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Pilato entrega a Jesús para ser crucificado

Ahora bien, en el día de la fiesta acostumbraba el gobernador soltar al pueblo un preso, el que quisiesen. Y tenían entonces un preso famoso llamado Barrabás Reunidos, pues, ellos, les dijo Pilato: ¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo? Porque sabía que por envidia le habían entregado. Y estando él sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él. Pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que Jesús fuese muerto. Y respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: A Barrabás. Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: ¡Sea crucificado! Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado! Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos. Entonces les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser crucificado. Mateo 27; 15-26; Marcos 15; 6-15; Lucas 23: 13-25; Juan 18; 38–19.16 Lucas 23: 6-12 

Jesús sentenciado a muerte

Al discutir este pasaje resulta imperativo volver a tratar temas ya ampliamente discutidos. No se trata de una repetición accidental o viciosa, simplemente males necesarios.

Habiendo, pues, Pilato, convocado a los príncipes de los sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo: Vosotros me habéis presentado este hombre como alborotador del pueblo, y he aquí que habiéndole yo interrogado en presencia vuestra, ningún delito he hallado en Él, de los que le acusáis. Pero tampoco Herodes; puesto que lo remití a él, y por el hecho se ve que no le juzgo digno de muerte. Por tanto, después de castigado le dejaré libre.

Acostumbraba el gobernador conceder por razón de la fiesta de la Pas­cua, la libertad de un reo, a elección del pueblo. Y teniendo a la sazón en la cárcel a uno muy famoso, llamado Barrabás, el cual estaba preso con otros sediciosos, por haber en cierto motín cometido un homici­dio. Pues como el pueblo acudiese a esta sazón a pedirle el indulto que siempre les otorgaba, pregunto Pilato a los que habían concurrido, con deseo de libertar a Jesús: «A quien queréis que os suelte, a Barrabas, o a Jesús, que es llamado el Cristo, o Mesías?, porque sabía bien que se lo habían entregado los príncipes de los sacerdotes por envidia.

Y estando Pilato sentado en su tribunal, le envió a decir su mujer: No te mezcles en las cosas de ese justo, porque son muchas las congojas que hoy he padecido en sueños por su causa.

Entretanto, los príncipes de los sacerdotes y los ancianos indujeron al pueblo a que pidiese la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.

Así es que preguntándoles el gobernador otra vez, y diciendo: ¿A quién de los dos queréis que os suelte?, respondieron ellos: A Barrabás. Les replica Pilato: Pues ¿qué queréis que haga del Rey de los Judíos Jesús, llamado el Cristo?

Dijeron todos: ¡Sea crucificado! Y dijo el gobernador: Pero ¿qué mal ha hecho? Yo no hallo en el delito alguno de muerte; así que, después de castigarle, le daré por libre. Mas ellos comenzaron a gritar con mas fuerza, diciendo: ¡Sea crucificado!

Con lo que viendo Pilato que nada adelantaba, antes bien, que cada vez crecía el tumulto, mandando traer agua, se lava las manos a la vista del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo, allá os lo veáis vosotros. A lo cual respondiendo todo el pueblo, dijo: Recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.

Al fin Pilato, deseando contentar al pueblo, se resolvía a otorgar su demanda. Entonces les suelta a Barrabas; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entrega en sus manos para que fuese crucificado.

Hemos visto la historia de Pilato; veamos ahora su comportamiento durante el proceso de Jesús. Pilato no quería condenar a Jesús, porque sabía que era inocente; pero se vio enredado en la maraña de su pasado.

(i) Pilato empezó tratando de echarle encima la responsabilidad a alguna otra persona. Les dijo a los judíos: «Llevaos a este Hombre y juzgadle según vuestras leyes.» Trató de evadir la responsabilidad de encararse con Jesús; pero eso es precisamente lo que nadie puede hacer. Nadie puede tratar con Jesús por nosotros; es algo que tenemos que hacer personalmente cada uno por sí mismo.

(ii) Pilato pasó a tratar de encontrar la salida del embrollo en que se encontraba. Propuso resolver la cuestión de Jesús aplicándole la costumbre de soltar a un preso para la Pascua. De esa manera se libraría de tratar directamente con Jesús; pero, digámoslo otra vez, precisamente eso es lo que nadie puede hacer. No hay escape de una decisión personal con respecto a Jesús; tenemos que decidir cada uno lo que vamos a hacer con Él, si rechazarle o aceptarle.

(iii) Pilato entonces pasó a ver la manera de hacer una decisión final. Mandó que le dieran una paliza a Jesús. Sin duda pensaba que aquello satisfaría, o al menos reduciría la virulencia de la hostilidad judía. Pensó que así se evitaría el dictar sentencia de crucifixión. Pero, otra vez, eso es lo que no se puede hacer con Jesús. Nadie puede llegar a un compromiso con Jesús; no se puede servir a dos señores. O estamos por Jesús, o en contra de Él.

(iv) Pilato entonces pasó a intentar apelar a los sentimientos: hizo que sacaran a Jesús, destrozado por la paliza, para que la gente Le viera. Y les preguntó a los manifestantes: «¿Queréis que crucifique a vuestro « Rey» ?» Trataba de inclinar la balanza apelando a la emoción y a la piedad. Pero nadie puede esperar que el apelar a otros le ahorre el tener que hacer su propia decisión personal; era a Pilato al que correspondía hacer aquella decisión. Nadie puede evitar su propio veredicto personal y su propia decisión personal sobre Jesús.

Por último, Pilato reconoció su derrota. Entregó a Jesús a la voluntad de la chusma porque no tuvo valor para hacer la decisión justa y asumir su responsabilidad.
Pero aún quedan facetas laterales del carácter de Pilato.

(i) Hay una insinuación de una actitud inveterada de desprecio en Pilato. Le preguntó a Jesús si era verdad que era Rey. Jesús le contestó preguntándole a Su vez si Se lo preguntaba sobre la base de lo que él mismo había descubierto, o por la información indirecta que hubiera recibido. La respuesta de Pilato fue: « ¿Es que soy yo judío? ¿Cómo puedes esperar que yo sepa nada de las cuestiones judías?» En resumidas cuentas: que era demasiado orgulloso para involucrarse en lo que consideraba disputas y supersticiones judías. Y ese orgullo era precisamente lo que le hacía ser un mal gobernador. Nadie puede gobernar a un pueblo negándose a hacer el menor esfuerzo por comprenderlo y por penetrar en sus pensamientos y sentimientos.

(ii) Hay una especie de curiosidad supersticiosa en Pilato. Quería saber de dónde procedía Jesús -y se refería, sin duda, a algo distinto de Su lugar de nacimiento. Cuando oyó decir a los judíos que Jesús pretendía ser el Hijo de Dios, aún se sintió más inquieto, temiendo que aquello pudiera encerrar algún misterio. Pilato era supersticioso, que es lo que es mucha gente que presume de ser, o de no ser, religiosa. Tenía miedo de llegar a una decisión a favor de Jesús a causa de los judíos; pero también tenía miedo de hacer ninguna decisión en contra de Él porque tenía la vaga sospecha de que Dios pudiera estar de alguna manera en aquel asunto.

(iii) Pero había un anhelo indecible en el corazón de Pilato. Cuando Jesús le dijo que había venido para dar testimonio de la verdad, la respuesta, o más bien pregunta, de Pilato fue: «¿Y dónde está la verdad?» Hay muchas maneras de hacer esa pregunta. Puede hacerse con cinismo y como en broma. Bacon inmortalizó la respuesta de Pilato cuando escribió: «¿Qué es la verdad?, preguntó en broma Pilato; y no esperó la respuesta.» Pero no fue con cinismo como Pilato hizo la pregunta; ni como si no le importara. Aquí estaba el punto débil de su armadura. Lo preguntó anhelante y fatigosamente.

Pilato, según el estándar del mundo, era un hombre con éxito. Había llegado casi a la cima de su escalafón diplomático; era gobernador de toda una provincia; pero había algo que echaba de menos. Allí, en presencia de aquel sencillo, inquietante, odiado Galileo, Pilato se dio cuenta de que la verdad seguía siendo un misterio para él… y se había metido en una situación en la que ya no tenía esperanza de descubrirla. Puede que bromeara; pero era la última broma de un desesperado. Philip Gibbs habla en algún lugar de haber escuchado un debate entre T. S. Eliot, Margaret lrwin, C. Day Lewis y otras personalidades distinguidas sobre el tema: « ¿Vale la pena vivir esta vida?» «Es verdad que bromeaban -dijo-, pero bromeaban como si fueran juglares llamando a las puertas de la muerte.»

Así era Pilato. En su vida apareció Jesús, y de pronto se dio cuenta de lo que había estado perdiéndose. Aquel día podría haber encontrado todo lo que se había perdido; pero no tuvo el coraje de desafiar al mundo a pesar de su pasado, y ponerse al lado de Cristo y de un futuro que sería glorioso.

