Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido. Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies? Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo. Le dijo Simón Pedro: Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo: El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos. Porque sabía quién le iba a entregar; por eso dijo: No estáis limpios todos. Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis. No hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido; mas para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar. Desde ahora os lo digo antes que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy. De cierto, de cierto os digo: El que recibe al que yo enviare, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. Juan 13: 1-20
Tendremos que estudiar este pasaje en más de un aspecto; pero primero vamos a considerarlo en conjunto.
Pocos incidentes evangélicos nos revelan tan claramente como este el carácter de Jesús y la maravilla de Su amor.
Cuando pensamos en lo que Jesús podría haber llegado a ser y en lo que podría haber llegado a hacer, nos damos cuenta mejor de la maravilla de lo que fue y de lo que hizo.
(i) Jesús sabía que tenía todo en Sus manos. Sabía que estaba cerca la hora de Su humillación, pero también sabía que Su hora de exaltación estaba cerca. Tal conocimiento podría haberle llenado de orgullo; y, sin embargo, sabiendo que el poder y la gloria eran Suyos, lavó los pies de Sus discípulos. En el momento en que podía haber sentido un orgullo supremo, dio ejemplo de la suprema humildad. Así es siempre el amor. Cuando alguien se pone enfermo, la persona que le ama le prestará los servicios más humildes, y se deleitará haciéndolo, porque el amor es así. Algunas personas se creen demasiado importantes para hacer cosas humildes. Jesús no era así. Sabía que era el Señor de todo, y les lavó los pies a Sus discípulos.
(ii) Jesús sabía que había venido de Dios y que volvía a Dios. Podría haber sentido algo de desprecio hacia las personas y las cosas de este mundo. Podría haber pensado que ya había cumplido de sobra con el mundo, porque estaba de camino de vuelta a Dios. Fue precisamente entonces, cuando estaba más cerca de Dios, cuando Jesús llegó al límite de Su servicio a los Suyos. El lavar los pies de los huéspedes en una fiesta era el menester de los esclavos. Los discípulos de los rabinos se suponía que prestaban a sus maestros servicios personales; pero no habrían soñado en llegar a tal humillación. Lo maravilloso de Jesús es que, el estar más cerca de Dios, lejos de apartarle de los seres humanos, le acercaba aún más a ellos.
Siempre es verdad que no hay nadie que esté más cerca de las personas que el que está más cerca de Dios. T. R. Glover decía de algunos intelectuales presumidos: «Creían que eran muy religiosos, cuando en realidad no eran más que unos cursis.»
Cuenta la leyenda de Francisco de Asís que, en su juventud, había sido muy rico; entonces, sólo lo mejor era bastante bueno para él. Pero estaba inquieto, y no tenía paz en su alma. Cierto día iba cabalgando solo fuera de la ciudad, cuando vio a un leproso que era una masa de llagas, un espectáculo horrible. Lo normal habría sido que Francisco se hubiera apartado lo más posible de aquella horrible piltrafa humana; pero algo se movió en su interior: desmontó del caballo y se fundió en un estrecho abrazo con el leproso. En aquel momento, el leproso se transformó en Jesús. Cuanto más cerca estemos de la humanidad doliente, más cerca estaremos de Dios.
(iii) Jesús también sabía esto. Era consciente de que pronto sería traicionado. Tal conocimiento le podría haber inspirado odio y amargura; pero hizo que el corazón le fluyera con más amor que nunca. Lo más maravilloso es que, cuanto más le hería la humanidad, más la amaba. Es tan fácil y tan natural tener resentimiento por las ofensas recibidas y amargarse por los insultos y las injurias; pero Jesús se enfrentó con la peor injuria y la más horrible deslealtad con la mayor humildad y con el amor más sublime.
La realeza del servicio
Hay aún más en el trasfondo de este pasaje de lo que nos cuenta el propio Juan. Si volvemos al relato que nos hace Lucas de la última Cena, nos encontramos el detalle trágico: «Entonces los discípulos se pusieron a discutir a cuál de ellos había que considerar como el más importante» (Lucas 22:24). Aun a la vista de la Cruz, los discípulos seguían discutiendo cuestiones de primacía y de prestigio.
