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La autoridad del Hijo de Dios

Jesús les dijo: Les aseguro que el Hijo de Dios no puede hacer nada por su propia cuenta; solamente hace lo que ve hacer al Padre. Todo lo que hace el Padre, también lo hace el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace; y le mostrará cosas todavía más grandes, que los dejarán a ustedes asombrados. Porque así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, también el Hijo da vida a quienes quiere dársela. Y el Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado a su Hijo todo el poder de juzgar, para que todos den al Hijo la misma honra que dan al Padre. El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre, que lo ha enviado. Les aseguro que quien presta atención a lo que yo digo y cree en el que me envió, tiene vida eterna; y no será condenado, pues ya ha pasado de la muerte a la vida. Les aseguro que viene la hora, y es ahora mismo, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán. Porque así como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha hecho que el Hijo tenga vida en sí mismo, y le ha dado autoridad para juzgar, por cuanto que es el Hijo del hombre. No se admiren de esto, porque va a llegar la hora en que todos los muertos oirán su voz y saldrán de las tumbas. Los que hicieron el bien, resucitarán para tener vida; pero los que hicieron el mal, resucitarán para ser condenados. Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta. Juzgo según el Padre me ordena, y mi juicio es justo, pues no trato de hacer mi voluntad sino la voluntad del Padre, que me ha enviado. Juan 5:19-30 

Aquí llegamos al primero de los largos discursos del Cuarto Evangelio. Cuando leamos pasajes así debemos recordar que Juan no se propone tanto darnos las mismísimas palabras que dijo Jesús como lo que Jesús quería decir. Juan estaba escribiendo allá por el año 100 d.C. Había pasado setenta años pensando en Jesús y en las cosas maravillosas que había dicho. Muchas de esas cosas no las había entendido del todo cuando se las oyó decir a Jesús; pero; más de medio siglo de meditar bajo la dirección del Espíritu Santo le había enseñado un sentido cada vez más profundo de las palabras de Jesús. Así es que nos presenta, no sólo lo que Jesús dijo, sino también lo que quería decir.

Este pasaje es tan importante que tenemos que estudiarlo primero en conjunto, y luego por secciones. En primer lugar, pues, vamos a considerarlo en conjunto. Debemos tratar de pensar, no sólo en cómo nos suena a nosotros; sino también en cómo les sonaría a los judíos que lo oyeron por primera vez. Tenían un trasfondo de ideas y pensamientos, de teología y creencias, de literatura y religión, que está muy lejano del nuestro; y, para entender un pasaje como éste, debemos intentar introducirnos en la mentalidad de los judíos que lo oyeron por primera vez.

Este es un pasaje maravilloso, porque está entretejido con pensamientos y expresiones que son las credenciales de Jesús como el Mesías prometido. Muchas de estas credenciales no las vemos ahora tan claramente, pero estarían tan claras como el agua para los judíos, y los dejarían estupefactos.