Hemos considerado el cuadro de la multitud en el juicio de Jesús y hemos pensado en la figura de Pilato. Ahora debemos concentrar nuestra atención en el Personaje central del drama: Jesús mismo. Juan nos traza Su semblanza con una serie de pinceladas magistrales en las que sugiere más de lo que describe.

(i) Lo primero y principal es que no se puede leer esta historia sin percibir la absoluta majestad de Jesús. No hay nada que Le coloque en tela de juicio. Cuando alguien se enfrenta con Él, no es Jesús el que recibe el veredicto, sino la otra persona. Puede que Pilato tratara muchas cosas judías con desprecio arrogante, pero no a Jesús. No podemos por menos de tener la impresión de que es Jesús el Que está en control, y Pilato el que no sabe por dónde tirar y se debate en una situación que no puede controlar ni comprender. La majestad de Jesús nunca brilló más gloriosamente que cuando se presentó a juicio ante la humanidad.

(ii) Jesús nos habla con absoluta claridad acerca de Su Reino. No es, nos dice, de esta Tierra. El ambiente de Jerusalén era siempre explosivo, y durante la Pascua era pura dinamita. Los romanos lo sabían muy bien, y en el tiempo de la Pascua destacaban más tropa a Jerusalén. Pero Pilato nunca tenía más de tres mil hombres a su mando. Algunos estarían en Cesarea, su cuartel general; otros, en la guarnición de Samaria; no es probable que hubiera más que unos pocos centenares de servicio en Jerusalén. Si Jesús hubiera querido enarbolar la bandera de la rebelión y entablar batalla, podría haberlo hecho con la máxima facilidad. Pero deja bien claras Sus credenciales regias, e igualmente claro que Su Reino no se basa en la fuerza, sino que se establece en los corazones. Nunca habría negado Jesús que se proponía la conquista; pero era la conquista del amor.

(iii) Jesús nos dice para qué había venido al mundo: para dar testimonio de la verdad, para decirle a la humanidad la verdad acerca de Dios, acerca de sí misma y acerca de la vida. Los días de las conjeturas, de las medias verdades y del andar a tientas se habían terminado. Jesús vino a decirnos la verdad. Esa es una de las grandes razones por las que no tenemos más remedio que aceptar o rechazar a Cristo. No hay término medio en relación con la verdad. O la aceptamos, o la rechazamos; y Cristo es la verdad.

(iv) Vemos el ánimo valeroso de Jesús. Pilato mandó que Le azotaran. Eso se hacía atando al reo a una columna dejándole la espalda totalmente expuesta. El látigo era una correa larga con trozos de plomo o huesos puntiagudos incrustados. Literalmente reducía la espalda de la persona a tiras. Pocos eran los que se mantenían conscientes durante el suplicio; algunos morían, y otros se volvían locos. Jesús lo soportó. Y después, Pilato Le sacó a la vista de la multitud y dijo: « ¡Ahí tenéis a vuestro Hombre!»

Aquí tenemos uno de los dobles sentidos característicos de Juan. Debe de haber sido la primera intención de Pilato el despertar la piedad de los judíos. «¡Fijaos! ¡Mirad a este pobre hombre destrozado y sangrante! ¡Mirad esta ruina humana! ¿Es que todavía podéis querer seguir acechándole y arrastrándole a una muerte completamente innecesaria?» Pero casi podemos escuchar el cambio en el tono de su voz al decirlo, y contemplar la admiración que amanece en su mirada. En vez de decirlo medio despectivamente para despertar la lástima, le sale como una admiración incontenible. La palabra que usó Pilato fue hoánthrópos, que es la que se usaba corrientemente refiriéndose a un ser humano; pero no mucho después la usarían los pensadores griegos para designar al hombre celestial, el hombre ideal, el dechado de la humanidad. Siempre será verdad que, aunque digamos o dejemos de decir otras muchas cosas acerca de Jesús, Su heroísmo integral no tiene paralelo. Aquí tenemos, sin duda, a un Hombre.

(v) Una vez más vemos aquí en el juicio de Jesús Su aceptación voluntaria de la Cruz y el supremo control de Dios. Pilato Le advirtió a Jesús que tenía poder para soltarle y para crucificarle. Jesús le contestó que él, Pilato, no tenía absolutamente ningún poder, excepto el que Dios mismo le había dado. La Crucifixión nunca, de principio a fin, se nos presenta como la historia de un hombre que se encuentra enredado en una maraña inexorable de circunstancias sobre las que no tiene absolutamente ningún control; nunca se nos presenta como la historia de un hombre conducido a la muerte, sino como la de un Hombre cuyos últimos días fueron una marcha triunfal hacia la meta de la Cruz.

(vi) Y aquí tenemos también la escena terrible del silencio de Jesús. Hubo un momento en el que no tuvo respuesta que darle a Pilato. Hubo otros momentos en los que Jesús guardó silencio. Estuvo callado ante el sumo sacerdote (Mateo 26:63; Marcos 14:61), y también ante Herodes (Lucas 23:9). Guardó silencio cuando las autoridades judías presentaron los cargos que tenían contra Él ante Pilato (Mateo 27:14; Marcos 15:5). Algunas veces tenemos la experiencia, cuando estamos hablando con otras personas, de que hemos llegado a un punto en el que no se puede seguir razonando ni discutiendo, porque no hay terreno común entre nosotros y nuestros interlocutores. Es como si habláramos distintos idiomas. Eso sucede cuando las personas hablan de hecho distintos idiomas mentales y espirituales. Es un día terrible cuando Jesús guarda silencio con una persona. No puede haber nada más terrible para una mente humana que el estar tan cerrada por el orgullo o la propia voluntad que no hay nada que le pueda decir Jesús que pueda tener sentido o suponer ninguna diferencia.

(vii) Por último, es posible que tengamos aquí otro ejemplo magnífico de la ironía dramática de Juan. La escena llega a su fin cuando se nos dice que Pilato sacó a Jesús; como lo hemos traducido y lo expresa la versión Reina- Valera, Pilato salió al lugar que se llamaba el Pavimento de Gabatá -que puede querer decir un suelo de mosaico de mármol- y se sentó en el sillón del juez. Esto era el béma, en el que se sentaba el magistrado para pronunciar la sentencia definitiva. El verbo para sentarse es kathizein, que puede ser transitivo o intransitivo; es decir, sentarse uno mismo o sentar a otro. Es posible que quiera decir que Pilato, en un último gesto burlesco, sacó a Jesús vestido de aquella túnica púrpura y con la corona de espinas en la frente, todo cubierto de sangre, y Le sentó en el sillón del juez, diciendo a continuación con un gesto y tono irónicos: «¿Cómo voy a crucificar a vuestro «Rey»?» El evangelio apócrifo de Pedro dice que, para burlarse, sentaron a Jesús en el sillón del juez y Le dijeron: « ¡Haz justicia, Rey de Israel!» Justino Mártir también dice que «sentaron a Jesús en el sillón del juez, y dijeron: « Da la sentencia por nosotros.»» Puede ser que Pilato, en burla, hiciera a Jesús representar el papel del juez. Si fue así, ¡qué tremenda ironía dramática había en aquella escena! Lo que se presentó en burla es en realidad la verdad; y un día, los que caricaturizaron a Jesús como juez se presentarán ante Él como el Juez -y se acordarán de lo que Le hicieron. Así que en la escena dramática del juicio contemplamos la inmutable majestad, el valor inalterable, la serena aceptación de la Cruz, de Jesús. Nunca se Le vio en la Tierra tan regio como cuando se hizo todo lo posible para humillarle.

Ya hemos visto las principales personalidades que intervinieron en el proceso de Jesús: los judíos, con su odio; Pilato, con su dudoso pasado, y Jesús, con su serenidad y majestad regia. Pero había otras personas al borde de la escena.

(i) Estaban los soldados. Cuando les entregaron a Jesús para que Le azotaran, se divirtieron con Él de una manera brutal y cruel. ¿Era un rey? Pues entonces Le proveyeron de un manto y una corona. Le pusieron una vieja túnica de púrpura y una corona de espinas, y se entretuvieron dándole de bofetadas. Estaban jugando a una cosa que era antigua y corriente. Filón, en su obra Sobre Flaco, cuenta una cosa muy semejante que hacían los gamberros de Alejandría: «Había un loco que se llamaba Carabás, aquejado no de la clase salvaje y bestial de locura -que pasa desapercibida tanto para los que la sufren como para los espectadores-, sino de otra clase mucho más tranquila y benigna. Solía pasar los días y las noches desnudo en la calle, sin guarecerse ni del frío ni del calor, y era el juguete de los niños y de los jóvenes. Se ponían de acuerdo para llevársele al gimnasio donde, dejándole solo donde todos pudieran verle, le ponían de sombrero una corteza de árbol aplastada, y alrededor del cuerpo una estera como manto, y como cetro un trozo de papiro que uno de ellos había encontrado por ahí tirado. Y una vez que él había asumido los emblemas y las insignias de la realeza como se hace en los mimos teatrales, los jóvenes, con palos al hombro, se ponían a sus dos lados, representando el papel de lanceros cómicos. Luego se acercaban unos como para saludarle, otros como para presentarle algunas reclamaciones, otros como para solicitarle algunas cuestiones sociales. Y entonces, de la multitud de espectadores vibraba un extraño grito de « ¡Marín!» -Señor nuestro-, que es el nombre que se les da a los reyes en Siria.» Es patético que los soldados trataran a Jesús como los gamberros podrían tratar a un pobre idiota.