Puede que aquella discusión produjera la situación que hizo que Jesús actuara de esta manera. Las carreteras de Palestina no estaban ni empedradas ni limpias. En tiempo seco se hundían los pies en el polvo, y cuando llovía, en el barro. El calzado más corriente eran las sandalias, que apenas eran suelas que se sujetaban a los pies con correas. Poco protegían del polvo y el barro de las carreteras. Por esa razón, siempre había grandes tinajas de agua a la puerta de las casas; y allí estaba un siervo con una palangana y una toalla, dispuesto a lavarles los pies a los huéspedes a medida de entraban. Pero en la pequeña compañía de los amigos de Jesús no había siervos. Los deberes que los esclavos llevarían a cabo en círculos más acomodados, los compartirían entre sí, o los harían por turnos. Pero es posible que la noche de la última Cena se habían enzarzado en tal estado de competitividad que ninguno de ellos estaba dispuesto a hacerse responsable de que hubiera palanganas y toallas para que se lavara los pies la compañía al llegar; y Jesús remedió la omisión de la manera más sencilla.
Hizo lo que ninguno de los de Su compañía estaba dispuesto a hacer. Y después, les dijo: « Ya veis lo que he hecho. Decís que soy vuestro Maestro y vuestro Señor; y tenéis razón, porque lo soy; y, sin embargo, estoy dispuesto a hacer esto por vosotros. Seguro que no creéis que un discípulo merece más honores que su maestro, ni un servidor más que su señor. Está claro que si Yo hago esto, vosotros deberíais estar dispuestos a hacerlo también. Os he dado ejemplo de cómo debéis comportaros entre vosotros.»
Esto debería hacernos pensar. Muy a menudo, hasta en las iglesias, hay problemas porque a alguno no se le respeta el puesto.
Con cierta frecuencia, hasta los dignatarios eclesiásticos se dan por ofendidos porque no se les otorgan las primacías a las que su puesto les da derecho. Aquí tenemos la lección de que no hay más que una clase de grandeza: la del servicio. El mundo está lleno de personas que se plantan en su dignidad cuando deberían estar de rodillas a los pies de sus hermanos. En todas las esferas de la vida lo que estropea el esquema de las cosas es el deseo de eminencia y la indisposición a tomar un puesto subordinado. A un jugador se le excluye un día del equipo, y ya se niega a jugar nunca más. A un policía que aspira a más se le pasa en un puesto al que creía tener más derecho que nadie, y se niega a aceptar otro puesto inferior. Un miembro del coro al que no se le deja cantar un solo, ya no quiere seguir cantando. En cualquier sociedad puede suceder que se olvide a alguien involuntariamente y, o explota de rabia, o se reconcome de rencor. Cuando estemos tentados a pensar en nuestra dignidad, o prestigio, o derechos, recordemos al Hijo de Dios con una toalla y una palangana, arrodillándose a los pies de sus discípulos para lavárselos.
Para ser realmente grande uno tiene que tener esta humildad regia que le hace tanto rey como servidor de la humanidad. En El querido capitán, de Donald Hankey, hay un pasaje que describe cómo el querido capitán se preocupaba de sus hombres después de una marcha. «Todos sabíamos instintivamente que era superior a nosotros, de una madera más noble… Supongo que, por eso mismo, podía ser tan humilde sin perder la dignidad. Porque también era humilde, si es esa la palabra, creo que sí. Ningún problema nuestro era demasiado insignificante para que él se encargara. Cuando empezábamos las marchas, por ejemplo, y nos dolían los pies y se nos llenaban de ampollas, como nos solía pasar al principio, se habría pensado que se trataba de sus propios pies por el trabajo que se tomaba. Por supuesto que después de la marcha había inspección de pies. Eso era de rutina. Pero para él no era una mera cuestión de rutina. Entraba en nuestra habitación y, si alguno tenía un pie dolorido, se arrodillaba en el suelo y lo miraba tan cuidadosamente como si hubiera sido un médico. Luego recetaba, y los remedios siempre estaban a mano, porque nos los traía el sargento. Si había que pinchar las ampollas, corrientemente lo hacía él mismo en el momento, para asegurarse de que se hacía con una aguja bien limpia y que no se dejaba entrar ninguna suciedad. No lo hacía con afectación, ni para causar efecto; sino, sencillamente, porque consideraba que nuestros pies eran importantes y que nosotros éramos bastante descuidados. Por eso consideraba que era mejor encargarse personalmente de la cosa. Sin embargo, a nosotros nos parecía que había algo casi religioso en el cuidado que tenía de nuestros pies. Parecía tener un toque de Cristo, y nosotros le queríamos y honrábamos más por ello.» Lo curioso es que es al que se humilla así -como Cristo- al que la gente honra como a un rey, y cuyo recuerdo atesora.
