Pidan, y Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama a la puerta, se le abre. ¿Acaso alguno de ustedes sería capaz de darle a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿O de darle una culebra cuando le pide un pescado, o de darle un alacrán cuando le pide un huevo? Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a quienes se las pidan! Así pues, hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes; porque en eso se resumen la ley y los profetas. Mateo 7:7-12; Lucas 11:9-13
Cualquier persona que se pone a orar quiere saber la clase de Dios al Que se dirige. Quiere saber en qué clase de atmósfera se oirán sus oraciones. ¿Estará orando a un Dios mezquino al Que hay que sacarle los dones con sobornos? ¿Estará orando a un Dios sarcástico, Que nos dé dones de doble filo? ¿Estará orando a un Dios Cuyo corazón es tan amable Que está más dispuesto a darnos de lo que nosotros estamos a pedirle?
Jesús vino de una nación que amaba la oración. Los rabinos judíos dijeron las cosas más preciosas acerca de la oración. «Dios está tan cerca de Sus criaturas como lo está el oído de la boca.» «Los seres humanos apenas podemos oír a dos personas que están hablando al mismo tiempo; pero Dios, si todo el mundo Le estuviera invocando al mismo tiempo, oiría el clamor de cada uno.» «A las personas les fastidia que las molesten sus amigos con peticiones; pero Dios, siempre que Le exponemos nuestras necesidades y peticiones, cada vez nos ama más.» Jesús se había educado en el amor de la oración; y en este pasaje nos da la carta magna cristiana de la oración.
El argumento de Jesús es muy sencillo. Uno de los rabinos judíos preguntaba: «¿Hay algún hombre que aborrezca alguna vez a su hijo?» El argumento de Jesús es que ningún padre le niega nunca a su hijo lo que le pide; y Dios, el gran Padre no les negará jamás sus peticiones a Sus hijos.
Los ejemplos de Jesús están maravillosamente seleccionados. Pone tres ejemplos -porque Lucas añade un tercero a los dos que da Mateo. Si un hijo pide un panecillo, ¿le va a dar su padre una piedra? Si un hijo pide un pescado, ¿le va a dar su padre una serpiente? Si un hijo pide un huevo, ¿le va a dar su padre un alacrán? (Lucas 11:12). El detalle está en que en cada caso las dos cosas que se citan tienen una cierta semejanza externa.
Los pequeños y redondos cantos rodados calizos de la orilla tenían exactamente la forma y el color de panecillos. Si un hijo pide pan, ¿se va a burlar de él su padre ofreciéndole una piedra, que parece un panecillo pero que no se puede comer?
Si un hijo pide un pescado, ¿le va a dar su padre una serpiente? Es casi seguro que la serpiente sería una anguila. Según las leyes alimentarias judías, las anguilas no se podían comer, porque eran peces inmundos. «Tendréis por inmundo todo lo que en las aguas no tiene aletas y escamas» (Levítico 11:12). Esa disposición descartaba la anguila como comestible. Si un hijo pide un pescado, ¿le va a dar su padre un pescado, sí, pero un pescado que está prohibido comer? ¿Se va a burlar un padre del hambre de su hijo de esa manera?
Si el hijo pide un huevo, ¿le va a dar su padre un alacrán? El alacrán es un animalejo peligroso. En acción se parece bastante a una langosta pequeña, con pinzas con las que sujeta a sus víctimas. El veneno lo lleva en la cola, que voltea hacia delante para liquidar a su víctima. El veneno puede ser sumamente doloroso, y algunas veces hasta mortal. Cuando el alacrán está descansando tiene las pinzas y la cola recogidas hacia dentro, y hay una clase blanca de alacrán que, cuando está enroscado, se parece totalmente a un huevo. Si un hijo pide un huevo, ¿se va a burlar de él su padre dándole un alacrán vivo?
