En Jerusalén se estaba celebrando la fiesta de la Dedicación. Hacía un tiempo invernal, y Jesús estaba paseando por el recinto del templo, en el pórtico de Salomón. A eso los judíos Le rodearon, y Le preguntaron: -¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si eres de veras el Ungido de Dios, dínoslo claro de una vez. -Ya os lo he dicho -contestó Jesús-, y no me habéis creído. Las obras que Yo hago en nombre de Mi Padre son Mis evidencias. Pero vosotros no creéis porque no sois del número de Mis ovejas. Mis ovejas oyen Mi voz, y Yo las conozco, y ellas Me siguen. Y Yo les doy la vida eterna, y nunca jamás perecerán, ni Me las podrá arrebatar nadie de la mano. Juan 10:22-28
La presentación y la promesa
Juan empieza por darnos la fecha y el lugar de esta discusión. La fecha fue la fiesta de la Dedicación, la última que se fundó de las grandes fiestas judías. Algunas veces se la llamaba la fiesta de las Luces. Su nombre hebreo es Januká. Se celebra el 25 del mes judío de kislev, que corresponde a nuestro diciembre. Caía, pues, esta fiesta hacia la Navidad cristiana, y los judíos la siguen celebrando universalmente.
El origen de la fiesta de la Dedicación se remonta a uno de los períodos de mayor tribulación y heroísmo de la historia judía.
Hubo un rey de Siria llamado Antíoco Epífanes, que reinó de 175 a 164 a.C. Estaba enamorado de todo lo griego. Decidió eliminar la religión judía de una vez para siempre e introducir en Palestina la vida, el pensamiento, la religión y los dioses griegos. A1 principio trató de hacerlo pacíficamente. Algunos judíos aceptaron las ideas y formas nuevas, pero la mayoría se mostró resueltamente fiel a la fe ancestral.
En 170 a.C. se produjo la terrible crisis. Ese año, Antíoco atacó a Jerusalén. Se dijo que perecieron 80,000 judíos, y otros tantos fueron vendidos como esclavos. Se robaron 1,800 talentos -un talento eran 21,600 gramos de plata- del tesoro del templo.
El tener un ejemplar de la Torá -el Pentateucoo el circuncidar a un niño se castigaba con la muerte; a las madres que circuncidaban a sus hijos las crucificaban con sus niños colgándoles del cuello. Los atrios del templo fueron profanados; se convirtieron sus cámaras en prostíbulos; y, para colmo, Antíoco llegó hasta a dedicar el gran altar de los holocaustos a Zeus Olímpico, y a ofrecer sobre 61 sacrificios de puercos a los dioses griegos.
Fue entonces cuando Judas Macabeo y sus hermanos emprendieron su épica lucha por la libertad. En 164 a.C. se ganó la guerra definitivamente; y ese mismo año se limpió y purificó el templo. Se reconstruyó el altar y se repusieron las túnicas y los objetos del culto después de tres años de contaminación. Para conmemorar la purificación del templo se instituyó la fiesta de la Dedicación. Judas Macabeo decidió que «los días de la dedicación del altar se habían de celebrar en su tiempo de año en año, por espacio de ocho días, desde el día 25 del mes de kislev, con gozo y alegría» (1 Macabeos 4:59). Por esa razón esta fiesta se llamaba a veces de la Dedicación del Altar, y otras Memorial de la Purificación del Templo.
Pero, como ya hemos visto, aún tenía otro nombre: el de la fiesta de las Luces. Se instalaban grandes iluminaciones en el templo, y también en todos los hogares. En la ventana de todas las casas judías se ponían luces. Según Shammai, se ponían ocho luces en las ventanas, y cada día se quitaba una hasta dejar sólo una el último día. Según Hillel, el primer día se encendía una sola, y cada día se añadía una más hasta tener ocho el último día. Todavía podemos ver estas luces en los hogares de los judíos practicantes hasta el día de hoy.
Estas luces tenían dos significados. El primero era como recordatorio de que la luz de la libertad había vuelto a brillar en Israel. El segundo se remontaba a una leyenda muy antigua. Se decía que, cuando se purificó el templo y se volvió a encender el candelabro de los siete brazos, sólo se pudo encontrar una vasijita de aceite sin contaminar. Esta vasija se había mantenido intacta y con el sello del anillo del sumo sacerdote. Por su capacidad material, no contenía aceite nada más que para mantener las lámparas encendidas un día; pero, milagrosamente, hubo suficiente para los ocho, hasta que se acabó de preparar otro aceite según la fórmula correcta y se consagró para su uso santo. Por eso brillaban las luces en el templo y en los hogares ocho días en memoria de la vasija que Dios hizo que durara ocho días en vez de uno solo.
