que era suficientemente humilde para aceptar la reprensión y seguir amando con la más completa devoción. Y en cuanto a Jesús, nos muestra que Su reprensión nunca ocultaba, sino revelaba Su amor. La presencia de Salomé al pie de la Cruz es una lección para nosotros acerca de cómo se debe dar y cómo se debe recibir una corrección.
(iii) Allí estaba María Magdalena. Todo lo que sabemos de ella es que Jesús la había librado de siete demonios (Marcos 16:9; Lucas 8:2). Nunca pudo olvidar lo que Jesús había hecho por ella: el amor de Jesús la había rescatado, y el amor que ella Le tenía no podía morir. El lema de María, escrito en su corazón, era: «Jamás olvidaré lo que Él hizo por mí.»
Pero en este pasaje hay algo que es una de las cosas más encantadoras de toda la historia evangélica. Cuando Jesús vio a Su Madre, no pudo por menos de pensar en los días por venir. No se la podía confiar a Sus hermanos, porque, hasta entonces, no creían en Él (Juan 7:5). Y, después de todo, Juan estaba doblemente cualificado para el servicio que Jesús le encomendó: era primo de Jesús y sobrino de María, y era el discípulo amado de Jesús. Así es que Jesús confió a María al cuidado de Juan, y a Juan al cuidado de María, de forma que se consolaran mutuamente de Su partida. Hay algo infinitamente conmovedor en el hecho de que Jesús, en la agonía de la Cruz, cuando la Salvación del mundo estaba en juego y dependía exclusivamente de Él, considerara la soledad en que quedaría Su Madre en los días por venir. Él nunca olvidó los deberes que Le concernían y que estaba en Su mano cumplir. Era el Hijo primogénito de María; y, aun en el momento de Su batalla cósmica, no Se olvidó de las cosas más sencillas que concernían a Su hogar. Hasta el mismo final de Su vida en la Tierra, aun sobre la Cruz, Jesús está pensando más en los dolores de otros que en los Suyos.
El final triunfal
Después, cuando Jesús supo que ya todo estaba completo, dijo, para que también se cumpliera la Escritura: -¡Tengo sed! Había allí un recipiente lleno de vinagre; así que pusieron una esponja empapada en vinagre en lo alto de una caña de hisopo, y Se la acercaron a la boca. Cuando Jesús probó el vinagre, dijo: – ¡Ya todo está completo! Y recostando hacia atrás la cabeza, entregó el espíritu.
En este pasaje Juan nos coloca frente a frente a dos cosas acerca de Jesús.
(i) Nos pone cara a cara con Su sufrimiento humano; cuando Jesús estaba en la Cruz experimentó la agonía de la sed. Cuando Juan estaba escribiendo su evangelio, allá por el año 100 d.C., había surgido una cierta tendencia en el pensamiento filosófico y religioso que se llamaba el gnosticismo. Una de sus doctrinas básicas era que el espíritu es totalmente bueno, y la materia totalmente mala. De ahí se deducían ciertas conclusiones. Una era que Dios, que es Espíritu puro, no puede de ninguna manera asumir un cuerpo que es materia, y por tanto malo. Por tanto, los gnósticos enseñaban que Jesús no tenía un cuerpo de verdad, sino que era sólo un fantasma. Decían, por ejemplo, que cuando andaba no dejaba huellas en el suelo, porque era un espíritu puro en un cuerpo irreal. De ahí pasaban a decir que Dios no podía sufrir; y, por tanto, Jesús no sufrió de veras, sino que pasó por la experiencia de la Cruz sin padecer ningún dolor. Cuando los gnósticos hablaban así creían que estaban honrando a Dios y a Jesús; pero lo que estaban haciendo era destruyendo la realidad de Jesús. Si Él había de redimir a la humanidad, tenía que hacerse humano. Tenía que hacerse como nosotros para hacernos como Él. Por eso Juan hace hincapié en el hecho de que Jesús sufrió la sed. Quería hacer ver que era verdaderamente humano, y que realmente experimentó la agonía de la Cruz. Juan se detiene todo lo necesario para subrayar el hecho de la perfecta humanidad y el sufrimiento real de Jesús.