Dios no desoye nunca nuestras oraciones; ni se burla de ellas. Los griegos tenían leyendas de dioses que contestaban las oraciones de los humanos, pero dándoles cosas que ocultaban un anzuelo, o tenían doble filo. Aurora, la diosa del alba, se enamoró del joven mortal Titón según una leyenda. Zeus, el rey de los dioses, le ofreció a Aurora el don que eligiera para su amante mortal. Ella, naturalmente, escogió que Titón fuera inmortal; pero se le olvidó pedir que Titón fuera siempre joven; así es que Titón se iba haciendo cada vez más viejo y no se podía morir, y el don resultó ser una maldición.
Aquí hay una lección: Dios contestará siempre nuestras peticiones, pero a Su manera, y Su manera será la de la perfecta sabiduría y el perfecto amor. A menudo, si contestara nuestras peticiones como queremos en ese momento, sería lo peor para nosotros, porque en nuestra ignorancia pedimos muchas veces cosas que serían nuestra ruina. Este dicho de Jesús nos enseña, no sólo que Dios contesta, sino que Dios contesta con sabiduría y amor.
Aunque ésta es la carta magna de la oración, nos impone ciertas obligaciones. En griego hay dos clases de imperativo; está el imperativo aoristo, que formula una orden definida. «¡Cierra la puerta cuando entres!» Eso sería un imperativo aoristo. Y está el imperativo presente, que formula una orden de hacer algo siempre, o seguir haciéndolo. «Cierra la puerta siempre que entres» sería un imperativo presente. Los imperativos aquí son imperativos presentes; por tanto Jesús está diciendo: «Sigue pidiendo; persiste en buscar; insiste en llamar.» Nos está diciendo que seamos constantes en la oración; que no nos desanimemos nunca y dejemos de orar. Está claro que esa es la prueba de nuestra sinceridad. ¿Queremos de veras lo que pedimos? ¿Se trata de algo que podemos presentarle a Dios insistentemente? Porque la mayor prueba de legitimidad de nuestro deseo es: ¿Puedo presentárselo a Dios en oración?
Jesús establece aquí los hechos gemelos de que Dios siempre contesta nuestras oraciones a Su manera, con sabiduría y amor y de que debemos ofrecerle a Dios una vida de oración indesmallable, lo que pone a prueba la legitimidad de las cosas que Le pedimos, y nuestra propia sinceridad en pedirlas.
El everest de la ética
Así pues, hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes; porque en eso se resumen la ley y los profetas.Esta es probablemente la cosa más universalmente famosa que dijo Jesús. Con este mandamiento el Sermón del Monte alcanza su cima. Este dicho de Jesús se ha llamado «la piedra clave de todo el discurso.» Es la cima más alta de la ética social, y el Everest de toda la enseñanza ética.
Se pueden citar paralelos rabínicos para casi todo lo que dijo Jesús en el Sermón del Monte; pero este dicho de Jesús no tiene paralelo. Es algo que no se había dicho nunca antes. Es nueva enseñanza, y una manera nueva de ver la vida, con sus obligaciones.
No es difícil encontrar muchos paralelos de este dicho en su forma negativa. Como ya hemos visto, hubo dos maestros judíos famosísimos. Uno era Sammay, famoso por su austeridad a ultranza; y el otro Hil.lel, famoso por su dulce comprensión. Los judíos contaban la siguiente anécdota: «Un pagano vino a Sammay y le dijo: «Estoy dispuesto a que me aceptéis como prosélito a condición de que me enseñes toda la Ley mientras yo me mantenga sobre una pierna.» Sammay se le quitó de encima con la regla que llevaba en la mano. Luego el pagano fue a Hil.lel, que le recibió como prosélito. Le dijo: ‹Lo que no te gustaría que te hicieran, no se lo hagas a nadie; eso es toda la Ley, y 1o, demás es comentario. Ve y aprende.›» Aquí tenemos la Regla de Oro en su forma negativa.
En el Libro de Tobías hay un pasaje en el que el anciano Tobías le enseña a su hijo todo lo que le hace falta para la vida. Una de sus máximas es: «Lo que no te gusta, no se lo hagas a nadie» (Tobías 4:16).
