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Sal y luz del mundo

Ustedes son la sal de este mundo. La sal es buena; pero si la sal deja de estar salada, ¿cómo podrá recobrar su sabor? ¿Cómo podrán ustedes hacerla útil otra vez? Ya no sirve para nada, así que se la tira a la calle y la gente la pisotea. Los que tienen oídos, oigan. Tengan sal en ustedes y vivan en paz unos con otros.

Ustedes son la luz de este mundo. Una ciudad en lo alto de un cerro no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara para ponerla bajo un cajón; antes bien, se la pone en alto para que alumbre a todos los que están en la casa. Del mismo modo, procuren ustedes que su luz brille delante de la gente, para que, viendo el bien que ustedes hacen, todos alaben a su Padre que está en el cielo. Mateo 5:13-16; Marcos 9:50; Lucas 14.34-35

Cuando Jesús dijo esto puso a disposición de la humanidad una expresión que se ha convertido en el mayor cumplido que se le puede hacer a nadie. Cuando queremos hacer hincapié en los quilates del carácter y de la utilidad de alguien decimos: «personas así son la sal de la tierra.» En el mundo antiguo la sal se apreciaba altamente. Los griegos llamaban a la sal divina theion. En una frase que en latín es una especie de trabalenguas, los romanos decían «no hay nada más útil que el sol y la sal» «Nil utilius sole et sale». En los tiempos de Jesús la sal se relacionaba en la mente de la gente con tres cualidades especiales.

(i) La sal se conectaba con la pureza. Probablemente su blancura resplandeciente sugería esta conexión. Los latinos decían que la sal era la cosa más pura, porque procedía de las cosas más puras que son el sol y el mar. La sal fue de hecho la más primitiva de todas las ofrendas que se hacían a los dioses, y hasta sus últimos tiempos los sacrificios judíos se ofrecían con sal. Así pues, si el cristiano ha de ser la sal de la tierra, debe ser un ejemplo de pureza. Una de las características del mundo en la época en que vivimos es que han bajado los niveles. Los niveles de honradez, de diligencia en el trabajo, de responsabilidad, morales, todos tienden a reducirse. Han desaparecido los modelos a seguir.
El cristiano debe ser una persona que mantenga bien alto su nivel de absoluta pureza en su manera de hablar, su conducta y pensamiento. Cierto escritor le dedicó un libro a J. Y. Simpson, «que hace que lo mejor nos resulte fácilmente creíble.» Ningún cristiano puede salirse de los niveles de la estricta honradez. Ningún cristiano puede pensar con ligereza en reducir los niveles morales en un mundo en el que en las calles de cualquier gran ciudad se induce de manera deli­berada al pecado.

Ningún cristiano se puede permitir los gestos y términos sugestivos y soeces que son a menudo parte de la conversación social. El cristiano no se puede retirar del mundo, pero debe, como decía Santiago, «guardarse sin mancha del mundo» (Santiago 1:27).

(ii) En el mundo antiguo, la sal era el más corriente de todos los conservantes. Se usaba para evitar que las cosas se corrompieran, y para contener la putrefacción. Plutarco tiene una manera curiosa de decirlo. Dice que la carne es un cuerpo muerto y parte de un cuerpo muerto, y, si se deja a sí misma, se descompondrá; pero la sal la conserva y mantiene fresca, y es por tanto como si se le hubiera insertado un alma nueva a un cuerpo muerto. Así que la sal preserva de la corrupción. Si el cristiano ha de ser la sal de la tierra, debe tener una cierta influencia antiséptica en la vida.

Todos sabemos que hay ciertas personas en cuya compañía es fácil ser buenos; y que también hay ciertas personas en cuya compañía es fácil bajar el listón moral. Hay ciertas personas en cuya presencia se podría contar sin reparos una historia sucia, y hay otras personas a las que a uno no se le ocurriría contársela. El cristiano debe ser un antiséptico purificador en cualquier sociedad en que se encuentre; debe ser la persona que, con su presencia, excluye la corrupción y les hace más fácil a otros ser limpios.

(iii) Pero la más grande y la más obvia cualidad de la sal es que la sal presta sabor a las cosas. Los alimentos sin sal son tristemente insípidos y hasta desagradables.

El Cristianismo es a la vida lo que la sal es a la comida. El Cristianismo le presta sabor a la vida. Lo trágico es que la gente conecta a menudo el Cristianismo precisamente con lo contrario. Lo identifican con algo que le quita el sabor a la vida. Swinbume llegó a decir: Tú has conquistado, pálido Galileo; el mundo se ha puesto gris de Tu aliento. Aun después de que Constantino hiciera del Cristianismo la religión del imperio romano, subió al trono otro emperador llamado Juliano que – quería atrasar el reloj y volver a los antiguos dioses. Su queja era, como la expresa Ibsen: ¿Les habéis mirado a la cara a esos cristianos? Ojos hundidos, mejillas pálidas, pechos de tabla; pierden la vida reconcomiéndose, inincentivados por la ambición: para ellos también brilla el sol, pero no lo ven; la tierra les ofrece su plenitud, pero ellos no la quieren; lo único que desean es renunciar y sufrir para morirse lo antes posible. Para Juliano, el Cristianismo le quitaba la vivacidad a la vida. Oliver Wendell Holmes dijo una vez: «Yo podría haber entrado en el ministerio si algunos clérigos a los que conocía no hubieran parecido y actuado tanto como enterradores.» Robert Louis Stevenson escribió una vez en su diario, como si estuviera recordando algún fenómeno extraordinario: «Hoy he estado en la iglesia, y no me ha dado la depre.» El mundo tiene derecho a descubrir otra vez el fulgor perdido de la fe cristiana.