Y sin embargo, de todos los que intervinieron en el proceso de Jesús, los soldados eran los menos culpables, porque no sabían lo que estaban haciendo. Lo más probable es que les había correspondido venir de Cesarea como refuerzo para los días de la Pascua, y no sabían nada de lo que estaba pasando. Jesús no era para ellos más que el criminal de turno. Aquí tenemos otro ejemplo de la ironía dramática de Juan. Los soldados hacían una caricatura de Jesús como rey, cuando en realidad Él era allí el único Rey. Bajo la parodia se ocultaba y revelaba la verdad eterna.

(ii) El último de todos era Barrabás, cuyo episodio cuenta Juan con suma brevedad. De esa costumbre de soltar a un preso para la Pascua no sabemos más que lo que nos dicen los evangelios. Los otros tres completan la breve noticia de Juan y, cuando lo reunimos todo, descubrimos que Barrabás era un preso notable, un bandolero que había tomado parte en una insurrección en la ciudad y había cometido un asesinato (Mateo 27:15-26; Marcos 15:6-15; Lucas 23:17-25; Hechos 3:14).

El nombre de Barrabás es interesante. Hay dos posibilidades en cuanto a su origen. Puede venir de Bar Abba, que querría decir «Hijo de Papá», o de Bar Rabban, que querría decir «Hijo del Rabino.» No es imposible que Barrabás fuera hijo de algún rabino, un vástago descarriado de alguna familia noble. Y es posible que, con todo y ser un criminal, gozara de las simpatías de la gente del pueblo como una especie de Robin Hood. Es probable que no debamos tenerle por un delincuente vulgar. La palabra que se le aplica es léstés, que quiere decir bandolero. O era uno de los muchos que infestaban la carretera de Jerusalén a Jericó, la clase de personas en cuyas manos cayó el viajero de la parábola; o, todavía más probable, era uno de los celotas que habían jurado barrer de Palestina a los romanos, aunque tuviera que ser a base de crímenes, asaltos, robos y asesinatos. Barrabás no era un delincuente cualquiera. Era un hombre violento, eso sí; pero de los que se convierten en leyenda y son considerados como héroes populares y azote de las autoridades al mismo tiempo.

Pero hay otro detalle todavía más interesante acerca de Barrabás. Ese era su segundo nombre, y tiene que haber tenido otro, como Pedro, que se llamaba Simón Bar-Yoná, Hijo de Jonás. Ahora bien: hay algunos manuscritos antiguos del Nuevo Testamento y las traducciones siria y armenia que coinciden en dar el nombre propio de Barrabás como Jesús. Eso no es imposible ni mucho menos, porque el nombre de Jesús era bastante corriente, derivado de la forma griega del nombre hebreo Yehoshúa»Yoshúa, Josué. En ese caso la elección del pueblo era aún más dramática, porque gritarían de hecho: «¡No Jesús Nazareno, sino Jesús Barrabás!» Era la elección entre Jesús Bar-Abba (el hijo de un padre cualquiera) y Jesús, el Hijo del Padre Dios.

La elección de la multitud ha sido siempre la elección histórica. Barrabás era un hombre que alcanzaba sus propósitos por medios violentos. Jesús era un Hombre de amor y ternura, cuyo Reino se hace realidad en los corazones. Es un hecho trágico de la Historia que los pueblos escogen muchas veces el camino de la violencia en lugar del del amor, el camino de Barrabás en lugar del de Cristo.

Lo que fue de Barrabás no lo dice la historia, y es tema de reconstrucciones poéticas tan conmovedoras como la de Gabriel y Miró en sus Figuras de la Pasión del Señor. También John Oxenham continúa la historia de Barrabás en uno de sus libros. Al recuperar la libertad, Barrabás no podía pensar más que en que era libre. Luego se quedó mirando al Hombre que iba a tomar su lugar en la Cruz. Algo en Él le fascinaba, y Barrabás se encontró siguiéndole hasta la cima del Monte de la Calavera. Todo el camino, viendo a Jesús cargando con la Cruz, le ardía en la mente un solo pensamiento: «Esa es la cruz que tenía que haber llevado yo. ¡Yo la merecía! Y Él la está llevando por mí.» Y, cuando levantaron la cruz con Jesús colgando de ella, lo único que podía pensar Barrabás era: « ¡Soy yo el que tenía que estar colgado ahí, no Él! ¡Él me salvó!» Lo que sí es seguro es que Barrabás fue uno de los pecadores por los que murió Jesús.

Todo este pasaje nos da la impresión de que Pilato estaba peleando una batalla perdida. Está claro que Pilato no quería condenar a Jesús. Ciertas verdades surgen de aquí.

(i) A Pilato le impresionó vivamente Jesús. Está claro que no tomó muy en serio que pretendiera ser el Rey de los judíos. Pilato reconocía a un revolucionario a primera vista, y Jesús no lo era. Su silencio digno hizo que Pilato sintiera que no era Jesús el que estaba en tela de juicio, sino él mismo, Pilato. Pilato fue un hombre que sintió el poder de Jesús -y tuvo miedo de someterse a El. Hay todavía personas que tienen miedo de ser tan cristianos como saben que deben serlo.

(ii) Pilato buscó la manera de evadir su responsabilidad. Parece que era costumbre soltar a un preso para la Pascua. En la cárcel había un cierto Barrabás. No era ningún ladronzuelo. Lo más probable es que fuera, o un bandolero, o un revolucionario político. Se han hecho dos especulaciones interesantes acerca de él. Su nombre Bar-Abbás quiere decir Hijo del Padre. Padre era el título que se asignaba a los más respetados rabinos. Bien puede ser que Barrabás fuera hijo de una antigua familia distinguida, que se había salido del cauce tradicional y embarcado en una carrera de crímenes por todo lo alto. Un hombre así haría del crimen algo romántico, y tendría de su parte a una buena parte del pueblo. Aún más interesante es la casi seguridad de que Barrabás también se llamara Jesús. Algunas de las más antiguas traducciones del Nuevo Testamento -por ejemplo, las antiguas versiones siríaca y armenia le llaman Jesús Barrabás; y tanto Orígenes como Jerónimo tenían noticia de esa variante y creían que podía ser correcta. Es curioso que por dos veces Pilato especifica que Jesús, al Que llaman el Cristo (versículos 17 y 22), como para distinguirle de algún otro Jesús. Jesús era un nombre corriente. Es el mismo que Josué en hebreo, y el grito frenético de la multitud es probable que fuera: « ¡No Jesús el Cristo, sino Jesús Barrabás!» Pilato buscaba una salida de emergencia, pero la multitud eligió al criminal violento y rechazó al tierno Jesús. Prefirieron al hombre de violencia al Hombre de Amor.

(iii) Pilato trató de zafarse de la responsabilidad de condenar a Jesús. Se conserva esa extraña y trágica ceremonia de Pilato lavándose las manos. Esa era una costumbre judía. Hay una extraña regla en Deuteronomio 21:1-9. Si se encontraba un cadáver, y no se sabía quién lo había matado, se medía la proximidad del lugar con los pueblos cercanos, y los ancianos del pueblo más próximo tenían que sacrificar una becerra y lavarse las manos con su sangre para quedar libres de culpa.

Pilato fue advertido por su sentido de la justicia, y por su conciencia, y por el sueño de su angustiada mujer; pero Pilato no podía resistir a la multitud; y Pilato recurrió al gesto estéril de lavarse las manos. La leyenda dice que hasta el día de hoy hay veces que la sombra de Pilato surge de su tumba y repite la ceremonia de lavarse las manos una vez más. Hay algo de lo que una persona no puede librarse nunca -y es la responsabilidad. No es nunca posible ni para Pilato ni para ninguna otra persona el decir: «Me lavo las manos de toda responsabilidad.» Porque eso es algo que nadie ni nada puede borrar.

Esta imagen de Pilato inspira en nuestras mentes más bien piedad que condenación; porque aquí tenemos a un hombre tan inmerso en su pasado y tan incapacitado por él que fue incapaz de mantenerse firme en su debida posición. Pilato es una figura de tragedia más que de villanía.