No carece de significado el hecho de que debe de haber sido cerca de esas fechas cuando Jesús dijo: « Yo soy la Luz del mundo.» Cuando se encendían todas aquellas luces para conmemorar la libertad recuperada para dar culto a Dios conforme a la conciencia y tradición de Israel, Jesús dijo: «Yo soy la Luz del mundo; sólo Yo puedo iluminar el camino que conduce al conocimiento y a la presencia de Dios.»
Juan también nos menciona el lugar en que se produjo esta discusión: el pórtico de Salomón. El primer atrio del templo era el de los Gentiles. A sus dos lados había una columnata magnífica que se llamaban el pórtico de Salomón y el pórtico Real.
Eran hileras de columnas impresionantes, de 12 metros de altura, con un techo encima. La gente acudía allí para orar o meditar; y los rabinos solían pasear por allí, hablando con sus alumnos y explicando las doctrinas de la fe. Jesús también iba andando por allí porque, como nos detalla Juan con un toque pictórico, «hacía un tiempo invernal.»
Cuando Jesús estaba paseando por el pórtico de Salomón, se le acercaron los judíos. «¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? -Le dijeron-. Dínoslo claro de una vez: ¿eres o no eres el Ungido prometido de Dios?»
Detrás de esa pregunta había dos actitudes mentales. Había algunos que genuinamente querían saberlo, y esperaban anhelantes la respuesta. Pero había otros que, sin duda, usaban aquella pregunta como una trampa. Querían inducir engañosamente a Jesús a que hiciera una declaración que se pudiera tergiversar, ya fuera para convertirla en un delito de blasfemia aceptable para sus tribunales, o en una acusación de insurrección de la que se encargaría el gobernador romano.
La respuesta de Jesús fue que ya les había dicho Quién era. Es verdad que no lo había dicho con todas sus letras; porque, según nos cuenta la historia Juan, Jesús había presentado Sus credenciales en privado. A la Samaritana Se le había revelado como el Mesías (Juan 4:26), y al que había nacido ciego, como el Hijo del Hombre (Juan 9:37). Pero hay algunas declaraciones que no hay por qué hacer de palabra, especialmente a una audiencia cualificada para percibirlas. Había dos cosas acerca de Jesús que Le colocaban más allá de toda duda, las expresara con palabras o no. La primera eran Sus obras. Había sido la visión de la edad de oro que había tenido Isaías: «Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se destaparán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará de gozo la lengua del mudo» (Isaías 35:5-6). Cada uno de los milagros de Jesús era una prueba de que había venido el esperado Mesías. La segunda eran Sus palabras. Moisés había anunciado que Dios levantaría a un Profeta al Que el pueblo tendría que oír (Deuteronomio 18:15). El mismo acento de autoridad con que hablaba Jesús, la manera regia en que abrogó la antigua ley y puso en su lugar Sus enseñanzas, eran una prueba fehaciente de que Dios hablaba por medio de Él. Las palabras y las obras de Jesús eran una demostración de que El era el Ungido de Dios.
Pero la inmensa mayoría de los judíos no habían aceptado esas pruebas. Como hemos visto, las ovejas de Palestina conocían la llamada especial de su propio pastor, y la obedecían; esos no eran del rebaño de Jesús. En el Cuarto Evangelio subyace la doctrina de la predestinación. Las cosas suceden siempre como Dios las había programado. Juan está diciendo realmente que aquellos judíos estaban predestinados para no seguir a Jesús. De una manera o de otra todo el Nuevo Testamento mantiene en equilibrio dos ideas aparentemente opuestas: el hecho de que todo sucede conforme al propósito de Dios y, al mismo tiempo, que la libertad humana es responsable. Esos judíos se habían hecho a sí mismos tales que estaban predestinados para no aceptar a Jesús; y sin embargo, según Juan, eso no los hace en nada menos condenables.
Pero, aunque la mayoría no aceptaron a Jesús, algunos sí; y a ellos Jesús les prometió tres cosas.
(i) Les prometió la vida eterna. Les prometió que, si Le aceptaban como Maestro y Señor, si llegaban a ser de Su rebaño, toda la pequeñez de la vida terrenal se pasaría, y conocerían la gloria y la magnificencia de la vida de Dios.
(ii) Les prometió una vida que no tendría fin. La muerte no sería el fin, sino un nuevo principio; conocerían la gloria de una vida indestructible.