(i) La credencial más clara se encuentra en el título de Jesús como Hijo del Hombre. Sabemos que ese extraño título es muy corriente en los evangelios. Tiene una larga historia. Nació en Daniel 7:1-14.: Durante el primer año en que Belsasar fue rey Daniel tuvo un sueño y en su mente vio visiones mientras estaba en su cama. Al despertarse anotó lo más importante del sueño. Esto fue lo que escribió: «Tuve una visión en la noche. Vi que soplaban los cuatro vientos del cielo y agitaban el gran mar. De repente, cuatro bestias gigantes salieron del agua. Todas eran diferentes. La primera parecía un león con alas de águila. Mientras yo miraba, le quitaron las alas y la levantaron para que se mantuviera sobre dos pies como un hombre, y se le dio una mente de ser humano. Luego vi otra bestia. Esta segunda bestia parecía un oso y estaba levantada de medio lado. Tenía tres costillas en la boca entre sus dientes y una voz le decía: “Levántate y come toda la carne que quieras”. Después, seguí mirando y vi otro animal que parecía un leopardo con cuatro alas en el lomo y cuatro cabezas. A este animal le dieron poder para gobernar. Luego vi en mi visión el cuarto animal. Era una bestia terrible, espantosa y de una fuerza impresionante. Tenía dientes de hierro y devoraba varias criaturas. Les destrozaba los huesos y el resto lo pisoteaba. Era muy distinto a los otros tres y tenía diez cuernos. Yo estaba mirándole los cuernos, cuando le apareció otro entre los que ya tenía y rompió tres de ellos. Este nuevo cuerno tenía ojos de humano y una boca que alababa su gran poder. Mientras miraba, aparecieron unos tronos y el Anciano venerable se sentó en su trono. Su ropa era blanca como la nieve; su cabello era blanco como lana limpia. Su trono era de fuego, y las llamas formaban las ruedas. Un río de llamas corría ante él. Miles le servían, millones estaban frente a él. Parecía un juicio a punto de comenzar, y se abrieron los libros. Yo seguía impresionado mirando la boca del cuerno que alababa su gran poder. Mientras tanto mataron a la bestia, la destrozaron y la quemaron. A los otros animales les quitaron el poder que tenían, pero los dejaron vivir un tiempo más. Yo seguía con estas visiones en la noche. De repente, vi que salía entre las nubes uno como un ser humano. Se acercó al Anciano venerable y lo presentaron ante él. Se le dieron poder, gloria y autoridad; todos los pueblos naciones y lenguas estarán a su servicio. Su dominio no tendrá fin y su reino nunca será destruido.  La versión Reina-Valera traduce correctamente, no El Hijo del Hombre, sino un hijo de hombre (vi que salía entre las nubes uno como un ser humano) (Daniel 7:13).

El detalle importante del pasaje estriba en el hecho de que Daniel se escribió en días de terror y de persecución, y contiene una visión de la gloria que sucedería algún día al sufrimiento que estaba pasando el pueblo de Dios. En Daniel 7:1-7, el vidente describe bajo el simbolismo de bestias a los grandes imperios paganos que han ejercido dominio en el mundo. El león con alas de águila (7:4) representa al imperio de Babilonia; el oso con tres costillas en la boca, como si estuviera devorando un cadáver (7:5), al imperio de Media; el leopardo con cuatro alas y cuatro cabezas (7:6) representa al imperio de Persia; y la bestia grande y terrible de dientes de hierro y diez cuernos (7:7), al imperio de Macedonia.

Todos estos poderes terribles pasarán, y la autoridad y el dominio se le darán a uno semejante a hijo de hombre. El sentido es que los imperios que han ejercido la soberanía han sido tan salvajes que sólo se los podía describir en términos de bestias feroces; pero va a venir al mundo un poder tan benigno y amable que será humano y no bestial. En Daniel, la frase describe la clase de poder que va a gobernar el mundo. Alguien tendrá que introducir y ejercer ese poder; y los judíos tomaron ese título y se lo aplicaron al Escogido de Dios que algún día traería la nueva era de compasión y amor y paz; y así llegaron a llamar al Mesías esperado El Hijo del Hombre.

Entre el Antiguo y el Nuevo Testamento surgió toda una literatura que trataba de la era dorada por venir. Una obra que ejerció una influencia especial fue el Libro de Enoc, en el que aparece una y otra vez una gran figura que se llama Aquel Hijo del Hombre, que está esperando en el Cielo hasta que Dios le envíe a la Tierra para introducir Su Reino y asumir el mando. Así que, cuando Jesús se llamaba a Sí mismo El Hijo del Hombre, no estaba haciendo otra cosa que llamarse a Sí mismo el Mesías. Aquí presentaba unas credenciales tan claras que no dejaban lugar a dudas.

(ii) Pero no es que Jesús presente Sus credenciales come el Mesías de Dios sólo en estas palabras, sino que está implícito en frase tras frase. El mismo milagro que había realizado en el paralítico era una señal de que Jesús era el Mesías. La descripción que nos hace Isaías de la nueva edad de Dios incluía que «el cojo saltaría como un ciervo»: Entonces el cojo saltará como un ciervo,  y cantará la lengua del mudo;  porque aguas serán cavadas en el desierto,  y torrentes en la soledad. (Isaías 35:6). Y en la visión de Jeremías, cojos y ciegos se reunirían: He aquí yo los hago volver de la tierra del norte,  y los reuniré de los fines de la tierra,  y entre ellos ciegos y cojos,  la mujer que está encinta y la que dio a luz juntamente;  en gran compañía volverán acá. (Jeremías 31:8).