De Barrabás no sabemos nada más que lo que leemos en los evangelios. No era un ladrón, sino un bandolero, por lo menos. No era ningún ratero vulgar, sino un bandido peligroso, y debe de haber sido lo suficientemente audaz para ganarse el aprecio de la multitud. Tal vez podamos suponer la clase de persona que era. En particular había un grupo de judíos llamados los sicarii, que quiere decir portadores de dagas, que eran en realidad nacionalistas fanáticos y violentos. Estaban juramentados para cometer crímenes y asesinatos. Llevaban la daga bajo la capa, y la usaban a la primera oportunidad. Es muy probable que Barrabás fuera uno de esos hombres y, aunque era un asesino, era un hombre valiente, un verdadero patriota para muchos; y es comprensible que fuera popular con la multitud.

Para muchos ha sido siempre un misterio el que, menos de una semana después que la multitud aclamara a Jesús en Su entrada en Jerusalén, estuvieran pidiendo a gritos Su crucifixión. Pero no hay tal misterio. La razón es bien sencilla: se trataba de dos multitudes diferentes. Considerad el arresto de Jesús: fue deliberadamente secreto. Es verdad que los discípulos huyeron, y es probable que extendieran la noticia; pero ellos no podían haber sabido que el Sanedrín iba a violar sus propias leyes y llevar a cabo un simulacro de juicio por la noche. Debe de haber habido muy pocos de los simpatizantes de Jesús en aquella multitud.

Entonces, ¿quiénes eran? Pensadlo otra vez: la multitud sabía que había esa costumbre de soltar a un prisionero para la Pascua. Bien puede ser que fuera una multitud que se había reunido con la intención determinada de pedir la libertad de Barrabás. Serían entonces una multitud de simpatizantes de Barrabás. Cuando vieron la posibilidad de que quedara libre Jesús en vez de Barrabás se enfurecieron. Para los principales sacerdotes esta fue una oportunidad de oro. Las circunstancias les sonreían. Avivaron el clamor popular a favor de Barrabás, y les resultó fácil, porque era el deseo de la liberación de Barrabás lo que los había reunido allí aquel día. No es que la multitud fuera voluble, sino que era una multitud diferente. Sin embargo, tenían que hacer una elección por sí mismos. Ante la alternativa de Jesús o Barrabás, escogieron a Barrabás.

(i) Escogieron la ilegalidad en vez de la legalidad. Eligieron a alguien que quebrantaba la ley en lugar de Jesús. Una de las palabras del Nuevo Testamento para pecado es anomía, que quiere decir ilegalidad. En el corazón humano hay una vena que rechaza la ley, que quiere hacer las cosas como le dé la gana, que quiere deshacer las barreras limítrofes y pisotear los restos de toda disciplina. Hay algo de esa actitud en todos los seres humanos. En Mandalay, Kipling hace decir al soldado: Mándame adonde sea al Este de Suez, donde los mejores son como los peores, donde no existen los Diez Mandamientos y uno puede provocar una hambruna. Hay veces cuando casi todos quisiéramos que no hubiera Diez Mandamientos. Aquella multitud representaba a hombres que prefieren la ilegalidad a la ley.

(ii) Eligieron la guerra en lugar de la paz. Escogieron al hombre sanguinario en vez de al Príncipe de Paz. En casi 3,000 años de Historia ha habido menos de 130 años en los que no hubiera una guerra rugiendo en algún sitio. La humanidad, en su increíble necedad, ha perseverado en tratar de arreglar las cosas mediante la guerras, que no arreglan nada. La multitud estaba haciendo lo que los hombres han hecho tantas veces, eligiendo al guerrero y rechazando al Pacificador.

(iii) Eligieron el odio y la violencia en lugar del amor. Barrabás y Jesús representaban dos actitudes opuestas. Barrabás representaba el corazón del odio, el puñal asesino, la violencia de la amargura. Jesús representaba el amor. Como ha pasado tantas veces, el odio reinó supremo en los corazones de los hombres, y el amor fue rechazado. Los hombres insistían en seguir su propio camino hacia la conquista, y rehusaron ver que la única verdadera conquista era la conquista del amor.

Puede que haya oculta una tragedia en una palabra. «Después de azotarle» es una sola palabra en el original. Los azotes romanos eran algo terrible. El reo estaba doblado y atado de tal manera que tenía totalmente expuesta la espalda. El azote era una larga tira de cuero con trozos de hueso o de plomo incrustados. Literalmente desgarraba la espalda a tiras. Algunas veces le saltaba algún ojo al reo. Algunos morían en la tortura; otros se volvieron locos; pocos se mantenían conscientes hasta el final. Eso también Se lo hicieron a Jesús.

Este es un pasaje extrañísimo. Una cosa sí queda clara, y es que Pilato no quería condenar a Jesús. Se daba cuenta de que eso sería traicionar la justicia imperial que era la gloria de Roma. No menos de cuatro veces hizo lo posible para no dictar sentencia de muerte. Les dijo a los judíos que resolvieran el asunto ellos (Juan 19:6, 7). Trató de pasarle el caso a Herodes. Trató de convencer a los judíos que recibieran a Jesús como el preso al que se dejaba en libertad por la Pascua (Marcos 15:6). Trató de llegar a un compromiso diciendo que castigaría a latigazos a Jesús y luego le dejaría en libertad. Está claro que coaccionaron a Pilato para que sentenciara a muerte a Jesús.

¿Cómo podía la chusma judía coaccionar a un gobernador romano experimentado para que dictara sentencia de muerte? Es literalmente cierto que los judíos le hicieron chantaje. El hecho escueto era que, en la justicia romana imparcial, una provincia tenía derecho a delatar a un gobernador romano por mal gobierno, y ese gobernador sería tratado con dureza. Pilato había cometido dos graves errores durante su mandato.

El cuartel general de Roma en Judea no estaba en Jerusalén, sino en Cesárea. Pero había una tropa reducida estacionada en Jerusalén. Las tropas romanas llevaban banderas en cuya cabecera había una efigie del actual Emperador, que era oficialmente, durante su reinado, un dios. La ley judía prohibía el uso de imágenes y, en deferencia a los principios judíos, los gobernadores anteriores quitaban la imagen del emperador de las banderas al marchar hacia Jerusalén. Pilato se negó a seguir esa costumbre, e hizo su entrada en Jerusalén por la noche con sus tropas llevando la imagen del emperador en las banderas. Los judíos vinieron en masa a Cesárea a pedirle a Pilato que quitara las imágenes. Él se negó. Ellos insistieron. Al sexto día Pilato estuvo dispuesto a reunirse con los líderes de los judíos en un espacio abierto, rodeado de sus tropas. Les informó que, si no dejaban de molestarle con sus constantes peticiones, el castigo sería la muerte. « Ellos se arrojaron al suelo, descubrieron sus cuellos, y dijeron que estaban dispuestos a morir antes que a admitir la trasgresión de la sabiduría de sus leyes.» Ni siquiera un hombre como Pilato podía masacrar a hombres así a sangre fría, y tuvo que ceder. Josefo nos cuenta todo lo sucedido en Las Antigüedades de los Judíos, libro 18, capítulo 3.

La segunda equivocación que cometió Pilato fue el asunto de la nueva conducción de agua que se habría de financiar en parte con dinero del templo, a la que ya hicimos referencia en el comentario a Lucas 13:1-4. Lo único que un gobernador romano no se podía permitir era tolerar desórdenes civiles en ningún rincón del vasto imperio. Si los judíos hubieran informado oficialmente cualquiera de los dos incidentes, no cabe duda que Pilato habría perdido su puesto. Es Juan el que nos menciona la insinuación de los oficiales judíos: « Si sueltas a este es que no eres amigo de César» (Juan 19:12). Obligaron a Pilato a condenar a Jesús a muerte amenazándole con un informe oficial a Roma.

Aquí tenemos la solemne verdad de que el pasado de una persona puede volverse contra ella y paralizarla. Si uno ha sido culpable de ciertos actos, hay ciertas cosas que no tiene derecho a decir, porque se le echaría en cara su pasado. Debemos tener cuidado de no permitirnos nada que algún día pueda impedirnos defender lo que sabemos que está bien, por miedo a que se nos diga: «Tú no tienes derecho a decir eso.»

Pero, si surgiera esa situación, no se puede hacer más que tener valor para arrastrarla, y sus consecuencias. Y eso era lo que Pilato no tenía. Sacrificó la justicia antes que perder su posición. Sentenció a Jesús a muerte para seguir como gobernador de Palestina. Si hubiera sido un hombre de valor, habría hecho lo que debía y asumido las consecuencias; pero hizo el papel de un cobarde.

Este es el relato más dramático del juicio de Jesús que tenemos en el Nuevo Testamento, y el dividirlo en pequeñas secciones habría sido perder el drama. Tiene que leerse en conjunto; pero requerirá después varios días el estudiarlo. El drama de este pasaje viene dado por el choque y la interacción de las personalidades. Por tanto, será mejor estudiarlo, no sección por sección, sino siguiendo a los personajes que intervienen en él.