(iii) Les prometió una vida segura. Nada los podría arrebatar de Su mano. Eso no quería decir que no experimentarían la aflicción, el sufrimiento y la muerte; sino que, en los más dolorosos momentos y en las horas más oscuras se darían cuenta de que los brazos eternos estarían sosteniéndolos y rodeándolos. Aun en un mundo que se precipita al desastre experimentarían la serenidad de Dios.
Confianza inalterable y seguridad inconmovible
-Mi Padre, Que es Quien Me las ha dado, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano del Padre. El Padre y Yo somos una sola cosa. Juan 10:29-30
Este pasaje presenta a la misma vez la confianza inalterable y la seguridad inconmovible de Jesús.
Su confianza veía el origen de todas las cosas en Dios. Jesús acababa de hablar de Sus ovejas y de Su rebaño; acababa de decir que nada ni nadie Le podría arrebatar de la mano Lo que era Suyo, que Él es el Buen Pastor que mantendrá siempre a salvo a sus ovejas. A primera vista, y si Jesús no hubiera dicho nada más que esto, habría parecido que ponía Su confianza en Su propio poder para defender lo Suyo. Pero ahora vemos el otro lado de la moneda: es Su Padre el Que Le ha dado esas ovejas, y tanto Él como Sus ovejas están en la mano de Su Padre. Jesús tenía aquella seguridad inconmovible porque tenía una confianza inalterable en Su Padre. Su actitud ante la vida no dependía de Su confianza en Sí mismo, sino de Su confianza en Dios. Estaba seguro, no de Su propio poder, sino del de Su Padre. Estaba tan convencido de Su seguridad y de Su victoria definitiva, no porque Se atribuyera a Sí mismo todo el poder, sino porque Se lo atribuía a Dios.
Y ahora llegamos a la suprema afirmación: « Yo y el Padre somos una sola cosa,» dijo Jesús. ¿Qué quería decir? ¿Es un misterio absoluto, o podemos entender por lo menos un poquito de ello? ¿Estamos abocados a interpretarlo en términos de esencia e hipóstasis y todas las demás ideas metafísicas y filosóficas con las que se debatieron los autores de los credos? ¿Tiene uno que ser un teólogo o un filósofo para captar aunque sólo sea un fragmento del sentido de esta tremenda afirmación? Si vamos a la misma Biblia en busca de interpretación, encontramos que es, de hecho, tan sencillo que la mente más sencilla lo puede comprender. Vayamos al capítulo 17 del evangelio de Juan, que nos transcribe la oración de Jesús por Sus seguidores antes de ir a Su muerte: «Padre santo, manténlos en Tu nombre a los que Me has dado, para que sean una sola cosa, como lo somos Nosotros» (Juan 17.11). Jesús concebía la unidad de los cristianos unos con otros como la misma que había entre Él y Dios. En el mismo pasaje añade: « No oro solamente por estos, sino también por los que crean en Mí por la palabra de ellos, para que todos sean una sola cosa; como Tú, Padre, lo eres en Mí, y Yo en Ti, que también ellos lo sean en Nosotros, para que el mundo crea que Tú Me has enviado. La gloria que Me has dado les he dado, para que sean una sola cosa como Nosotros somos una sola cosa» (Juan 17: 20-22). Jesús está diciendo sencillamente y con una claridad que nadie puede dejar de comprender que la finalidad de la vida cristiana es que los cristianos sean una sola cosa como Él y el Padre son una sola cosa.
¿Cuál es la unidad que debe existir entre cristiano y cristiano? Su secreto es el amor. «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; que, como Yo os he amado, así os améis unos a otros» (Juan 13:34). Los cristianos son una sola cosa porque se aman; de la misma manera que Jesús es una sola cosa con Dios porque Le ama.
Pero podemos ir más adelante. ¿Cuál es la única prueba del amor? Vayamos otra vez a las palabras de Jesús. « Si cumplís Mis mandamientos, permaneceréis en Mi amor; precisamente como Yo he cumplido los mandamientos de Mi Padre, y permanezco en Su amor» (Juan 15:10). « La persona que Me ame, obedecerá Mi palabra» (Juan 14:23-24). «Si Me amáis, cumpliréis Mis mandamientos» (Juan 14:15). « El que tiene Mis mandamientos y los cumple, ese es el que Me ama» (Juan 14:21).
Aquí está la quintaesencia del asunto. El vínculo de la unidad es el amor, y la prueba del amor es la obediencia. Los cristianos son una sola cosa unos con otros cuando se mantienen unidos por el amor y obedecen las palabras de Cristo. Jesús era una sola cosa con Dios porque Le amaba y obedecía como ningún otro. Su unidad con Dios fue la unidad del perfecto amor manifestado en la obediencia perfecta.