Hay una obra judía que se llama La Carta de Aristeas, que pretende ser el informe de los eruditos judíos que fueron a Alejandría para traducir las Escrituras hebreas al griego, y produjeron la Septuaginta. El rey de Egipto les hizo un banquete en el que les dirigió algunas preguntas difíciles. «¿Cuál es la enseñanza de la sabiduría?» -preguntó. Un erudito judío le contestó: «Como tú quieres que no te sobrevenga ningún mal, sino participar de todas las cosas buenas, así debes actuar sobre el mismo principio con tus súbditos y ofensores, y amonestar suavemente a los nobles y a los buenos. Porque Dios atrae a todos los seres humanos a Sí mismo con Su benignidad» (La Carta de Aristeas 207).
Rabí Eliezer se acercó más a la formulación de Jesús cuando dijo: «Que la honra de tu marido te sea tan querida como la tuya propia.» El salmista también lo presentó en una forma negativa cuando dijo: Señor, ¿quién puede residir en tu santuario?, ¿quién puede habitar en tu santo monte? Solo el que vive sin tacha y practica la justicia; el que dice la verdad de todo corazón; el que no habla mal de nadie; el que no hace daño a su amigo ni ofende a su vecino; el que mira con desprecio a quien desprecio merece, pero honra a quien honra al Señor; el que cumple sus promesas aunque le vaya mal; el que presta su dinero sin exigir intereses; el que no acepta soborno en contra del inocente. El que así vive, jamás caerá. (Salmo 15).
No es difícil encontrar esta regla en la enseñanza judía en su forma negativa; pero no tiene paralelo en la forma positiva que le dio Jesús. Lo mismo pasa en la enseñanza de otras religiones. La forma negativa es uno de los principios básicos de Confucio. Tsze-Kung le preguntó: «¿Hay alguna palabra que pueda servir de regla de conducta para toda la vida?» Confucio dijo: « ¿No sería tal palabra reciprocidad? Lo que no quieres que te hagan, no se lo hagas a otros.»
Hay algunas líneas hermosas en los Himnos de la Fe budista que se acercan mucho a la enseñanza cristiana: Todos tiemblan a la vara, pues todos temen la muerte; poniéndote en el lugar de otros, ni mates ni hagas matar. Todos tiemblan a la vara, y todos aman la vida; haciendo como quieres que te hagan, ni mates ni hagas matar.
Lo mismo tenían los griegos y los romanos. Y Sócrates nos relata que el rey Nicocles aconsejaba a sus oficiales: «No hagáis a otros lo que os irrita cuando lo experimentáis a manos de otras personas.» Epicteto condenaba la esclavitud sobre el principio siguiente: «Lo que vosotros evitáis padecer, no tratéis de infligírselo a otros.» Los estoicos tenían como una de sus máximas básicas: «Lo que no quieres que se te haga, no se lo hagas a otro.» Y se dice que el emperador Alejandro Severo tenía esa frase tallada en las paredes de su palacio para no olvidarla nunca como regla de vida.
En su forma negativa, ésta regla es de hecho la base de toda enseñanza ética, pero nadie más que Jesús la puso nunca en su forma positiva. Muchas voces habían dicho: « No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti.» Pero no se había oído decir nunca: «Todo lo que queráis que los demás hagan por vosotros, hacedlo vosotros por ellos.»
La regla de oro de Jesús
Veamos hasta qué punto la forma positiva de la regla de oro difiere de la forma negativa; y veamos cuánto más demanda Jesús que ningún otro maestro. Cuando esta regla se pone en su forma negativa, cuando se nos dice que debemos resistirnos a hacer a los demás lo que no querríamos que nos hicieran a nosotros, ésta no es una regla esencialmente religiosa. Es sencillamente una formulación de sentido común sin la cual no sería posible ningún trato social en absoluto. Sir Thomas Browne dijo una vez: «Siempre que nos encontramos con una persona, esperamos que no nos mate.» En cierto sentido, eso es cierto; pero, si no pudiéramos dar por sentado que la conducta y el comportamiento de otras personas hacia nosotros se ajustaría a las reglas aceptadas de la vida civilizada, entonces la vida resultaría insoportable.
La forma negativa de la Regla de Oro no es ningún extra en ningún sentido; es algo sin lo cual la vida no podría continuar.