(iii) Tenemos la declaración que hace Jesús en repetidas ocasiones de que Él resucitará a los muertos y será su juez. En el Antiguo Testamento, Dios era el único que podía resucitar a los muertos y que tenía el derecho de juzgarlos: «Yo, soy Yo, y no hay más dioses a Mi lado: Yo hago morir, y Yo hago vivir» (Deuteronomio 32:39). «El Señor mata y Él da la vida» (1 Samuel 2:6). Cuando el general sirio Naamán acudió a que le curaran de la lepra, el rey de Israel dijo alucinado de desesperación: «¿Soy yo Dios, que mate y dé vida?» (2 Reyes 5:7). El poder para hacer morir y vivir pertenecía inalienablemente a Dios; y lo mismo sucedía con el juicio. «El juicio es de Dios» (Deuteronomio 1:17).

En el pensamiento de épocas sucesivas, esta función de resucitar y, posteriormente, juzgar a los muertos se le reconoció como una de sus atribuciones al Mesías cuando viniera a inaugurar la nueva era de Dios. Enoc dice del Hijo del Hombre: «La totalidad del juicio se le confió» (Enoc 69:26s). Jesús, en nuestro pasaje, dice que los que hayan obrado el bien resucitarán para la vida, y los que hayan obrado el mal resucitarán para la muerte. El Apocalipsis de Baruc establece que cuando llegue la era de Dios: «El aspecto de los que ahora obran maliciosamente se pondrá peor de lo que es ahora, porque habrán de sufrir tormento,» mientras que los que han confiado en la Ley y obrado de acuerdo con ella estarán cubiertos de belleza y esplendor» (Baruc 51:1-4). Enoc dice que ese día: «La Tierra se rasgará, y todo lo que viva en ella perecerá, y tendrá lugar el juicio de toda la humanidad» (Enoc 1:5-7). El testamento de Benjamín dice: «Toda la humanidad resucitará: algunos serán exaltados, y algunos humillados y avergonzados.» Para Jesús, el hablar así era un acto de un valor sin igual y extraordinario. Tiene que haber sabido que el presentar esas credenciales les sonaría sin duda a blasfemia a los líderes judíos más ortodoxos, y sería atraerse la muerte. Los que oyeran tales afirmaciones no podrían hacer más que una de dos cosas: aceptar a Jesús como el Hijo de Dios, o rechazarle y odiarle como blasfemo. Ahora vamos a estudiar este pasaje por secciones.

El padre y el hijo

Jesús continuó diciéndoles: -Os digo la pura verdad: El Hijo no puede hacer nada que proceda de Él mismo, sino sólo lo que ve hacer al Padre. El Hijo actúa de la misma manera que actúa el Padre; porque el Padre ama al Hijo y Le enseña todo lo que ÉL mismo hace. Y aún Le mostrará obras mayores que éstas, de tal manera que os quedaréis alucinados.
Así empieza la respuesta de Jesús a la acusación que le habían hecho los judíos de que se hacía igual a Dios. Establece tres cosas acerca de Su relación con Dios.

(i) Establece Su identidad con Dios. La verdad sobresaliente acerca de Jesús es que en Él vemos a Dios. Si queremos conocer los sentimientos que Dios tiene para con la humanidad, si queremos saber como reacciona ante el pecado, si queremos ver cómo considera la condición humana, no tenemos más que mirar a Jesús. La mente de Jesús es la Mente de Dios; las palabras de Jesús son las palabras de Dios; las acciones de Jesús son las acciones de Dios.

(ii) Esta identidad no se basa tanto en la igualdad como la obediencia total. Jesús no hacía nunca lo que a Él le parecía mejor, sino siempre lo que Dios quería que hiciera. Precisamente porque la voluntad de Jesús estaba totalmente so­me­tida a la de Dios es por lo que podemos ver a Dios en Él. Jesús es para con Él, lo que nosotros debemos ser para con Jesús.

