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El trasfondo griego

Empezamos viendo que el problema de Juan no era cómo presentar el Evangelio al mundo judío, sino cómo presentárselo al mundo griego. Entonces, ¿cómo encajaba esta idea de la Palabra en el pensamiento griego? ¡Ya estaba allí, esperando que la usaran! En el pensamiento griego, la idea de la Palabra empezó tan atrás como alrededor del año 560 a.C. y, para mayor sorpresa, precisamente en Éfeso, donde se escribió el Cuarto Evangelio.

En el año 560 a.C. había un filósofo efesio llamado Heráclito, cuya idea fundamental era que todo está en un estado de flujo. Todo cambiaba de día en día y de momento en momento. La ilustración famosa que usaba era que es imposible meterse dos veces en el mismo río: te metes en un río, y te sales; si te metes otra vez, ya no es el mismo río, porque el agua ha seguido fluyendo, y ahora el río es diferente. Para Heráclito, así era todo, todo estaba en un constante cambiante estado de flujo. Pero, si así eran las cosas, ¿por qué no era la vida un completo caos?

¿Cómo puede tener ningún sentido un mundo en el que hay un constante fluir y cambiar?

La respuesta de Heráclito era: Todo este cambio y flujo no es casual; está controlado y ordenado siguiendo un esquema continuo todo el tiempo; y lo que controla el esquema es el Logos, la Palabra, la Razón de Dios. Para Heráclito, el Logos era el principio de orden bajo el cual seguía existiendo el universo. Heráclito iba aún más lejos: mantenía que no había sólo un esquema en el mundo físico, sino también en el mundo del acontecer. Mantenía que nada va a la deriva en todas las vidas y en todos los sucesos hay un propósito, un plan, un diseño. ¿Y qué era lo que controlaba los sucesos? Una vez más, la respuesta era que el Logos.

Heráclito se acercó todavía más al fondo de la cuestión. ¿Qué era lo que individualmente y en cada uno de nosotros, nos hacía ver la diferencia entre el bien y el mal? ¿Qué nos capacitaba para pensar y razonar? ¿Qué nos permitía escoger el bien, y reconocer la verdad cuando la veíamos? De nuevo Heráclito daba la misma respuesta: Lo que le daba a una persona la razón y el conocimiento de la verdad y la habilidad para discernir entre el bien y el mal era el Logos de Dios que moraba en su interior. Heráclito mantenía que en el mundo de la naturaleza y en el del acontecer «todas las cosas suceden de acuerdo con el Logos,» y que en cada persona «el Logos es el juez de la verdad:» El Logos no era sino la Mente de Dios que está en control del universo y de cada persona individual.

Una vez que los, griegos descubrieron esta idea, ya no la dejaron escapar. Les fascinaba especialmente a los estoicos. El orden que reina en el universo los tenía sumidos en la más sincera admiración. El orden implica la existencia de una Mente. Los estoicos se preguntaban: «¿Qué es lo que mantiene a las estrellas en sus cursos? ¿Qué es lo que produce el flujo y reflujo de las mareas? ¿Qué es lo que hace que los días y las noches se sucedan indefectiblemente? ¿Qué es lo que produce el orden inalterable de las estaciones?» Y respondían: «Todas las cosas están bajo el control del Logos de Dios. El Logos es el poder que hace que todo tenga sentido, que hace que el mundo sea un orden en vez de un caos, el poder que puso el mundo en movimiento y que lo mantiene en perfecto orden. El Logos , decían los estoicos lo impregna todo.»

Aún nos queda otro nombre en el mundo griego que no podemos pasar por alto. Había en Alejandría un judío llamado Filón, que había dedicado la vida a estudiar la sabiduría de dos mundos: el judío y el griego. No había quien le dejara atrás en el conocimiento de las Escrituras de Israel; y ningún judío le alcanzaba en el conocimiento del pensamiento griego en toda su grandeza. Él también conocía, y usaba, y amaba esta idea del Logos, la Palabra, la Razón de Dios. Él mantenía que el Logos era lo más antiguo del mundo, y el Instrumento por medio del cual Dios lo había hecho todo. Decía que el Logos era el pensamiento de Dios estampado en el universo; hablaba del Logos, por medio del cual Dios había hecho el universo y todas las cosas; decía que Dios, el piloto del universo, tenía el Logos como timón con el que navegaba todas las cosas. Decía que la mente humana también estaba estampada con el Logos, y que el Logos era lo que le confería al hombre la razón y la capacidad de pensar y de conocer. Decía que el Logos era el intermediario entre Dios y el mundo, y que el Logos era el sacerdote que introducía el alma a Dios.

El pensamiento griego sabía todo lo que se podía saber del Logos; veía en él el poder creador y guiador y director de Dios, el poder que había hecho y que mantenía el universo. Así es que Juan se dirigía a los griegos y les decía: «Lleváis. siglos pensando, y escribiendo, y soñando acerca del Logos, el poder que hizo el mundo y lo mantiene en orden; el poder por el que piensan, y razonan, y saben los hombres; el poder por el que los hombres se pueden poner en contacto con Dios. Jesús es ese Logos, que ha venido a la Tierra.» «La Palabra -decía Juan- se hizo carne.» Esto lo podríamos decir de otra manera: «La Mente de Dios se hizo una Persona.».

Al judío, y también al griego

Los judíos y los griegos habían ido recorriendo el camino hacia la concepción del Logos, la Mente de Dios que hizo el mundo y que hace que tenga sentido. Así que Juan se dirigió a los judíos y a los griegos para decirles que, en Jesucristo, esta Mente de Dios creadora, iluminadora, controladora y sustentadora, había venido a la Tierra. Juan fue a decirles que ya no tenían que andar a tientas, sino que todo lo que tenían que hacer era mirar a Jesús para ver en Él la Mente de Dios.

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