La limpieza esencial
Ya hemos visto que, en Juan, tenemos siempre que esperar un doble sentido: el que aparece en la superficie, y el que hay debajo de la superficie. Este relato no cabe duda de que tiene un segundo sentido. A la vista está la lección dramática e inolvidable acerca de la humildad. Pero hay aquí más que eso.
Hay un detalle muy difícil de entender. Al principio, Pedro se niega a dejar a Jesús que le lave los pies. Jesús le dice que, a menos que acepte este lavado, no podrá tener parte con El. Entonces Pedro suplica que, no sólo le lave los pies, sino también las manos y la cabeza; pero Jesús le dice que basta con lavarle los pies. La frase difícil, que es además la que tiene un significado profundo, es: «El que está bañado no necesita más que le laven los pies.»
No cabe duda de que aquí se hace referencia al Bautismo cristiano. « A menos que seas lavado, no puedes tener parte en Mí», es una manera de decir: « A menos que pases por la puerta del Bautismo, no tienes parte en la Iglesia.»
La lección es la siguiente. Era costumbre que, antes de ir a una fiesta, la gente se bañara. Cuando llegaban a la casa del convite, no tenían que bañarse otra vez; lo único que necesitaban era que les lavaran los pies. El lavado de los pies era la ceremonia que precedía a la entrada en la casa en la que iban a ser huéspedes. Era lo que podríamos llamar el lavado de entrada en la casa. Así que Jesús dijo a Pedro: «Lo que necesitas no es lavarte de cuerpo entero. Eso lo puedes hacer por ti mismo. Lo que necesitas es el lavado que marca la entrada en la familia de la fe.»
Esto explica otra cosa. Pedro, al principio, va a negarse a dejar que Jesús le lave los pies. Jesús le dice que, si se niega, no tendrá parte en Él. Es como si Jesús dijera: «Pedro, ¿vas a ser tan orgulloso como para no dejarme que te haga esto? Si lo eres,
vas a perderlo todo.» En la Iglesia Primitiva, como en la actual, la entrada era el bautismo; este era, como si dijéramos, el lavado de entrada. Esto no es decir que una persona no se puede salvar a menos que sea bautizada en agua. Pero sí quiere decir que, si puede ser bautizada y es demasiado orgullosa para entrar por esa puerta, su orgullo la excluye de la familia de la fe.
Las cosas son diferentes ahora, por lo menos en algunas iglesias. En los primeros tiempos eran hombres y mujeres adultos los que se presentaban al bautismo, porque venían directamente del paganismo al Evangelio. Ahora, en muchas iglesias, también, bautizamos a los niños. Pero, en este pasaje, Jesús traza el cuadro del lavado que equivale a la entrada en la Iglesia, y nos dice que no debemos ser tan orgullosos como para no someternos al bautismo.
La vergüenza de la deslealtad y la gloria de la fidelidad
-No lo digo por todos vosotros -continuó diciéndoles Jesús-, porque Yo sé la clase de hombres que he escogido. Todo está sucediendo para que se cumpla la Escritura: «El que come mi pan ha levantado contra Mí su calcañal.» Os lo digo ahora antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que Yo soy el Que soy. Esto que os digo es la pura verdad: EL que reciba al que Yo envíe, Me recibe a Mí; y el que Me reciba a Mí, recibe al Que Me envió.
En este pasaje se hace hincapié en tres cosas.
