Entonces me dieron un bastón semejante a una vara de medir, y se me dijo: Dispónte a medir el Templo de Dios, y el altar, y a los que dan culto allí. Pero descarta la medición del Atrio exterior, el que está fuera del Templo, porque se les ha entregado a los paganos, que hollarán la Ciudad Santa cuarenta y dos meses. » Y Yo confiaré la tarea de profetizar a Mis dos testigos, que profetizarán mil doscientos sesenta días, vestidos de cilicio. Estos testigos son los dos olivos y los dos candelabros que están al servicio del Señor de toda la Tierra. Si alguien intenta hacerles daño, les sale de la boca un fuego que devora a sus enemigos; cualquiera que intente hacerles daño debe morir así.» Estos tienen autoridad para cerrar los cielos de manera que no caiga lluvia durante el período que ellos hayan profetizado que habrá sequía; y tienen autoridad sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para azotar la Tierra con cualquier plaga siempre que quieran. »Cuando hayan concluido su testimonio, la bestia que asciende del abismo les hará la guerra, y los vencerá, y los matará. Sus cadáveres estarán tirados en la calle de la gran ciudad cuyo nombre espiritual es Sodoma y Egipto, que es también donde su Señor fue crucificado. Los de todos los pueblos y tribus y lenguas y naciones han de ver sus cuerpos tres días y medio, pero no permitirán que los entierren. Los que habitan la Tierra se regocijarán de lo que les ha pasado a los testigos, y harán fiestas y se enviarán regalos unos a otros; y es que los dos profetas torturaban a los habitantes de la Tierra. » Después de los tres días y medio, el hálito de vida procedente de Dios entró en ellos, y se pusieron de pie, y todos los que los vieron se llenaron de miedo. Y ellos oyeron una gran voz del Cielo que les decía: «¡Subid!» Y subieron al Cielo en la nube viéndolos sus enemigos. En aquel momento hubo un terremoto tremendo, y se derrumbó la décima parte de la ciudad, por lo que murieron siete mil personas, y el resto de la gente estaban atemorizados, y dieron la gloria al Dios del Cielo. El segundo ay ya ha pasado, y fijaos, el tercero se nos echa encima a toda prisa.
El séptimo ángel dio un toque de trompeta, y se oyeron grandes voces en el Cielo que decían: – ¡El reino de este mundo ha llegado a ser el Reino de nuestro Señor y de Su Ungido, y Él será Rey por siempre jamás! Los veinticuatro ancianos, que estaban sentados en sus tronos en la presencia de Dios, se postraron rostro a tierra y adoraron a Dios diciendo: – ¡Te damos gracias, oh Señor Dios, el Todopoderoso, el Que eres y eras, porque has asumido Tu autoridad suprema y has iniciado Tu reinado! Las naciones se han enfurecido, pero Tu ira ha venido, y ha llegado el momento de juzgar a los muertos, y de darles su galardón a Tus siervos los profetas y a las personas consagradas a Dios y a los que temen Tu nombre, tanto pequeños como grandes, y de destruir a los que destruyen la Tierra.
Y se abrió en el Cielo el Templo de Dios, y se vio en él el Arca del Pacto, y hubo relámpagos y gritos y truenos y un terremoto y una granizada tremenda.
Es mejor ver este capítulo en conjunto antes de hacer ningún intento de tratarlo en detalle. Se ha dicho que es al mismo tiempo el más difícil y el más importante de todo el Apocalipsis. Su dificultad es obvia, y contiene problemas de interpretación de cuya solución no se tiene verdadera certeza. Su importancia radica en el hecho de que contiene un sumario deliberado del resto del libro. El vidente ha comido el rollito y recibido en su mente el mensaje de Dios; y ahora lo expone, no en detalle todavía, sino en las líneas generales de su desarrollo. Tan seguro está del curso de los acontecimientos que desde el versículo 11 cambia el tiempo de su narración y habla de cosas todavía futuras como si fueran ya pasadas, recurso literario que caracteriza a los profetas del Antiguo Testamento. Despleguemos el esquema de este capítulo, que es también el del resto del libro.