(iii) Esta obediencia no consiste en sumisión a un poder, sino en amor. La unidad entre Jesús y Dios es la unidad del amor: A veces conocemos dos mentes que tienen una misma manera de pensar, o dos corazones que laten al unísono. En términos humanos esa es la descripción perfecta de la relación entre Jesús y Dios. Hay una identidad tan completa de mente y voluntad y corazón que el Padre y el Hijo son Uno. Pero este pasaje tiene todavía más que decirnos sobre Jesús.

Nos habla de Su completa confianza. Está completamente seguro de que lo que la humanidad estaba viendo entonces no era más que el principio. En términos puramente humanos, lo único que podía esperar razonablemente Jesús era la muerte. Las fuerzas de la ortodoxia judía se estaban uniendo en contra suya, y el fin era ya seguro. Pero a Jesús no Le cabía la menor duda de que el futuro estaba en las manos de Dios, y que nadie podía impedirle que hiciera lo que Dios Le había enviado a hacer.

Nos habla de Su completa intrepidez. Era seguro que no Le entenderían. Que Sus palabras inflamarían las mentes de Sus oyentes y pondrían en peligro Su vida estaba fuera de toda cuestión. No habría situación humana en la que Jesús estaría dispuesto a reducir Sus pretensiones o a adulterar la verdad. Presentaría Sus credenciales y diría la verdad sin dejarse intimidar por lo que amenazaran con hacerle. Para Él lo único importante era ser fiel para con Dios, y no el evitar los peligros a que Se pudiera exponer.

Vida, juicio y honor

Porque, como el Padre resucita a los muertos y los hace vivir otra vez, así también el Hijo hace vivir a los que quiere. Tampoco juzga el Padre a nadie, sino que ha dejado todo el proceso del juicio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre Que Le envió.

Aquí vemos tres grandes funciones que pertenecen a Jesucristo como Hijo de Dios.

(i) Es el dador de la vida. Juan lo dice en un doble sentido. Quiere decir en el tiempo. Nadie está plenamente vivo hasta que Jesucristo entra en su vida y él entra en Jesucristo. Cuando hacemos el descubrimiento del reino de la música o de la literatura o del arte o de los viajes, algunas veces decimos que se nos ha abierto un nuevo mundo. Aquella persona en cuya vida ha entrado Jesucristo encuentra que la vida es totalmente nueva. Ha cambiado la persona, sus relaciones personales, su idea del trabajo y del deber y del placer, y su relación con Dios. Y quiere decir en la eternidad. Después que haya acabado esta vida, se abre una vida incalculablemente más plena y maravillosa para la persona que ha aceptado a Jesucristo, mientras que para la que Le ha rechazado sólo le espera la separación de Dios que es la muerte eterna. Jesucristo es el dador de la vida tanto en este mundo como en el por venir.

(ii) Es el que trae el juicio. Juan dice que Dios ha confiado todo el proceso del juicio a Jesucristo. Lo que quiere decir es que el juicio de una persona depende de su reacción a Jesús. Si encuentra en Él la única Persona digna de ser amada e imitada, está en el camino de la vida; y si ve en Jesús a un enemigo, se ha condenado a sí misma. Jesús es la piedra de toque en la que todos somos probados; nuestra reacción ante Él es la prueba que divide a la humanidad.

(iii) Es el que recibe el honor. Lo más alentador del Nuevo Testamento es su esperanza inextinguible y su certeza indestructible. Nos cuenta la historia de un Cristo crucificado; y, sin embargo, nunca alberga la menor duda de que el Crucificado atraerá a Sí a toda la humanidad, y que todos Le conocerán y reconocerán y amarán. En medio de persecuciones y desprecios, a pesar de lo reducido de su número y de la escasez de su influencia, ante el fracaso y la deslealtad, el Nuevo Testamento y la Iglesia Primitiva nunca pusieron en duda el triunfo final de Cristo. Cuando sintamos el ataque de la desesperación haremos bien en recordar que la salvación de la humanidad es el plan de Dios, y que nada, a fin de cuentas, podrá hacer fracasar Su voluntad. La mala voluntad humana podrá retrasar, pero no derrotar el propósito de Dios.