(i) La crueldad brutal de la deslealtad de Judas se describe gráficamente de forma que resulta especialmente impactante para la mente oriental. Jesús hace una cita del Salmo 41:9. La referencia, en conjunto, dice lo siguientes: «Hasta el amigo entrañable en el que yo confiaba, que participaba de mi mesa, ha levantado el calcañar contra mí.» En Oriente, «comer pan con alguien» o «comer a la mesa de alguien» era una señal de amistad y de relación leal. 2 Samuel 9: 7, 13 dice que David le concedió a Mefiboset: «…y tú comerás siempre pan a mi mesa» (R-V.09), cuando habría podido eliminarle por ser descendiente de Saúl.1 Reyes 18:19. habla de los profetas de Baal que comían a la mesa de Jezabel. Para el que había comido pan a la mesa de otro el ponerse en contra de él, cuando por aquel acto le había comprometido su lealtad, era una repugnante traición. La deslealtad de sus amigos era para el salmista la ofensa más dolorosa. « No ha sido un enemigo el que me ha hecho objeto de sus mofas y sarcasmos -lo que me hubiera resultado más llevadero-; no es un adversario el que me ha tratado con la máxima insolencia-porque en tal caso le habría podido evitar-;sino que has sido tú, mi igual, mi compañero; mi amigo del alma. Juntos solíamos conversar en dulce armonía; íbamos juntos a la casa de Dios en estrecha camaradería» (Salmo 55:12-14). Infiere el dolor más punzante del mundo el que un amigo sea culpable de tamaña deslealtad. La misma frase que se usa está llena de crueldad. «Levantó contra mí su calcañar.» La frase hebrea dice literalmente: «Hizo grande el calcañar,» y es una expresión que denota una violencia brutal. En este pasaje no hay la más leve insinuación de ira; sólo de dolor. Según Marcos 14:20, Jesús se refirió a Judas diciendo que mojaba con Él en el mismo plato; y Juan 13:26 nos conservará el gesto de supremo cariño y confianza de Jesús al darle a Judas un trozo de pan mojado. Jesús, en esta su última apelación, está descubriéndole a Judas la herida que Le ha abierto en lo más íntimo de Su corazón.
(ii) Este pasaje también subraya el hecho de que, de alguna manera, toda esta tragedia está en el plan de Dios, y de que Jesús la aceptó plenamente y sin la menor resistencia. Sucedió como estaba anunciado en las Escrituras. Nunca hubo la menor duda de que la redención del mundo costaría el corazón partido de Dios. Jesús sabía lo que estaba sucediendo. Conocía el precio, y estaba dispuesto a pagarlo. No quería que los discípulos pensaran que le había enredado una ciega malla de circunstancias de la que no podía escapar. No iban a matarle; era que Él escogía la muerte. En aquel momento no lo veían, ni podían verlo; pero Él quería asegurarse de que llegaría un día cuando mirarían atrás y recordarían y comprenderían.
(iii) Si en este pasaje se presenta la amargura de la deslealtad, también se subraya la gloria de la fidelidad. Llegaría el día en que estos mismos discípulos proclamarían al mundo el mensaje de Jesús. Entonces serían nada menos que los representantes de Dios mismo. Un embajador no actúa por su propia cuenta ni depende sólo de sus cualidades y calificaciones personales. Va revestido de toda la gloria y el honor de su rey. Escucharle a él es escuchar al que le envió, y honrarle es honrar al que representa. El gran honor y la gran responsabilidad de ser un cristiano comprometido consiste en que representamos en el mundo a Jesucristo: hablamos por Él, actuamos por Él. El honor del Eterno está en nuestras manos.
La última apelación del amor
Después de decir aquello, Jesús se angustió en espíritu y declaró solemnemente: -Os digo la pura verdad: uno de vosotros Me va a traicionar. A eso los discípulos se pusieron a mirarse unos a otros; porque no tenían ni idea acerca de quién estaba hablando.
Uno de Sus discípulos al que Jesús amaba estaba reclinado con la cabeza en Su pecho. Entonces Pedro le hizo una seña para que Le preguntara a Jesús de quién se trataba. El discípulo que estaba reclinado con la cabeza en el pecho de Jesús Le preguntó: -Señor, ¿quién es? -Es al que le voy a mojar un trozo de pan en el plato y dárselo. A eso cogió un pedazo de pan, lo mojó en la salsa y se lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón. Y, después de tomar aquel bocado, Satanás entró en él. Jesús le dijo: -Date prisa con lo que vas a hacer. Ninguno de los otros comensales comprendió por qué se lo decía. Algunos creyeron que, como Judas llevaba la caja, Jesús le había dicho que comprara lo que necesitaban para la fiesta; o que le había dicho que diera algo para los pobres.
Así es que aquel hombre tomó el bocado y salió en seguida y era de noche.