Además, la forma negativa de la Regla no implica nada más que no hacer ciertas cosas; quiere decir abstenerse de ciertas acciones. Nunca es demasiado difícil no hacer ciertas cosas. Que no debemos hacer daño a otras personas no es un principio especialmente religioso; es más bien un principio legal. Es la clase de principio que podría muy bien cumplir una persona que no tuviera ninguna fe ni ningún interés en la religión. Una persona podría abstenerse siempre de causar ningún daño a ninguna otra persona, y serles sin embargo totalmente inútil a sus semejantes. Una persona podría cumplir la forma negativa de la Regla mediante la simple inacción; no haciendo nada que la quebrantara. Una bondad así sería la contradicción de todo lo que quiere decir la bondad cristiana.
Cuando se formula esta Regla en sentido positivo, cuando se nos dice que debemos actuar activamente con los demás como querríamos que ellos actuaran con nosotros, entra un nuevo principio en la vida y una nueva actitud hacia nuestros semejantes. Una cosa es decir: «No debo hacer daño a nadie; no debo hacerles lo que no me gustaría que me hicieran.» Eso, la ley nos podría obligar a cumplirlo. Pero es totalmente otra cosa el decir: «Debo dejar lo que esté haciendo para ayudar a otras personas y ser amable con ellos, como me gustaría que ellos hicieran y fueran conmigo.» Eso, sólo el amor nos puede obligar a hacerlo. La actitud que dice: «No debo hacerle daño a nadie,» es algo totalmente distinto de la actitud que dice: «Debo procurar por todos los medios ayudar a la gente.»
Para poner un ejemplo muy sencillo: Si uno tiene un coche, la ley le obliga a conducirlo de tal manera que no sea un peligro para los demás; pero no le puede obligar a llevar a un peatón cansado. Es bien simple abstenerse de hacer daño a otros; no es tan difícil respetar sus principios y sus sentimientos, y es mucho más difícil tener por norma voluntaria y constante el dejar lo nuestro para ser tan amables con los demás como querríamos que ellos lo fueran con nosotros.
Y sin embargo es precisamente esa nueva actitud la que hace que la vida sea hermosa. Jane Stoddart cita un incidente de la vida de W. H. Smith: «Cuando Smith estaba en el Ministerio de la Guerra, su secretario particular Mr. Fleetwood Wilson se dio cuenta de que al final del trabajo de una semana, cuando su jefe estaba preparándose para ir a Groenlandia el sábado por la tarde, solía hacer un paquete de los papeles que tenía que llevarse, para llevárselos en su viaje. Mr Wilson comentó que el señor Smith se podría ahorrar mucho trabajo si hiciera lo que tenían costumbre de hacer los otros ministros: dejar los papeles para que se los enviaran por vía diplomática. Pero el señor Smith pareció avergonzado por un momento; y luego, levantando la vista hacia su secretario, le dijo: «Bien, mi querido Wilson, el hecho es que el cartero que nos trae las cartas desde Henley lleva mucho peso. Yo me le quedé mirando una mañana, que se acercaba con todo lo mío además de su cartera de costumbre, y decidí ahorrárselo siempre que pudiera.» Un detalle así muestra bien a las claras una cierta actitud para con otras personas: la de creer que debemos tratarlas, no como la ley nos permite, sino como el amor nos demanda.
Es perfectamente posible para un hombre del mundo el observar la forma negativa de la Regla de Oro. Podría disciplinar su vida sin grandes dificultades para no hacer a los demás lo que no querría que le hicieran ellos; pero la única persona que puede tan siquiera empezar a observar la forma positiva de la Regla es la que tiene el amor de Cristo en su corazón. Tratará de perdonar, como quisiera que la perdonaran a ella; de ayudar, como querría que la ayudaran; de alabar, como querría que la alabaran; de comprender, como querría que la comprendieran. Nunca evitará el hacer lo que sea; estará siempre buscando cosas que hacer. Está claro que esto le complicará mucho la vida; que tendrá menos tiempo para hacer lo que le gusta y sus propias actividades, porque una y otra vez tendrá que dejar lo que esté haciendo para ayudar a otra persona. Este será el principio que domine su vida en casa, en el trabajo, en el autobús, en el mercado, en la calle, en el tren, en los juegos… en todas partes. No podrá hacerlo perfectamente hasta que se le seque y se le muera el yo dentro del corazón. Para obedecer este mandamiento uno tiene que llegar a ser una nueva criatura, con un nuevo centro en su vida; y si el mundo estuviera compuesto de personas que trataran de obedecer esta Regla, sería un mundo nuevo.
