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Jesús aparece a los discípulos estando Tomás presente

Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado. Pero Tomás, que quiere decir «el Mellizo» y era uno de los Doce, no estaba con los demás cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: -¡Hemos visto al Señor! Y Tomás les contestó: -Como no vea yo las señales de los clavos en Sus manos y meta el dedo en ellas, y meta la mano en Su costado, no me lo creo. A los ocho días estaban otra vez los discípulos en aquella habitación, y Tomás entre ellos. Aunque tenían las puertas atrancadas, vino Jesús y se puso en medio de ellos y los saludó diciendo: -¡Que la paz sea con vosotros! -Y a continuación le dijo a Tomás-: Acerca aquí el dedo, y mira Mis manos; acerca la mano y métela en Mi costado; y demuestra que no eres incrédulo, sino creyente. -¡Mi Señor y mi Dios! -exclamó Tomás. Y Jesús le dijo: -Has creído porque Me has visto. ¡Bienaventurados los que han creído aunque no hayan visto!. Marcos 16: 14; Juan 20: 24-31

El escéptico, convencido

Para Tomás la Cruz había sido lo que él se había temido. Cuando Jesús les propuso volver a Betania, cuando recibieron la noticia de la enfermedad de Lázaro, la reacción de Tomás había sido: «¡Vamos nosotros también a morir con Él!» (Juan 11:16).

A Tomás no le faltaba valor; lo que le pasaba era que era pesimista por naturaleza. No hay la menor duda de que amaba a Jesús. Le amaba lo bastante para estar dispuesto a ir a Jerusalén a morir con Él cuando los otros vacilaban y tenían miedo. Había sucedido lo que él se había temido; y, aunque lo esperaba, le había destrozado el corazón de tal manera que rehuía a los demás y quería estar solo con su dolor.

El rey Jorge V de Inglaterra solía decir que una de las reglas de su vida era: «Cuando tenga que sufrir, dejadme que me aparte y sufra solo como un animal bien educado.» Así, Tomás prefería enfrentarse con el sufrimiento y el dolor a solas. Por eso, cuando se les presentó Jesús a Sus discípulos, Tomás no estaba entre ellos; y, cuando le dijeron que habían visto al Señor, aquello le pareció demasiado bueno para ser verdad, y se mostró incapaz de creerlo. Beligerante en su pesimismo, dijo que en la vida creería que Jesús había resucitado a menos que Le viera con sus propios ojos y tocara las señales de los clavos en Sus manos y metiera la mano en la herida de la lanza en Su costado. (No se hace referencia a las huellas de los clavos en los pies, tal vez porque no se les solían clavar, sino sólo atar, a los crucificados).

Pasó una semana, y Jesús volvió; y esta vez Tomás estaba allí. Y Jesús conocía el corazón de Tomás: le repitió sus propias palabras, y le invitó a hacer la prueba que él mismo había sugerido. Y a Tomás se le salió el corazón de alegría y de amor, y sólo pudo decir: «¡Mi Señor y mi Dios!» Jesús le dijo: «Tomás, tú has tenido que ver con tus propios ojos para creer; pero llegará el día cuando habrá personas que creerán sin haber visto más que con los ojos de la fe.»

El carácter de Tomás se nos presenta con toda claridad.

(i) Cometió una equivocación: el retirarse de la compañía de los que habían compartido con él lo mejor de sus vidas. Buscó la soledad; y, por no estar con sus camaradas, se perdió la primera visita de Jesús. Nos perdemos un montón de cosas cuando nos separamos de la comunión cristiana y tratamos de arreglárnoslas solos. Nos pueden suceder cosas buenas en la comunión de la Iglesia de Cristo que no nos sucederán si estamos solos. Cuando llega el dolor y la aflicción nos envuelve, a veces tendemos a encerrarnos en nosotros mismos y rechazar el encuentro con otras personas. Ese es precisamente el momento en que, pese a nuestro dolor, debemos buscar la comunión de los hermanos en Cristo, porque es ahí donde podemos encontrarnos con Él cara a cara.

(ii) Pero Tomás tenía dos grandes virtudes. Se negaba en redondo a decir que creía lo que no creía, o que entendía lo que no entendía. Jamás acallaba sus dudas pretendiendo no tenerlas. No era de los que recitan un credo sin saber lo que están diciendo. Tomás tenía que estar seguro, y eso no se le puede reprochar. Tennyson escribió: Vive más fe en una honrada duda que en muchos de los credos, créeme. Hay una fe más auténtica en la persona que insiste en estar segura, que en la que repite rutinariamente cosas que no ha pensado nunca por sí y que es posible que no crea de veras. Esa es la duda que a menudo acaba en certeza.

(ii) La otra gran virtud de Tomás era que, cuando estaba seguro, no se quedaba a mitad de camino. «¡Mi Señor y mi Dios!», dijo. Esa no fue una confesión a medias, sino la más completa del Nuevo Testamento. No era uno de esos que airean sus dudas para practicar una especie de acrobacia intelectual; dudó hasta llegar a la seguridad; y una vez que llegó, se rindió totalmente a la certeza. Cuando una persona alcanza la convicción de que Jesucristo es el Señor venciendo sus dudas llega a una seguridad que no puede alcanzar la que acepta las cosas sin pensarlas.