(ii) Pero, igualmente, nos pone cara a cara ante el triunfo de Jesús. Cuando comparamos los cuatro evangelios descubrimos un hecho iluminador. Los otros tres evangelios no nos relatan que Jesús dijera: « ¡Ya todo está completo!»; pero sí nos dicen que exclamó en voz muy alta (Mateo 27.50; Marcos 15:37; Lucas 23:46). Por otra parte, Juan no nos menciona el gran grito; pero sí nos dice que Sus últimas palabras fueron: «¡Ya todo está completo!» La explicación es que el gran grito y las palabras «¡Ya todo está completo!» son la misma cosa. « ¡Ya todo está completo!» es sólo una palabra en griego, tetélestai; y Jesús murió con un grito de triunfo en Sus labios. No dijo: «Todo se acabó,» como reconociendo Su derrota; sino proclamando Su victoria con un grito de júbilo. Parecía estar destrozado en la Cruz, pero sabía que había obtenido la victoria.
La última frase de este pasaje aún lo deja más claro. Juan dice que Jesús recostó la cabeza hacia atrás y entregó el espíritu. Como si reclinara la cabeza en la almohada. Para Jesús, el combate había terminado, y aun en la Cruz conoció el gozo de la victoria y el descanso del Que ha completado Su tarea y puede relajarse, contento y en paz.
Hay otras dos cosas que no debemos pasar por alto en este pasaje. La primera es que Juan relaciona el grito de Jesús: «¡Tengo sed!», con el cumplimiento de un versículo del Antiguo Testamento: «Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre» (Salmo 69:21).
La segunda es otra de las alusiones de Juan. Nos dice que fue en una caña del hisopo donde pusieron la esponja con el vinagre. Ahora bien: la caña o junco de hisopo era una cosa muy poco idónea para ese uso, porque no era más que un junco semejante a la hierba fuerte, pero que no tenía mucho más de medio metro de altura. Tan improbable es que se tratara de esa planta que algunos investigadores han sugerido que se trata de un pequeño error ortográfico, y que la palabra sería la que quiere decir lanza. Pero fue hisopo lo que escribió y quería decir Juan. Si retrocedemos bastantes siglos hasta la primera Pascua, cuando los israelitas salieron para siempre de la esclavitud de Egipto, recordamos que el ángel de la muerte iba pasando por todas las casas aquella noche matando a los primogénitos de los egipcios. Recordamos que los israelitas tenían que matar su cordero pascual, y untar los lados de las puertas de sus casas con la sangre para que el ángel de la muerte pasara por alto sus casas -que es lo que quiere decir la Pascua. Y las instrucciones originales habían sido: «Y tomad un manojo de hisopo, y mojadlo en la sangre que estará en un lebrillo, y untad el dintel y los dos postes con la sangre del lebrillo» (Éxodo 12:22). Fue la sangre del cordero pascual la que salvó al pueblo de Dios; y era la sangre de Jesús la que salvaría al mundo del pecado. La sola mención del hisopo conduciría el pensamiento de cualquier israelita al poder salvador de la sangre del cordero pascual; y esta era la manera en que Juan presentaba a Jesús como el Cordero pascual de Dios Cuya muerte salva al mundo del pecado.
El agua y la sangre
Como era el viernes por la tarde, para que los cuerpos no se quedaran en las cruces todo el sábado (porque aquel sábado era un día especialmente solemne), los judíos le pidieron a Pilato que se les quebraran las piernas a los crucificados y se los bajara de las cruces.
Así es que llegaron los soldados, y le quebraron las piernas al primer reo, y también al otro que habían crucificado con Jesús. Pero al llegar a Él y ver que ya estaba muerto, no Le quebraron las piernas; pero uno de los soldados Le atravesó el costado con la lanza, e inmediatamente salieron sangre y agua.
Y el que da testimonio de esto lo vio, y lo que dice es cierto; y él sabe que está diciendo la verdad para que vosotros también creáis. Todo esto sucedió así en cumplimiento del pasaje de la Escritura que dice: «No se Le romperán los huesos.» Y también del otro que dice: «Verán al Que traspasaron.»