Aceptación quiere decir Vida

«Os digo la pura verdad: El que escucha Mi palabra y cree en el Que Me ha enviado tiene la vida eterna, y no está abocado al juicio, sino que ha cruzado de la muerte a la vida.

Jesús dice sencillamente que el aceptarle es la vida, y el rechazarle es la muerte. ¿Qué quiere decir escuchar las palabras de Jesús y creer en el Padre Que Le envió? Para decirlo lo más brevemente posible, quiere decir tres cosas.

(i) Quiere decir que Dios es como Jesús nos dice que es: que es amor; y es entrar en una nueva relación con El en la que el miedo ha sido desterrado.

(ii) Quiere decir aceptar la clase de vida que Jesús nos ofrece, aunque sea difícil y conlleve sacrificios, en la seguridad de que aceptarla es entrar en el camino definitivo que conduce a la paz y a la felicidad, y rechazarla es tomar el camino que conduce infaliblemente a la muerte y al juicio.

(iii) Quiere decir aceptar la ayuda del Cristo Resucitado y la dirección del Espíritu Santo, y encontrar así la fuerza para todo lo que implica el camino de Cristo. Cuando lo hacemos, entramos en tres nuevas relaciones.

(a) Entramos en una nueva relación con Dios. El Juez llega a ser el Padre; lo distante llega a estar cerca; la enemistad se convierte en confianza, y el temor en amor.

(b) Entramos en una nueva relación con nuestros semejantes. El odio se convierte en amor; el egoísmo deja paso al servicio, y el rencor al perdón.

(iii) Entramos en una nueva relación con nosotros mismos. La debilidad pasa a ser fuerza; el fracaso, éxito, y la tensión, paz. El aceptar el ofrecimiento de Cristo es encontrar la vida. Todos estamos vivos en cierto sentido; pero hay pocos de los que se puede decir que conocen la vida en el sentido más real de la palabra. Cuando Grenfell estaba escribiendo a una enfermera jefa que había decidido ir a Labrador para ayudar en el trabajo allí, le dijo que no le podría ofrecer mucho dinero, pero sí que si iba descubriría que al servir a Cristo y a la gente de ese país se lo pasaría mejor que en ningún otro sitio. Brovvning describe el encuentro de dos personas a cuyo corazón había llegado el amor. Ella le miraba a él, y él a ella; «y, de pronto, despertó la vida.» Un novelista moderno pone en boca de uno de sus personajes: «Nunca había sabido lo que era la vida hasta que la vi en tus ojos.» La persona que acepta a Cristo ha pasado de muerte a vida. Ya en este mundo la vida se convierte en algo nuevo y emocionante; en el mundo por venir la vida eterna con Dios se convierte en una seguridad.

La muerte y la vida

«Os digo la pura verdad: Está para sonar la hora; y ya ha llegado, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y, cuando la oigan, vivirán. Porque, como el Padre tiene vida en Sí mismo, también Le ha dado al Hijo que tenga vida en Sí mismo; y también Le ha dado autoridad para ejercer el proceso del juicio, porque para eso es el Hijo del Hombre. No os sorprendáis de, esto; porque está para sonar la hora cuando todos los que están en las tumbas oirán Su voz, y saldrán; los que hayan obrado el bien saldrán a una resurrección que les dará la vida, mientras que los que hayan obrado indebidamente saldrán a una resurrección que desembocará en el juicio.»

Aquí resaltan las credenciales mesiánicas de Jesús con toda claridad. Él es el Hijo del Hombre; el Que trae la vida y el Que da la vida; el que resucitará a los muertos a la vida y, cuando hayan resucitado, será su Juez. En este pasaje Juan parece usar la palabra muertos en dos sentidos.

(i) La usa refiriéndose a los que están muertos espiritualmente; a ellos les trae Jesús una vida nueva. ¿Qué quiere decir?
(a) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de intentar. Es haber llegado a considerar que todas las faltas son inevitables, y todas las virtudes irrealizables. Pero la vida cristiana no puede detenerse; si no va hacia adelante irá hacia atrás, y dejar de intentar es deslizarse hacia la muerte.