Tomás en lo sucesivo

No sabemos con seguridad lo que fue de Tomás más adelante; pero hay un libro apócrifo que se llama Los Hechos de Tomás que pretende contarnos su historia. Se trata, desde luego, de leyendas; pero puede que contengan restos de su historia. Nos presentan el carácter de Tomás con verdadero realismo. Veamos algunos detalles.

Después de la muerte de Jesús, Sus discípulos se repartieron el mundo para evangelizar los diferentes países. A Tomás le tocó la India. (Hasta el día de hoy hay una iglesia cristiana en el Sur de la India que se llama la Iglesia de Santo Tomás, porque se cree que él fue su fundador).

Al principio, Tomás se negó a ir, alegando que no era bastante fuerte para un viaje tan largo. Y dijo: « Yo soy hebreo; ¿cómo voy a ir a predicarles la verdad a los indios?» Jesús se le apareció una noche y le dijo: «No tengas miedo, Tomás; vete a la India a predicar la Palabra allí, porque Mi gracia estará contigo.» Pero Tomás seguía negándose. «Mándame adonde quieras -le dijo a Jesús-, pero que no sea a la India; porque allí no voy.»

Sucedió que había venido cierto mercader de la India a Jerusalén que se llamaba Abanes. Le había enviado el rey Gundaforo para que le llevara a un experto carpintero, y eso es lo que era Tomás. Jesús se dirigió a Abanes en el mercado y le dijo: «¿Quieres comprar un carpintero?» Abanes le dijo: «Sí.» Y Jesús entonces le propuso: «Tengo un esclavo que es carpintero, y quiero venderle,» y señaló a Tomás desde lejos. Llegaron a un acuerdo en el precio, y se hizo un contrato de compra-venta que decía: « Yo, Jesús, hijo de José el Carpintero, certifico que te he vendido a mi esclavo que se llama Tomás a ti, Abanes, mercader de Gundaforo, rey de los indios.» Cuando se firmó y selló el trato, Jesús encontró a Tomás, y se le llevó a Abanes, quien le preguntó: « ¿Es este tu Señor?» Tomás contestó: «¡Pues claro que sí!» Y Abanes le dijo: «Pues yo te he comprado.» Tomás. no dijo nada. Pero, de madrugada, se levantó a orar; y al final de su oración Le dijo a Jesús: «Iré adonde Tú me mandes, Señor Jesús, hágase Tu voluntad.» Esto nos presenta al mismo Tomás de siempre, lento para convencerse y para rendirse; pero, que una vez que se rendía, se rendía de veras.

La historia sigue diciéndonos que Gundaforo le mandó a Tomás que le construyera un palacio, y Tomás dijo que estaba dispuesto a hacerlo. El rey le dio dinero en abundancia para los materiales y para contratar obreros; pero Tomás se lo dio todo a los pobres. Siempre le decía al rey que el palacio iba para arriba; pero el rey estaba muy suspicaz. Por último mandó a buscar a Tomás, y le preguntó: « ¿Me has construido ya el palacio?» « Sí», le contestó Tomás. «Bueno; entonces, ¿podemos ir a verlo?», le preguntó el rey; y Tomás le contestó: « No lo puedes ver todavía; pero, cuando te vayas de esta vida, entonces lo verás.» Al principio el rey se puso furioso, y Tomás corrió verdadero peligro; pero luego el rey se convirtió a Cristo… y así trajo Tomás el Evangelio a la India.

Tomás tiene algo muy simpático y admirable. La fe no le resultaba fácil; y la obediencia no era su reacción espontánea. Era un hombre que tenía que estar seguro, y tenía que calcular el precio; pero, una vez que estaba seguro, y una vez que había contado el precio, llegaba hasta el límite de la fe y de la obediencia. Una fe como la de Tomás es mejor que una confesión templada; y una obediencia como la suya es mejor que una conformidad fácil que se muestra de acuerdo en hacer algo sin contar con el precio, y luego se vuelve atrás.

El propósito del evangelio

Jesús hizo otras muchas señales en presencia de Sus discípulos que no se incluyen en este libro; pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Ungido e Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en Su nombre.

Parece claro que, tal como se dispuso el evangelio en un principio, acababa aquí. El capítulo 21 se considera un apéndice y una posdata.

No hay pasaje en los evangelios que resuma mejor que este el propósito del que lo escribió.

(i) Está claro que los evangelistas no se propusieron darnos un relato completo de la vida de Jesús. No Le siguen de día en día, sino hacen una selección. Nos dan, no un relato exhaustivo de todo lo que Jesús hizo y dijo, sino unos ejemplos que nos muestran cómo era y la clase de cosas que hacía y decía.

(ii) Está claro que los evangelios no se proponían ser biografías de Jesús, sino invitaciones a tomarle como Salvador, Maestro y Señor. Su objetivo no era, dar información, sino dar vida. Era presentar un retrato de Jesús que permitiera al lector ver que la Persona que hablaba y enseñaba y obraba así no podía ser más que el Hijo de Dios; y que en esa fe encontrara el secreto de la vida real y verdadera.

Cuando nos ponemos a leer los evangelios como si fueran historia o biografía estamos adoptando una actitud equivocada. Debemos leerlos, no como si fuéramos estudiantes de historia que buscan información, sino como hombres y mujeres que buscan a Dios.

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