Empezaremos por los judíos. En el tiempo de Jesús los judíos estaban sometidos a los romanos, que les concedían una cierta medida de autogobierno pero no les permitían dictar ni ejecutar sentencias de muerte. El ius gladii, como se llamaba en latín, el derecho de la espada, era atribución exclusiva de los romanos.

EL Talmud, la gran enciclopedia tradicional del judaísmo, informa: «Cuarenta años antes de la destrucción del templo, se privó a Israel del derecho a juzgar en materias de vida o muerte.» El primer gobernador romano de Palestina se llamaba Coponio, y Josefo, refiriéndose a su nombramiento como gobernador, dice que fue enviado como procurador «haciendo que el poder de vida o muerte estuviera en manos del César» (Josefo, La guerra de los judíos, 2, 8, 1). Josefo habla también de un cierto sacerdote llamado Anano, que decidió ejecutar a algunos de sus enemigos. Los judíos más prudentes protestaron contra aquella sentencia sobre la base de que no tenía derecho ni a dictarla ni a ejecutarla. A Anano no se le permitió llevar a cabo su decisión, y fue depuesto de su cargo por sólo haber pensado hacer aquello (Josefo, Antigüedades de los judíos, 20, 9, 1). Es verdad que algunas veces, como en el caso de Esteban, los judíos se tomaban la ley en sus propias manos; pero, legalmente, no tenían derecho a infligir la pena capital. Por eso tuvieron que traer a Jesús a Pilato, para que Le condenara legalmente a muerte y Le mandara crucificar.

Si los judíos hubieran podido ejecutar la sentencia de muerte, habría sido mediante lapidación. La Ley establecía: « El que blasfemare el nombre del Señor, ha de ser muerto; toda la congregación le apedreará» (Levítico 24:16). En ese caso, los testigos cuya palabra había probado el crimen tenían que tirar las primeras piedras: «La mano de los testigos caerá primero sobre él para matarle, y después la mano de todo el pueblo» (Deuteronomio 17:7). Ese es el detalle del versículo 32, que dice que todo aquello estaba pasando así para que se cumpliera lo que había dicho Jesús refiriéndose a la clase de muerte que habría de sufrir. Había dicho que, cuando fuera elevado, es decir, crucificado, atraería a Sí a toda la humanidad (Juan 12:32). Si había de cumplirse la profecía de Jesús, tenía que ser crucificado, no apedreado; y por tanto, aun aparte del hecho de que la ley romana no permitía que los judíos ejecutaran la sentencia de muerte, Jesús tenía que recibir la muerte romana, porque tenía que ser elevado.

Los judíos, de principio a fin, estaban procurando usar a Pilato para sus fines. No podían matar a Jesús por sí mismos, así es que determinaron que los romanos les hicieran ese servicio.

Pero aún quedan otras cosas interesantes acerca de los judíos.

(i) Empezaron por odiar a Jesús, pero acabaron en una histeria de odio, aullando como lobos y con los rostros contorsionados por la amargura: « ¡Crucifícale, crucifícale!» Por último alcanzaron tal locura de odio que eran impermeables a todo razonamiento, y a la piedad, y hasta a los más elementales derechos humanos. Nada de este mundo deforma el juicio tanto como el odio. Una vez que una persona sucumbe al odio, ya no puede pensar ni ver ni escuchar nada sin distorsiones. El odio es una cosa terrible porque trastorna los sentidos y el sentido y el sentimiento.

(ii) El odio de los judíos les hizo perder todo sentido de proporción. Estaban tan pendientes de la pureza ceremonial y ritual que se negaban a entrar en el cuartel general de Pilato; y sin embargo estaban haciendo todo lo posible para crucificar al Hijo de Dios. Para comer la pascua, un judío tenía que estar ceremonialmente limpio. Ahora bien: si hubieran entrado en el cuartel general de Pilato, habrían contraído impureza en dos sentidos.

(a) Primero, la ley de los escribas decía: «Las moradas de los gentiles son inmundas.»

(b) Segundo, la Pascua era la fiesta de los panes sin levadura. Una parte de la preparación para la Pascua consistía en una búsqueda y limpieza ceremoniosa de todo resto de levadura o de pan leudado por todos los rincones de la casa, porque era el símbolo de la maldad. Entrar en el cuartel general de Pilato habría supuesto entrar en un lugar en el que no se habría hecho eso ni se mantendría esa limpieza, así que habría restos de levadura; y el entrar en un lugar así cuando se estaban preparando para comer la pascua era arriesgarse a quedar contaminados. Pero, aunque los judíos hubieran entrado en una casa gentil en la que hubiera levadura, el contagio les habría durado sólo hasta la tarde, y entonces habrían tenido que darse un baño ceremonial para quedar limpios otra vez.

Fijaos lo que estaban haciendo los judíos: estaban cumpliendo meticulosamente los detalles de la ley ceremonial y, al mismo tiempo, estaban empujando hacia la Cruz al Hijo de Dios. Eso es algo de lo que somos capaces los humanos. Muchos miembros de iglesia hacen un mundo de fruslerías, pero quebrantan la ley del amor, y del perdón, y del servicio todos los días. Hasta hay muchas iglesias en las que los detalles de las vestiduras, los tapetes, los candelabros y los adornos están relucientes, pero el espíritu de amor y la verdadera comunión no brillan más que por su ausencia. Entre las cosas más trágicas del mundo está cómo se pueden perder el sentido de la proporción y la habilidad de poner lo primero en primer lugar.

(iii) Los judíos no dudaban en tergiversar sus acusaciones a Jesús. En su interrogatorio privado ya habían llegado a la conclusión, si es que no habían partido ya de ella, de que Jesús era culpable de blasfemia (Mateo 26:65). Sabían muy bien que Pilato no tomaría en consideración una acusación así, y que diría que sus disputas religiosas se las podían resolver solos sin molestarle a él. A sí que los cargos que presentaron los judíos contra Jesús fueron de rebelión y de insurrección política.

Acusaron a Jesús de querer proclamarse rey, aunque sabían muy bien que aquello era una mentira. El odio es una cosa terrible, y no duda en tergiversar la verdad.

(iv) Para lograr la muerte de Jesús, los judíos negaron todos sus principios. Llegaron hasta el colmo cuando dijeron: « ¡No tenemos más rey que el César!» Samuel le había dicho al pueblo de Israel que Dios era su único Rey (1 Samuel 12:12). Cuando le ofrecieron la corona a Gedeón, contestó: «Ni yo seré el que os gobierne, ni mi hijo; el Señor será el único que os gobernará» (Jueces 8:23). Cuando los romanos llegaron por primera vez a Palestina, tomaron un censo para organizar los impuestos que tendrían que pagar como pueblo sometido; y se produjo la rebelión más sangrienta, porque los judíos insistían en que Dios era su único Rey, y a Él sería al único que pagarían tributo.

Cuando el líder judío proclamó ante Pilato: « ¡No tenemos más rey que el César!» fue la más alucinante volte face de la Historia. El solo oírlo debe de haber dejado a Pilato sin aliento, y seguramente se los quedaría mirando medio alucinado y medio divertido. Los judíos estaban dispuestos a renegar de todos sus principios con tal de eliminar a Jesús.

Es un cuadro horrible. El odio de los judíos los convirtió en una enloquecida chusma de fanáticos y frenéticos vociferadores y frenéticos. En su odio olvidaron toda misericordia, todo sentido de proporción, toda justicia, todos sus principios, hasta a Dios. Nunca en toda la Historia de la humanidad se mostró más claramente la locura del odio.

Ahora nos volvemos hacia la segunda personalidad de esta historia: Pilato. Durante todo el juicio su conducta es, por decir lo menos, incomprensible. Está suficientemente claro, no podía estarlo más, que Pilato sabía que las acusaciones de los judíos eran una serie de mentiras, y que Jesús era totalmente inocente. Le dejó profundamente impresionado, y no quería condenarle a muerte -y, sin embargo, eso fue lo que hizo. En primer lugar trató de sacudirse aquel caso; luego, intentó dejar en libertad a Jesús sobre la base de que se solía soltar a un preso para la Pascua; y después, trató de satisfacer el deseo de venganza de los judíos mandando azotar a Jesús; por último, hizo una última apelación. Pero el caso es que rehusó en absoluto mantenerse firme y decirles a los judíos que no quería saber nada de sus asesinas maquinaciones. Nunca podremos empezar a entender a Pilato a menos que conozcamos su historia, que podemos reconstruir en parte por los escritos de Josefo y en parte por los de Filón.

Para entender el papel que representó Pilato en este drama tenemos que retroceder considerablemente en el tiempo. Para empezar, ¿qué pintaba un gobernador romano en Judea? El año 4 a.C. murió Herodes el Grande, que había reinado sobre toda Palestina. A pesar de sus muchas faltas fue, en muchos sentidos, un buen rey, y consiguió llevarse bien con los romanos. En su testamento dividió su reino entre tres de sus hijos, dejando a Antipas Galilea y Perea; a Felipe Batanea, Auranitis y Traconitis, las salvajes y casi despobladas regiones del Nordeste, y a Arquelao, que entonces no tenía más que dieciocho años, Idumea, Judea y Samaria. Los romanos aprobaron y ratificaron esta división.