Cuando visualizamos esta escena, surgen ciertas cosas sumamente dramáticas. La traición de Judas aparece en todo su horror. Tiene que haber sido un actor consumado y un perfecto hipócrita. Una cosa está clara: si los otros discípulos hubieran sabido lo que Judas se traía entre manos, no habría salido con vida de aquella habitación. Judas tiene que haber estado fingiendo un amor y una lealtad que engañaron a todos excepto a Jesús. No era sólo un villano descarado; era un credomado hipócrita. Aquí hay una advertencia. Exteriormente podemos engañar a la gente; pero no se pueden esconder cosas a los ojos de Cristo.
Y hay más. Cuando comprendemos debidamente lo que estaba sucediendo, podemos descubrir que hubo una apelación tras otra a Judas. La primera: la organización de los puestos en aquella cena. Los judíos no se sentaban a la mesa: se reclinaban. La mesa era un bloque sólido, bajo, con una especie de sofás alrededor. Todo tenía una forma como de U, y el lugar del anfitrión era el centro. Los comensales se reclinaban sobre el lado izquierdo, descansando sobre el codo izquierdo y dejándose el brazo derecho libre para alcanzar la comida. Colocados de esa manera, la cabeza de cada uno estaba literalmente sobre el pecho del que estuviera reclinado a su izquierda. Jesús ocuparía el lugar del anfitrión, en el centro del único lado hábil de la mesa baja. El discípulo al que Jesús amaba tiene que haber estado a Su derecha; porque, cuando se apoyaba con el codo en la mesa, tenía la cabeza sobre el pecho de Jesús.
Nunca se menciona el nombre del discípulo al que Jesús amaba. Algunos han pensado que sería Lázaro, porque se nos dice que Jesús le amaba (Juan 11:3, S y 36). Algunos han pensado que sería «el joven rico» anónimo, porque Jesús le amó cuando le vio (Marcos 10:21), y se ha supuesto que, por fin, lo dejó todo para seguir a Jesús. Algunos han pensado que no era una persona de carne y hueso, sino la figura ideal de cómo debería ser el perfecto discípulo. Pero la opinión general y tradicional siempre ha sido que el discípulo amado no era otro que el mismo Juan; y no tenemos por qué dudarlo.
Pero es el sitio de Judas el que merece un interés especial. Está claro que Jesús podía hablarle tan privadamente que los otros no se enteraban. En ese caso, sólo puede haber estado en un sitio: tiene que haber sido ala izquierda de Jesús, de tal manera que, lo mismo que la cabeza de Juan se apoyaba en el pecho de Jesús, así también la de Jesús se apoyaba en el pecho de Judas. Lo revelador es que el sitio a la izquierda del anfitrión era el de máximo honor, y se le reservaba al amigo más íntimo. Antes de colocarse todos para la cena, Jesús tiene que haberle dicho a Judas: «Judas, ven a sentarte a mi lado esta noche; quiero tenerte cerca para poder hablar contigo.» Esa invitación era ya una llamada de amor.
Pero hay más. El que el anfitrión ofreciera a un invitado un bocado o una pieza especial de la fuente era señal de una amistad especial. Cuando Booz quería dar muestras de su aprecio por Rut, la invitó a que se acercara y mojara su trozo de pan en el vino (Rut 2:14). T. E. Lawrence contaba que, cuando se sentaba con los árabes en las tiendas, a veces el jefe árabe cortaba una pieza selecta de carnero del animal entero que tenían delante y se la pasaba a él (¡lo que era a veces una distinción incómoda para un paladar occidental, porque tenía que comérselo todo dando señales de disfrutarlo!). Cuando Jesús le pasó la pieza a Judas, aquello era otra vez una señal de especial aprecio. Y advertimos que, hasta cuando Jesús lo hizo, los demás no se dieron cuenta de lo que significaban Sus palabras; lo que muestra bien a las claras que Jesús tenía costumbre de hacerlo, y nadie se dio por sorprendido. Probablemente Judas ya había sido objeto de muestras de especial afecto por parte de Jesús.
Aquí está la tragedia. Una y otra vez Jesús llamó a la puerta de aquel negro corazón, y una y otra vez Judas lo mantuvo cerrado. ¡Que Dios nos libre de llegar a ser tan impermeables a las llamadas de Su amor!