Cuando Jesús dijo: « Yo y el Padre somos una sola cosa,» no se estaba moviendo en el mundo de la filosofía y de las abstracciones, sino en el de las relaciones personales. Nadie puede entender de veras lo que quiere decir una frase como «una unidad de esencia»; pero cualquiera puede entender lo que es la unidad de corazón. La unidad de Jesús con Dios venía del perfecto amor y la perfecta obediencia. Jesús era una sola cosa con Dios porque Le amaba y obedecía perfectamente; y vino a este mundo para hacernos lo que Él es.
Proponiendo la prueba del fuego
Los judíos volvieron a coger piedras para apedrearle. Pero Jesús les dijo: -Os he mostrado muchas obras maravillosas, que procedían de Mi Padre. ¿Por cuál de ellas tenéis intención de apedrearme? No es por ninguna obra maravillosa por lo que estamos decididos a apedrearte -Le contestaron-, sino por blasfemar contra Dios. Porque Tú, no siendo más que un hombre, Te haces Dios. -¿No está escrito en vuestra Ley -les contestó Jesús- «Yo dije: Vosotros sois dioses»? Si Él llamó dioses a aquellos a los que había venido la Palabra de Dios (y la Escritura no se puede contradecir), ¿vais a decir de Mí, a Quien el Padre ha consagrado y enviado al mundo, que estoy blasfemando contra Dios porque dije: Soy el Hijo de Dios? Si no hago las obras de Mi Padre, no Me creáis; pero si las hago, aunque no Me creáis a Mí, creed a las obras, para que conozcáis y reconozcáis que el Padre está en Mí y Yo en el Padre. Juan 10:31-39
Otra vez trataron de apoderarse de Él por la violencia, pero Él se les escapó de las manos. Para los judíos, la afirmación de Jesús de que Él y el Padre eran una misma cosa era blasfemia. Era invadir una persona humana el lugar que sólo correspondía a Dios. La ley judía establecía la pena de lapidación por el pecado de blasfemia. « El que blasfemare el nombre del Señor, ha de ser muerto; toda la congregación le apedreará» (Levítico 24:16). Así es que empezaron a prepararse para apedrear a Jesús. El texto original quiere decir que se pusieron a recoger piedras para lanzárselas. Jesús arrostró su hostilidad con tres razones.
(i) Les dijo que había estado haciendo obras maravillosas todo el tiempo: sanando a los enfermos, alimentando a los hambrientos y consolando a los afligidos; obras tan llenas de benevolencia, poder y belleza que no podían venir sino de Dios.
¿Por cuál de todas ellas Le querían apedrear? Y ellos respondieron que no era por nada de lo que había hecho, sino por lo que pretendía ser.
(ii) Pretendía ser el Hijo de Dios. Para resistir su ataque, Jesús usó dos razonamientos. El primero era típicamente judío, por lo que nos cuesta entenderlo. Jesús citó el Salmo 82:6, que es una advertencia a los jueces injustos para que abandonen los malos procedimientos y defiendan a los pobres y a los inocentes. La exhortación acaba: «Yo digo: Sois dioses, hijos del Altísimo todos vosotros.» El juez es un delegado de Dios para ser un dios para el pueblo. Esta idea se descubre claramente en algunas de las disposiciones del Éxodo. Éxodo 21:1-6 dice que el siervo hebreo es libre al séptimo año, a menos que quiera seguir como siervo el resto de su vida. La versión Reina-Valera pone en el versículo 6: «Entonces su amo le llevará ante los jueces.» Pero, en hebreo, la palabra que se traduce por jueces es realmente elóhim, que quiere decir Dios o dioses. La misma forma de expresión se usa en Éxodo 22:9, 28. Hasta la Escritura llamaba dioses a las personas especialmente comisionadas por Dios para ciertas tareas. Entonces Jesús dice: « Si la Sagrada Escritura puede hablar así acerca de ciertos hombres, ¿por qué no puedo hablar Yo así acerca de Mí?»
Jesús afirmaba dos cosas acerca de Sí mismo.
(a) Que Dios Le había consagrado para una tarea especial. La palabra para consagrar es haguiazein, el verbo correspondiente al adjetivo haguios, que quiere decir santo. (Reina-Valera, santificar). Esta palabra contiene la idea de que la persona, lugar o cosa a los que se aplica, son diferentes de los demás, precisamente porque Dios los ha apartado para un uso o propósito distinto y, por tanto, Le pertenecen de una manera especial. Así, por ejemplo, el sábado es santo (Éxodo 20:11), el altar es santo (Levítico 16:19), los sacerdotes son santos (2 Crónicas 26:18), el profeta es santo (Jeremías 1:5). Cuando Jesús dijo que Dios Le había consagrado, Le había hecho santo, quería decir que Le había apartado de los demás seres humanos, porque Le había asignado una tarea especial, y Él lo sabía.