Antipas y Felipe gobernaron pacíficamente y bien; pero Arquelao gobernó con tales extorsiones y tiranía que los mismos judíos pidieron a Roma que le quitara y les mandara un gobernador. Lo más probable es que esperaran que se los incorporara a la gran provincia de Siria; y, si hubiera sido así, la provincia era tan extensa que se les habría permitido seguir más o menos como estaban. Todas las provincias romanas se dividían en dos clases: las que requerían tropas estacionadas estaban bajo el control directo del emperador y eran provincias imperiales; y las que no requerían tropas y eran pacíficas y fáciles de gobernar dependían directamente del senado y se llamaban provincias senatoriales.

Palestina era, sin duda, una tierra conflictiva; necesitaba tropas, y por tanto estaba bajo el control directo del emperador. Las provincias realmente grandes las gobernaba un proconsul o un legado, como en el caso de Siria; las más pequeñas, o de segunda clase, las gobernaba un procurador, que tenía a su cargo la administración militar y judicial de la provincia. Visitaba todos los lugares de la provincia por lo menos una vez al año, y escuchaba los casos y las quejas. Supervisaba el cobro de los impuestos, pero no tenía autoridad para aumentarlos. Cobraba del tesoro, y tenía estrictamente prohibido aceptar ya fueran regalos o sobornos; y, si se excedía en el cumplimiento de sus deberes, los habitantes de su provincia tenían derecho a informar al emperador.

Fue un procurador el que nombró Augusto para llevar los asuntos de Palestina, y el primero se instaló en el año 6 d.C. Pilato fue instalado en el año 26 d.C., y siguió en el puesto hasta el año 35 d.C. Palestina era una provincia peliaguda, que requería una mano firme y sabia. No conocemos la historia anterior de Pilato, pero suponemos que tendría reputación de buen administrador para ser elegido para la posición responsable de gobernador de Palestina. Había que mantenerla en orden; porque, como se ve por una simple ojeada al mapa, era el puente entre Egipto y Siria.

Pero Pilato fue un fracaso como gobernador. Pareció empezar con un desprecio olímpico y una total falta de simpatía hacia los judíos. Tres famosos, o infames, incidentes marcaron su carrera. El primero tuvo lugar en su primera visita a Jerusalén. Jerusalén no era la capital de la provincia, sino Cesarea, donde estaban la sede del gobierno y el cuartel general; pero el procurador visitaba Jerusalén con frecuencia y, cuando lo hacía, se quedaba en el antiguo palacio de Herodes en la parte Oeste de la ciudad. Cuando venía a Jerusalén, siempre se traía un destacamento de soldados, que tenían sus banderas, en la parte más alta de las cuales había un pequeño busto de metal del emperador del momento. Al emperador se le consideraba un dios; y, para los judíos, aquel pequeño busto de las banderas era la imagen de un ídolo.

Todos los gobernadores romanos anteriores, por respeto a los escrúpulos religiosos de los judíos, habían quitado los bustos antes de entrar en Jerusalén; pero Pilato se negó. Los judíos se lo pidieron insistentemente. Pilato se mantuvo firme en la negativa; no iba a ser indulgente con las supersticiones de los judíos. Se volvió a Cesarea. Los judíos le siguieron durante cinco días. Eran humildes, pero insistentes en sus peticiones. Por último, Pilato les dijo que los recibiría en el anfiteatro. Los rodeó de soldados armados, y los informó de que, si no retiraban sus peticiones, los mataría allí inmediatamente. Los judíos descubrieron los cuellos e invitaron a los soldados a matarlos. Ni aun Pilato podía masacrar a hombres indefensos. Se dio por vencido y se vio obligado a quitar las imágenes de las banderas en lo sucesivo. Así empezó Pilato, y fue un mal principio.

El segundo incidente fue el siguiente. El servicio de agua era insuficiente en Jerusalén. Pilato decidió construir un nuevo acueducto. ¿De dónde podía sacar el dinero? Saqueó el tesoro del templo, que era riquísimo. No es probable que se incautara del dinero de los sacrificios y demás servicios del templo. Lo más probable es que tomara el dinero que se llamaba korbán, que procedía de fuentes que hacían imposible el que se usara para fines sagrados. E1 acueducto era una primera necesidad; se trataba de un proyecto grande y digno; el servicio de agua mejoraría considerablemente; incluso el funcionamiento del templo, que necesitaba limpiar los restos de tantos sacrificios. Pero el pueblo se lo tomó a mal; hubo levantamientos en todas las calles. Pilato hizo que sus soldados se mezclaran con la multitud vestidos de paisanos, con las armas escondidas y, a una señal convenida, atacaron al gentío y se liaron a palos y a puñaladas con la gente, matando a muchos. Una vez más Pilato puso en contra suya a todo el pueblo, y estuvo en peligro de que le denunciaran al emperador. El tercer episodio aún resultó peor para Pilato que los anteriores. Como ya hemos visto, cuando estaba en Jerusalén se alojaba en el antiguo palacio de Herodes. Mandó hacer algunos escudos con el nombre del emperador Tiberio, que eran los que se llamaban escudos votivos, es decir, dedicados a la memoria y en honor del emperador. Ahora bien: el emperador era considerado por los romanos como un dios, así que ahí estaba el nombre de un dios extraño inscrito y desplegado para que se le dieran honores en la santa ciudad. La gente se enfureció; los más nobles, hasta sus más íntimos colaboradores judíos, le pidieron a Pilato que los quitara, pero se negó. Esta vez los judíos le denunciaron al emperador Tiberio, lo que le costó a Pilato el puesto. Hace al caso cómo terminó Pilato. Este último incidente sucedió después de la crucifixión de Jesús, en el año 35 d.C. Hubo una revuelta en Samaria. No fue nada muy serio, peto Pilato lo aplastó con una crueldad feroz y con abundancia de ejecuciones. Los samaritanos estaban considerados como leales súbditos de Roma, e intervino el legado de Siria. Tiberio mandó llamar a Roma a Pilato; pero, cuando estaba de camino, murió Tiberio. Por lo que sabemos, Pilato nunca se presentó a juicio; y, desde ese momento, desaparece de la historia.

Está claro por qué Pilato actuó en el juicio de Jesús de aquella manera. Los judíos le chantajearon para que crucificara a Jesús. Le dijeron: « ¡Tú no eres amigo del césar si sueltas a este Hombre!» Lo que equivalía a decirle: « Tu hoja de servicio no está muy limpia; ya te hemos denunciado una vez; si no nos haces caso, informaremos otra vez al emperador y te costará el puesto.» Aquel día en Jerusalén, el pasado de Pilato le alcanzó y desafió. Le chantajearon para que consintiera en la muerte de Cristo porque sus errores anteriores le habían colocado en una posición de inferioridad, imposibilitándole para enfrentarse con los judíos y mantener su puesto. Casi no se puede evitar el sentir pena por él. Quería hacer justicia, pero no tuvo valor para enfrentarse con los judíos. Mandó crucificar a Jesús para conservar su posición.

Hemos visto la historia de Pilato; veamos ahora su comportamiento durante el proceso de Jesús. Pilato no quería condenar a Jesús, porque sabía que era inocente; pero se vio enredado en la maraña de su pasado.

(i) Pilato empezó tratando de echarle encima la responsabilidad a alguna otra persona. Les dijo a los judíos: «Llevaos a este Hombre y juzgadle según vuestras leyes.» Trató de evadir la responsabilidad de encararse con Jesús; pero eso es precisamente lo que nadie puede hacer. Nadie puede tratar con Jesús por nosotros; es algo que tenemos que hacer personalmente cada uno por sí mismo.

(ii) Pilato pasó a tratar de encontrar la salida del embrollo en que se encontraba. Propuso resolver la cuestión de Jesús aplicándole la costumbre de soltar a un preso para la Pascua. De esa manera se libraría de tratar directamente con Jesús; pero, digámoslo otra vez, precisamente eso es lo que nadie puede hacer. No hay escape de una decisión personal con respecto a Jesús; tenemos que decidir cada uno lo que vamos a hacer con Él, si rechazarle o aceptarle.

(iii) Pilato entonces pasó a ver la manera de hacer una decisión final. Mandó que le dieran una paliza a Jesús. Sin duda pensaba que aquello satisfaría, o al menos reduciría la virulencia de la hostilidad judía. Pensó que así se evitaría el dictar sentencia de crucifixión. Pero, otra vez, eso es lo que no se puede hacer con Jesús. Nadie puede llegar a un compromiso con Jesús; no se puede servir a dos señores. O estamos por Jesús, o en contra de Él.