(b) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de sentir. Hay muchas personas que, en un tiempo, sentían intensamente el pecado, la miseria y el sufrimiento del mundo; pero, poco a poco, se volvieron insensibles. Pueden contemplar el mal sin sentir indignación; la miseria y el sufrimiento, sin sentir la espada del dolor y de la piedad que les atraviesa el corazón. Si ha desaparecido la compasión es que el corazón está muerto.

(c) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de pensar. J. Alexander Findlay cita la expresión de un amigo suyo: «Cuando llegas a una conclusión es que estás muerto.» Quería decir que, cuando una persona llega a estar tan cerrada que no puede aceptar ninguna nueva verdad, está mental y espiritualmente muerta. El día que nos abandona el deseo de aprender, el día en que una nueva verdad, nuevos métodos, nuevas ideas se convierten sencillamente en cosas que no nos importan, es que ha llegado el día de nuestra muerte espiritual.

(d) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de arrepentirse. El día cuando uno puede pecar en paz es el día de su muerte espiritual; y es fácil deslizarse hacia esa actitud. La primera vez. que hacemos algo indebido, sentimos vergüenza y remordimiento. Si lo hacemos por segunda vez, es más fácil. Si lo hacemos la tercera, más fácil todavía. Y si lo seguimos haciendo, llegamos a un punto en que ni nos damos cuenta. Para evitar la muerte espiritual debemos mantenernos sensibles al pecado manteniéndonos sensibles a la presencia de Jesucristo.

(ii) Juan usa también la palabra muertos en sentido literal. Jesús enseña que habrá una resurrección, y que lo que le suceda a cada uno en el más allá estará inseparablemente unido a lo que haya hecho en esta vida. La tremenda importancia de esta vida es que determina nuestro destino eterno. A lo largo de toda nuestra vida nos estamos capacitando o incapacitando para la vida por venir, capacitándonos o incapacitándonos para vivir en la presencia de Dios. Escogemos, o el camino que conduce a la vida, o el camino que conduce a la muerte.

El único juicio verdadero

Yo no puedo hacer nada partiendo de Mí mismo. Conforme a lo que oigo, así juzgo. Pero el juicio que Yo ejercito es justo; porque no trato de hacer lo que quiero, sino lo que quiere el Que me envió.

En el pasaje anterior, Jesús ha reclamado el derecho de juzgar. No era extraño que la gente se preguntara con qué derecho se ponía a juzgar a los demás. Su respuesta era que Su juicio era verdadero y definitivo, porque Él no tenía ningún deseo de hacer nada aparte de la voluntad de Dios. Su derecho se basaba en que Su juicio era el juicio de Dios. Le es muy difícil a cualquier persona el juzgar a otra con justicia. Si nos examinamos honradamente a nosotros mismos descubriremos muchos motivos que afectarían nuestro juicio. Podría hacerlo injusto nuestro orgullo ofendido; podría ser ciego por nuestros prejuicios; o amargado, por los celos; podría hacerlo arrogante el desprecio; o inflexible, la intolerancia; o podría hacerlo condenatorio la santurronería; podría afectarlo nuestro sentimiento de superioridad; o envilecido por la envidia; o viciado por la falta de sensibilidad o por ignorancia deliberada. Sólo una persona cuyo corazón y cuyos motivos fueran absolutamente limpios podría juzgar a otra persona con justicia. Y no existe tal persona aparte de Jesús. Pero, por otra parte, el juicio de Dios es perfecto.

Sólo Dios es santo, y por tanto Él es el único que conoce los motivos por los que deben ser juzgadas todas las personas. Sólo Dios ama de una manera perfecta, y pronuncia Su juicio con la caridad que deben hacerse todos los juicios. Sólo Dios tiene conocimiento perfecto y, por tanto, Su juicio es perfecto porque tiene en cuenta todas las circunstancias. El derecho de Jesús a juzgar está basado en el hecho de que en Él está la perfecta Mente de Dios. Él no juzga con la inevitable mezcla de motivos humanos, sino con la perfecta santidad, el perfecto amor y la perfecta misericordia de Dios.

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