Los viajeros solían ir de camino hasta bien entrada la tarde para evitar el calor del mediodía. Un viajero de ésos había llegado en medio de la noche a casa de un amigo. En Oriente, la hospitalidad es un deber sagrado; no se salía del paso dándole al recién llegado cualquier cosa, sino que había que ofrecerle una buena comida.
Cuando un viajero llegaba a las tantas, el de la casa se podía encontrar en un apuro para cumplir el sagrado deber de la hospitalidad; sobre todo si tenía la panera vacía. Aunque era de noche, éste fue a pedirle ayuda a un amigo, que ya había atrancado la puerta. En Oriente uno no llamaría a una puerta cerrada si no fuera un caso de grave necesidad. Por la mañana, se abrían las puertas y no se cerraban en todo el día; pero si ya estaba cerrada la puerta, era señal de que no se debía molestar. Pero el amigo importuno no se daba por vencido.
Las casas de los pobres en Palestina no tenían nada más que una habitación, con un ventanuco para ventilar. El suelo era de tierra pisonada cubierta con cañas o paja. La habitación estaba dividida en dos partes, no mediante una pared, sino con una especie de plataforma; dos terceras partes de la habitación estaban a nivel del suelo, y el otro tercio estaba un poco elevado; allí era donde estaba el brasero, encendido toda la noche, alrededor del cual dormía toda la familia, no en camas, sino en esterillas.
Era corriente que las familias fueran numerosas, y dormían juntitas para darse calor. A1 levantarse uno molestaba a toda la familia. Además, en las aldeas era costumbre meter en la casa por la noche el ganado, corrientemente gallinas y cabras.
¿Todavía nos sorprende que el hombre de la casa no quisiera levantarse? Pero el amigo necesitado seguía llamando sin vergüenza hasta que el de dentro, con toda la comunidad inquieta para entonces, acababa por levantarse a darle lo que necesitaba.
«Esta historia -diría Jesús- os enseñará algo acerca de la oración.» La lección de esta parábola no es que debemos persistir en la oración, que tenemos que aporrear la puerta de Dios hasta que no tenga más remedio que darnos lo que le pedimos, como si Dios no estuviera dispuesto a molestarse. La lección aparece clara precisamente por contraste.
Parábola quiere decir poner una cosa al lado de otra. Si ponemos dos cosas una al lado de la otra para explicar una lección, ésta se puede deducir del hecho de que las dos cosas se parecen, o del hecho de que una es la contraria de la otra. La lección aquí se deduce, no de la semejanza, sino del contraste. Lo que Jesús quiere decir es que «si la insistencia desvergonzada y molesta de un supuesto amigo acaba por obligar a otro supuesto amigo egoísta y comodón a levantarse de la cama comunal y darle lo que necesita, ¡cuánto más Dios, que es un Padre modelo, suplirá las necesidades de sus hijos! «Si vosotros -añade Jesús-, que sois malos, sabéis darles cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más Dios, que es el Padre perfecto!»
Lo dicho no nos exime de la insistencia en la oración. Después de todo, la prueba de la realidad y la sinceridad de nuestro deseo está en la pasión con que lo pedimos. Pero esto no quiere decir que le tenemos que sacar las cosas a la fuerza a un Dios despreocupado, sino que acudimos a un Dios que conoce nuestras necesidades aún mejor que nosotros, y cuyo corazón está henchido de amor generoso hacia nosotros. Si no recibimos lo que pedimos, no es porque Dios es tacaño y nos lo niega, sino porque tiene algo mejor para nosotros. No hay tal cosa como una oración incontestada. La respuesta puede no ser la que queríamos o esperábamos; pero, aun cuando no se nos conceda lo que pedimos, la respuesta viene de la sabiduría y el amor de Dios.