(iv) Pilato entonces pasó a intentar apelar a los sentimientos: hizo que sacaran a Jesús, destrozado por la paliza, para que la gente Le viera. Y les preguntó a los manifestantes: «¿Queréis que crucifique a vuestro « Rey» ?» Trataba de inclinar la balanza apelando a la emoción y a la piedad. Pero nadie puede esperar que el apelar a otros le ahorre el tener que hacer su propia decisión personal; era a Pilato al que correspondía hacer aquella decisión. Nadie puede evitar su propio veredicto personal y su propia decisión personal sobre Jesús.

Por último, Pilato reconoció su derrota. Entregó a Jesús a la voluntad de la chusma porque no tuvo valor para hacer la decisión justa y asumir su responsabilidad. Pero aún quedan facetas laterales del carácter de Pilato.

(i) Hay una insinuación de una actitud inveterada de desprecio en Pilato. Le preguntó a Jesús si era verdad que era Rey. Jesús le contestó preguntándole a Su vez si Se lo preguntaba sobre la base de lo que él mismo había descubierto, o por la información indirecta que hubiera recibido. La respuesta de Pilato fue: « ¿Es que soy yo judío? ¿Cómo puedes esperar que yo sepa nada de las cuestiones judías?» En resumidas cuentas: que era demasiado orgulloso para involucrarse en lo que consideraba disputas y supersticiones judías. Y ese orgullo era precisamente lo que le hacía ser un mal gobernador. Nadie puede gobernar a un pueblo negándose a hacer el menor esfuerzo por comprenderlo y por penetrar en sus pensamientos y sentimientos.

(ii) Hay una especie de curiosidad supersticiosa en Pilato. Quería saber de dónde procedía Jesús -y se refería, sin duda, a algo distinto de Su lugar de nacimiento. Cuando oyó decir a los judíos que Jesús pretendía ser el Hijo de Dios, aún se sintió más inquieto, temiendo que aquello pudiera encerrar algún misterio. Pilato era supersticioso, que es lo que es mucha gente que presume de ser, o de no ser, religiosa. Tenía miedo de llegar a una decisión a favor de Jesús a causa de los judíos; pero también tenía miedo de hacer ninguna decisión en contra de Él porque tenía la vaga sospecha de que Dios pudiera estar de alguna manera en aquel asunto.

(iii) Pero había un anhelo indecible en el corazón de Pilato. Cuando Jesús le dijo que había venido para dar testimonio de la verdad, la respuesta, o más bien pregunta, de Pilato fue: «¿Y dónde está la verdad?» Hay muchas maneras de hacer esa pregunta. Puede hacerse con cinismo y como en broma. Bacon inmortalizó la respuesta de Pilato cuando escribió: «¿Qué es la verdad?, preguntó en broma Pilato; y no esperó la respuesta.» Pero no fue con cinismo como Pilato hizo la pregunta; ni como si no le importara. Aquí estaba el punto débil de su armadura. Lo preguntó anhelante y fatigosamente.

Pilato, según el estándar del mundo, era un hombre con éxito. Había llegado casi a la cima de su escalafón diplomático; era gobernador de toda una provincia; pero había algo que echaba de menos. Allí, en presencia de aquel sencillo, inquietante, odiado Galileo, Pilato se dio cuenta de que la verdad seguía siendo un misterio para él… y se había metido en una situación en la que ya no tenía esperanza de descubrirla. Puede que bromeara; pero era la última broma de un desesperado. Philip Gibbs habla en algún lugar de haber escuchado un debate entre T. S. Eliot, Margaret lrwin, C. Day Lewis y otras personalidades distinguidas sobre el tema: « ¿Vale la pena vivir esta vida?» «Es verdad que bromeaban -dijo-, pero bromeaban como si fueran juglares llamando a las puertas de la muerte.»
Así era Pilato. En su vida apareció Jesús, y de pronto se dio cuenta de lo que había estado perdiéndose. Aquel día podría haber encontrado todo lo que se había perdido; pero no tuvo el coraje de desafiar al mundo a pesar de su pasado, y ponerse al lado de Cristo y de un futuro que sería glorioso.

Hemos considerado el cuadro de la multitud en el juicio de Jesús y hemos pensado en la figura de Pilato. Ahora debemos concentrar nuestra atención en el Personaje central del drama: Jesús mismo. Juan nos traza Su semblanza con una serie de pinceladas magistrales en las que sugiere más de lo que describe.

(i) Lo primero y principal es que no se puede leer esta historia sin percibir la absoluta majestad de Jesús. No hay nada que Le coloque en tela de juicio. Cuando alguien se enfrenta con Él, no es Jesús el que recibe el veredicto, sino la otra persona. Puede que Pilato tratara muchas cosas judías con desprecio arrogante, pero no a Jesús. No podemos por menos de tener la impresión de que es Jesús el Que está en control, y Pilato el que no sabe por dónde tirar y se debate en una situación que no puede controlar ni comprender. La majestad de Jesús nunca brilló más gloriosamente que cuando se presentó a juicio ante la humanidad.

(ii) Jesús nos habla con absoluta claridad acerca de Su Reino. No es, nos dice, de esta Tierra. El ambiente de Jerusalén era siempre explosivo, y durante la Pascua era pura dinamita. Los romanos lo sabían muy bien, y en el tiempo de la Pascua destacaban más tropa a Jerusalén. Pero Pilato nunca tenía más de tres mil hombres a su mando. Algunos estarían en Cesarea, su cuartel general; otros, en la guarnición de Samaria; no es probable que hubiera más que unos pocos centenares de servicio en Jerusalén. Si Jesús hubiera querido enarbolar la bandera de la rebelión y entablar batalla, podría haberlo hecho con la máxima facilidad. Pero deja bien claras Sus credenciales regias, e igualmente claro que Su Reino no se basa en la fuerza, sino que se establece en los corazones. Nunca habría negado Jesús que se proponía la conquista; pero era la conquista del amor.

(iii) Jesús nos dice para qué había venido al mundo: para dar testimonio de la verdad, para decirle a la humanidad la verdad acerca de Dios, acerca de sí misma y acerca de la vida. Los días de las conjeturas, de las medias verdades y del andar a tientas se habían terminado. Jesús vino a decirnos la verdad. Esa es una de las grandes razones por las que no tenemos más remedio que aceptar o rechazar a Cristo. No hay término medio en relación con la verdad. O la aceptamos, o la rechazamos; y Cristo es la verdad.

(iv) Vemos el ánimo valeroso de Jesús. Pilato mandó que Le azotaran. Eso se hacía atando al reo a una columna dejándole la espalda totalmente expuesta. El látigo era una correa larga con trozos de plomo o huesos puntiagudos incrustados. Literalmente reducía la espalda de la persona a tiras. Pocos eran los que se mantenían conscientes durante el suplicio; algunos morían, y otros se volvían locos. Jesús lo soportó. Y después, Pilato Le sacó a la vista de la multitud y dijo: « Ahí tenéis a vuestro Hombre!»

Aquí tenemos uno de los dobles sentidos característicos de Juan. Debe de haber sido la primera intención de Pilato el despertar la piedad de los judíos. «¡Fijaos! ¡Mirad a este pobre hombre destrozado y sangrante! ¡Mirad esta ruina humana! ¿Es que todavía podéis querer seguir acechándole y arrastrándole a una muerte completamente innecesaria?» Pero casi podemos escuchar el cambio en el tono de su voz al decirlo, y contemplar la admiración que amanece en su mirada. En vez de decirlo medio despectivamente para despertar la lástima, le sale como una admiración incontenible. La palabra que usó Pilato fue hoánthrópos, que es la que se usaba corrientemente refiriéndose a un ser humano; pero no mucho después la usarían los pensadores griegos para designar al hombre celestial, el hombre ideal, el dechado de la humanidad. Siempre será verdad que, aunque digamos o dejemos de decir otras muchas cosas acerca de Jesús, Su heroísmo integral no tiene paralelo. Aquí tenemos, sin duda, a un Hombre.

(v) Una vez más vemos aquí en el juicio de Jesús Su aceptación voluntaria de la Cruz y el supremo control de Dios. Pilato Le advirtió a Jesús que tenía poder para soltarle y para crucificarle. Jesús le contestó que él, Pilato, no tenía absolutamente ningún poder, excepto el que Dios mismo le había dado. La Crucifixión nunca, de principio a fin, se nos presenta como la historia de un hombre que se encuentra enredado en una maraña inexorable de circunstancias sobre las que no tiene absolutamente ningún control; nunca se nos presenta como la historia de un hombre conducido a la muerte, sino como la de un Hombre cuyos últimos días fueron una marcha triunfal hacia la meta de la Cruz.