En una cosa sí eran los judíos más piadosos que los romanos. Cuando los romanos ejecutaban una crucifixión siguiendo sus reglas, simplemente dejaban que el reo muriera en la cruz, aunque fuera después de pasar varios días al calor del mediodía y al frío de la noche, torturado por la sed y por los insectos que se cebaban en sus heridas abiertas. A menudo los crucificados morían dando muestras de locura furiosa aunque impotente. Tampoco enterraban los romanos a los que morían en la cruz, sino simplemente los dejaban a merced de los buitres y de los perros.
La ley judía era diferente, y establecía: «Si alguno hubiere cometido algún crimen por el que merece la muerte, y le ajusticiáis colgándole de un madero, no dejéis que su cuerpo pase la noche expuesto en el patíbulo; enterradlo sin falta el mismo día» (Deuteronomio 21:22-23). La Misná, la ley judía de los escribas, establecía: «Todo el que permita que un muerto pase la noche sin enterrar transgrede un mandamiento positivo.» El sanedrín se encargaba de que hubiera dos tumbas dispuestas para los que sufrieran la pena de muerte y no pudieran enterrarse en el mismo lugar que sus padres. En esta ocasión era todavía más importante el que no se dejaran los cuerpos en las cruces durante la noche, porque el día siguiente era sábado, y el muy especial sábado de la Pascua.
Para despachar a los reos que seguían vivos más de lo conveniente se usaba un método bastante macabro: se les rompían las piernas con una maza. Eso fue lo que hicieron a los reos que estaban crucificados con Jesús; pero en Su caso no fue necesario, porque cuando llegaron los soldados Jesús ya estaba muerto. Juan ve en esa circunstancia el cumplimiento de otro símbolo del Antiguo Testamento: había la norma de no quebrantar ningún hueso del cordero pascual (Números 9:12). De nuevo Juan ve en Jesús al Cordero pascual de Dios que libra de la muerte a Su pueblo.
Por último se nos presenta un extraño incidente. Cuando los soldados vieron que Jesús ya estaba muerto, no Le rompieron los miembros con la maza; pero uno de ellos, probablemente para asegurarse aún más de que estaba muerto, le atravesó con la lanza el costado, del que fluyeron agua y sangre. Juan le atribuye a aquello un sentido especial. Ve en ello el cumplimiento de la profecía de Zacarías 12:10: «Me mirarán a Mí, a Quien traspasaron.» Y añade expresamente que ese es el testimonio de un testigo ocular de lo que realmente sucedió, y que él personalmente garantiza que es cierto.
En primer lugar, preguntémonos qué fue lo que sucedió de hecho. No podemos asegurarlo, pero puede ser que Jesús muriera literalmente porque se Le rompiera el corazón. Lo normal, desde luego, es que el cuerpo de un muerto no sangre. Se ha sugerido que lo que realmente sucedió fue que las experiencias físicas y emocionales de Jesús fueron tan terribles que se Le reventó el corazón. Cuando sucedió aquello, la sangre del corazón se mezcló con el líquido del pericardio que rodea el corazón; la lanza del soldado rompió el pericardio, y brotó la mezcla de sangre y agua. Sería patético creer que Jesús, en el sentido más literal, murió porque se Le partió el corazón.
Aun así, ¿por qué lo subraya tanto Juan? Por estas dos razones.
(i) Para él era la prueba definitiva e irrefutable de que Jesús era un hombre real con un cuerpo real. Esa era la respuesta a los gnósticos con sus ideas de fantasmas y espíritus y una humanidad irreal. Aquí está la prueba de que Jesús fue carne de nuestra carne y hueso de nuestro hueso.
(ii) Pero para Juan aquello era más que una prueba de la humanidad de Jesús: era un símbolo de los dos grandes sacramentos de la Iglesia. Hay un sacramento que tiene por materia el agua: el Bautismo; y otro que representa la sangre: la Comunión, con su copa de vino rojo como la sangre. El agua del Bautismo es el símbolo de la gracia purificadora de Dios en Jesucristo; el vino de la Comunión es el símbolo de la sangre que fue derramada para salvarnos de nuestros pecados. El agua y la sangre que fluyeron del costado abierto de Jesús eran para Juan el agua purificadora del Bautismo y la sangre purificadora que se conmemora en la Mesa del Señor.