(b) Que Dios Le había comisionado y enviado al mundo. La palabra que se usa es la que se usaría para enviar un mensajero o un embajador o un ejército. Jesús no pensaba simplemente que había venido al mundo, sino que había sido enviado al mundo. Su venida había sido una acción de Dios; y Él había venido para hacer la tarea que Dios Le había encargado.
Así es que Jesús quena decir: « En el pasado, la Escritura podía llamar dioses a los jueces, porque eran comisionados por Dios para traer Su verdad y justicia al mundo. Ahora, Yo he sido separado para una tarea especial, y he sido comisionado por Dios para venir al mundo. ¿Cómo podéis objetar a que Me llame Hijo de Dios? No digo nada más que lo que dice la Escritura.» Este es uno de esos razonamientos bíblicos cuya fuerza nos resulta difícil de captar, pero que sería absolutamente irrefutable para los rabinos judíos.
(iii) Jesús prosiguió proponiendo la prueba del fuego. « No os pido -les dijo realmente- que aceptéis Mi palabra. Os pido que aceptéis Mis obras.» Se pueden discutir las palabras, pero no las obras. Jesús es el Maestro perfecto porque no basa Su autoridad en lo que dice, sino en lo que hace. Lo que proponía a los judíos era que basaran su veredicto sobre Él, no en lo que decía, sino en lo que hacía; y esa es la prueba del fuego que Sus seguidores deben estar dispuestos a aceptar y proponer. La pena es que sean tan pocos los que la resistan, y aún menos los que la propongan.
La paz que precede a la tormenta
Jesús se marchó al otro lado del Jordán, al sitio donde Juan solía bautizar al principio, y Se quedó allí. Mucha gente vino adonde Él estaba, y decían: -Juan no hizo ninguna señal; pero todo lo que dijo de este Hombre ha resultado verdad. Y muchos creyeron en Él entonces. Juan 10:40-41
A Jesús se Le iba acabando el tiempo; pero Él conocía Su hora. No desafiaba el peligro ni se jugaba la vida temerariamente; ni evitaba cobardemente el peligro para conservar la vida. Pero anhelaba la tranquilidad antes del combate definitivo. Siempre se preparaba para enfrentarse con los hombres encontrándose antes a solas con Dios. Para eso se retiró al otro lado del Jordán.
No era una evasión. Estaba sólo preparándose para la contienda final. El lugar al que se dirigió es sumamente significativo. Se fue al lugar en que Juan había bautizado a los que venían a él y recibían su mensaje, donde Jesús mismo había sido bautizado. Allí había sido donde había escuchado la voz de Dios, que Le aseguraba que había hecho la debida decisión y escogido el camino correcto. Es absolutamente recomendable y loable el volver de cuando en cuando al punto en el que se han experimentado las realidades más significativas y se han hecho las decisiones más definitivas de la vida. Cuando Jacob parecía tenerlo todo en contra, volvió a Betel (Génesis 35:1-5). Cuando sintió la necesidad de Dios, volvió al lugar en el que se había encontrado con Él de veras por primera vez. A menudo nos haría un bien tremendo al alma el volver en peregrinación espiritual al lugar en que nos encontramos con el Señor por primera vez. Jesús, antes de llegar al final de Su misión terrenal, volvió al lugar que había sido Su punto de partida. Pero también allí, al otro lado del Jordán, los judíos vinieron a Él, y también ellos se acordaron de Juan. Recordaban que les había hablado con palabras de profeta, pero no había hecho ninguna obra maravillosa. Se dieron cuenta de que había una gran diferencia entre Juan y Jesús. A la proclama poderosa de Juan, Jesús había añadido la manifestación del poder de Dios. Juan había diagnosticado correctamente la situación, pero Jesús había aportado el poder para remediarla. Aquellos judíos habían reconocido que Juan era un profeta; ahora se daban cuenta de que todo lo que Juan había anunciado acerca de Jesús se había confirmado; y, en consecuencia, muchos de ellos creyeron.
Sucede a menudo que una persona a la que se le pronosticaba un futuro glorioso y que encarnaba las esperanzas de mucha gente, acaba desmintiendo aquellos pronósticos y frustrando aquellas esperanzas. Pero Jesús era aún mayor de lo que Juan había anunciado. Jesús es la única Persona que jamás defrauda a los que esperan en Él. En Él, todos los sueños se hacen realidad, pero El es más que todos los mejores sueños.