(vi) Y aquí tenemos también la escena terrible del silencio de Jesús. Hubo un momento en el que no tuvo respuesta que darle a Pilato. Hubo otros momentos en los que Jesús guardó silencio. Estuvo callado ante el sumo sacerdote (Mateo 26:63; Marcos 14:61), y también ante Herodes (Lucas 23:9). Guardó silencio cuando las autoridades judías presentaron los cargos que tenían contra Él ante Pilato (Mateo 27:14; Marcos 15:5). Algunas veces tenemos la experiencia, cuando estamos hablando con otras personas, de que hemos llegado a un punto en el que no se puede seguir razonando ni discutiendo, porque no hay terreno común entre nosotros y nuestros interlocutores. Es como si habláramos distintos idiomas. Eso sucede cuando las personas hablan de hecho distintos idiomas mentales y espirituales. Es un día terrible cuando Jesús guarda silencio con una persona. No puede haber nada más terrible para una mente humana que el estar tan cerrada por el orgullo o la propia voluntad que no hay nada que le pueda decir Jesús que pueda tener sentido o suponer ninguna diferencia.

(vü) Por último, es posible que tengamos aquí otro ejemplo magnífico de la ironía dramática de Juan. La escena llega a su fin cuando se nos dice que Pilato sacó a Jesús; como lo hemos traducido y lo expresa la versión Reina-Valera, Pilato salió al lugar que se llamaba el Pavimento de Gabatá -que puede querer decir un suelo de mosaico de mármol- y se sentó en el sillón del juez. Esto era el béma, en el que se sentaba el magistrado para pronunciar la sentencia definitiva. El verbo para sentarse es kathizein, que puede ser transitivo o intransitivo; es decir, sentarse uno mismo o sentar a otro. Es posible que quiera decir que Pilato, en un último gesto burlesco, sacó a Jesús vestido de aquella túnica púrpura y con la corona de espinas en la frente, todo cubierto de sangre, y Le sentó en el sillón del juez, diciendo a continuación con un gesto y tono irónicos: «¿Cómo voy a crucificar a vuestro «Rey»?» El evangelio apócrifo de Pedro dice que, para burlarse, sentaron a Jesús en el sillón del juez y Le dijeron: « ¡Haz justicia, Rey de Israel!» Justino Mártir también dice que «sentaron a Jesús en el sillón del juez, y dijeron: « Da la sentencia por nosotros.»» Puede ser que Pilato, en burla, hiciera a Jesús representar el papel del juez. Si fue así, ¡qué tremenda ironía dramática había en aquella escena! Lo que se presentó en burla es en realidad la verdad; y un día, los que caricaturizaron a Jesús como juez se presentarán ante Él como el Juez -y se acordarán de lo que Le hicieron. Así que en la escena dramática del juicio contemplamos la inmutable majestad, el valor inalterable, la serena aceptación de la Cruz, de Jesús. Nunca se Le vio en la Tierra tan regio como cuando se hizo todo lo posible para humillarle.

Ya hemos visto las principales personalidades que intervinieron en el proceso de Jesús: los judíos, con su odio; Pilato, con su dudoso pasado, y Jesús, con su serenidad y majestad regia. Pero había otras personas al borde de la escena.

(i) Estaban los soldados. Cuando les entregaron a Jesús para que Le azotaran, se divirtieron con Él de una manera brutal y cruel. ¿Era un rey? Pues entonces Le proveyeron de un manto y una corona. Le pusieron una vieja túnica de púrpura y una corona de espinas, y se entretuvieron dándole de bofetadas. Estaban jugando a una cosa que era antigua y corriente. Filón, en su obra Sobre Flaco, cuenta una cosa muy semejante que hacían los gamberros de Alejandría: «Había un loco que se llamaba Carabás, aquejado no de la clase salvaje y bestial de locura -que pasa desapercibida tanto para los que la sufren como para los espectadores-, sino de otra clase mucho más tranquila y benigna. Solía pasar los días y las noches desnudo en la calle, sin guarecerse ni del frío ni del calor, y era el juguete de los niños y de los jóvenes. Se ponían de acuerdo para llevársele al gimnasio donde, dejándole solo donde todos pudieran verle, le ponían de sombrero una corteza de árbol aplastada, y alrededor del cuerpo una estera como manto, y como cetro un trozo de papiro que uno de ellos había encontrado por ahí tirado. Y una vez que él había asumido los emblemas y las insignias de la realeza como se hace en los mimos teatrales, los jóvenes, con palos al hombro, se ponían a sus dos lados, representando el papel de lanceros cómicos. Luego se acercaban unos como para saludarle, otros como para presentarle algunas reclamaciones, otros como para solicitarle algunas cuestiones sociales. Y entonces, de la multitud de espectadores vibraba un extraño grito de « ¡Marín!» -Señor nuestro-, que es el nombre que se les da a los reyes en Siria.» Es patético que los soldados trataran a Jesús como los gamberros podrían tratar a un pobre idiota.

Y sin embargo, de todos los que intervinieron en el proceso de Jesús, los soldados eran los menos culpables, porque no sabían lo que estaban haciendo. Lo más probable es que les había correspondido venir de Cesarea como refuerzo para los días de la Pascua, y no sabían nada de lo que estaba pasando. Jesús no era para ellos más que el criminal de turno.

Aquí tenemos otro ejemplo de la ironía dramática de Juan. Los soldados hacían una caricatura de Jesús como rey, cuando en realidad Él era allí el único Rey. Bajo la parodia se ocultaba y revelaba la verdad eterna.

(ii) El último de todos era Barrabás, cuyo episodio cuenta Juan con suma brevedad. De esa costumbre de soltar a un preso para la Pascua no sabemos más que lo que nos dicen los evangelios. Los otros tres completan la breve noticia de Juan y, cuando lo reunimos todo, descubrimos que Barrabás era un preso notable, un bandolero que había tomado parte en una insurrección en la ciudad y había cometido un asesinato (Mateo 27:15-26; Marcos 15:6-15; Lucas 23:17-25; Hechos 3:14).

El nombre de Barrabás es interesante. Hay dos posibilidades en cuanto a su origen. Puede venir de Bar Abba, que querría decir «Hijo de Papá», o de Bar Rabban, que querría decir «Hijo del Rabino.» No es imposible que Barrabás fuera hijo de algún rabino, un vástago descarriado de alguna familia noble. Y es posible que, con todo y ser un criminal, gozara de las simpatías de la gente del pueblo como una especie de Robin Hood. Es probable que no debamos tenerle por un delincuente vulgar. La palabra que se le aplica es léstés, que quiere decir bandolero. O era uno de los muchos que infestaban la carretera de Jerusalén a Jericó, la clase de personas en cuyas manos cayó el viajero de la parábola; o, todavía más probable, era uno de los celotas que habían jurado barrer de Palestina a los romanos, aunque tuviera que ser a base de crímenes, asaltos, robos y asesinatos. Barrabás no era un delincuente cualquiera. Era un hombre violento, eso sí; pero de los que se convierten en leyenda y son considerados como héroes populares y azote de las autoridades al mismo tiempo.

Pero hay otro detalle todavía más interesante acerca de Barrabás. Ese era su segundo nombre, y tiene que haber tenido otro, como Pedro, que se llamaba Simón Bar-Yoná, Hijo de Jonás. Ahora bien: hay algunos manuscritos antiguos del Nuevo Testamento y las traducciones siria y armenia que coinciden en dar el nombre propio de Barrabás como Jesús. Eso no es imposible ni mucho menos, porque el nombre de Jesús era bastante corriente, derivado de la forma griega del nombre hebreo Yehoshúa»Yoshúa, Josué. En ese caso la elección del pueblo era aún más dramática, porque gritarían de hecho: «¡No Jesús Nazareno, sino Jesús Barrabás!» Era la elección entre Jesús Bar-Abba (el hijo de un padre cualquiera) y Jesús, el Hijo del Padre Dios.

La elección de la multitud ha sido siempre la elección histórica. Barrabás era un hombre que alcanzaba sus propósitos por medios violentos. Jesús era un Hombre de amor y ternura, cuyo Reino se hace realidad en los corazones. Es un hecho trágico de la Historia que los pueblos escogen muchas veces el camino de la violencia en lugar del del amor, el camino de Barrabás en lugar del de Cristo.

Lo que fue de Barrabás no lo dice la historia, y es tema de reconstrucciones poéticas tan conmovedoras como la de Gabriel y Miró en sus Figuras de la Pasión del Señor. También John Oxenham continúa la historia de Barrabás en uno de sus libros. Al recuperar la libertad, Barrabás no podía pensar más que en que era libre. Luego se quedó mirando al Hombre que iba a tomar su lugar en la Cruz. Algo en Él le fascinaba, y Barrabás se encontró siguiéndole hasta la cima del Monte de la Calavera. Todo el camino, viendo a Jesús cargando con la Cruz, le ardía en la mente un solo pensamiento: «Esa es la cruz que tenía que haber llevado yo. ¡Yo la merecía! Y Él la está llevando por mí.» Y, cuando levantaron la cruz con Jesús colgando de ella, lo único que podía pensar Barrabás era: « ¡Soy yo el que tenía que estar colgado ahí, no Él! ¡Él me salvó!» Lo que sí es seguro es que Barrabás fue uno de los pecadores por los que murió Jesús.

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