En un mundo ansioso, el cristiano debería ser la única persona que se mantuviera serena. En un mundo deprimido, el cristiano debería ser la única persona que siguiera llena de la alegría de vivir. Debería haber una sencilla luminosidad en cada cristiano, pero demasiado a menudo anda por la vida como si estuviera de duelo, y habla como un espectro en una fiesta. Dondequiera que esté, si ha de ser la sal de la tierra, el cristiano debe difundir gozo. Jesús pasó a decir que, si la sal se vuelve insípida, ya no sirve para nada, y se tira para que todo el mundo la pise. Eso es difícil de entender, porque la sal nunca pierde su sabor y su salinidad.

E. F. F. Bishop, en su libro Jesús de Palestina, cita una explicación muy plausible que dio Miss F: E. Newton. En Palestina, los hornos ordinarios están fuera de la casa y se construyen de piedra sobre una base de azulejos. En esos hornos, «para conservar el calor se pone una gruesa capa de sal debajo del suelo de azulejo. Después de cierto tiempo la sal se ha descompuesto. Se levantan los azulejos, se saca la sal y se tira en el camino a la puerta del horno… ha perdido su poder para calentar los azulejos y se tira.» Puede que sea eso lo que se representa aquí. Pero la idea principal sigue siendo en cualquier caso, y es algo en lo que el Nuevo Testamento insiste constantemente: Que la inutilidad invita al desastre. Si un cristiano no está cumpliendo su propósito como cristiano, está abocado al desastre. El sentido de nuestra vida consiste en ser la sal de la tierra; y si no le damos a la vida la pureza, el poder antiséptico y la luminosidad que le debemos, no estamos cumpliendo nuestro cometido y vamos al desastre. Todavía nos falta por decir que algunas veces en la Iglesia Primitiva se hacía un uso muy extraño de este texto. En la sinagoga, entre los judíos, había la costumbre de, si un judío se volvía apóstata y luego volvía a la fe, antes de recibirle otra vez en la sinagoga, tenía como penitencia que tumbarse a la puerta de la sinagoga e invitar a todos los que iban entrando a que le pisaran. En algunos lugares, la Iglesia Cristiana adoptó esa costumbre; y a un cristiano que había sido expulsado de la Iglesia por disciplina, se le obligaba, antes de admitirle otra vez, a tumbarse a la puerta de la iglesia e invitar a los que entraban: «Pisoteadme porque soy la sal que ha perdido su sabor.»

La luz del mundo

Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad situada en una colina no puede pasar inadvertida. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino para ponerla a la vista para que dé luz a todos los de la casa. Podría decirse que éste es el mayor cumplido que se le haya hecho jamás al cristiano individual, porque en él Jesús manda al cristiano que sea lo que Él mismo afirmó ser. Jesús dijo: «Mientras estoy en el mundo, luz soy del mundo» (Juan 9:5). Cuando Jesús mandó a sus seguidores que fueran las luces del mundo, les pedía que fueran como Él mismo, ni más ni menos. Cuando Jesús dijo estas palabras, estaba usando una expresión que les resultaría familiar a los judíos que la oyeron por primera vez. Ellos llamaban a Jerusalén «una luz para los gentiles;» y a un famoso rabino le solían llamar «una lámpara de Israel.» Pero la forma en que usaban los judíos esta expresión nos da la clave de cómo la usó Jesús.
De una cosa estaban los judíos completamente seguros: ninguna persona encendía su propia luz. Jerusalén era sin lugar a duda una luz para los gentiles, pero había sido Dios el Que había encendido la lámpara de Israel. La luz que brillaba en la nación o en la persona piadosa era una luz prestada. Así sucede también con el cristiano. La exigencia de Jesús no es que cada uno de nosotros deba, como si dijéramos, producir su propia luz. Debemos brillar con el reflejo de Su luz. El resplandor que se advierte en la vida del cristiano viene de la presencia de Cristo en su corazón. A veces hablamos de una novia radiante, pero la luz que irradia viene del amor que ha nacido en su corazón. Cuando Jesús dijo que los cristianos debemos ser la luz del mundo, ¿qué quería decir?

(i) Una luz es algo que en primer lugar y principalmente está para que se vea. Las casas de Palestina eran muy oscuras, con una sola ventana circular de medio metro de diámetro. La lámpara era como una salsera llena de aceite y con una mecha. No era nada fácil encender una lámpara cuando no había ni cerillas. Normalmente la lámpara se colocaba en un candelero o soporte, que en muchos casos no era más que un soporte de madera toscamente tallada; pero cuando la gente se salía de la habitación, por seguridad, quitaban la lámpara del candelero y la ponían debajo de un cajón de arcilla de medir el grano para que siguiera ardiendo sin riesgo hasta que volviera alguien.

El deber primario de la luz de la lámpara era que se pudiera ver. Así es que el Cristianismo es algo que se tiene que dejar ver. Como ha dicho bien alguien: «No puede haber tal cosa como un discipulado secreto; porque, o el secreto acaba con el discipulado, o el discipulado con el secreto.» Nuestro cristianismo tiene que ser perfectamente visible a todo el mundo. Además, este Cristianismo no tiene que dejarse ver solamente en la iglesia.

Un cristianismo cuyos efectos no salen de las puertas de la iglesia no le sirve a nadie gran cosa. Debería ser más visible todavía en las actividades normales y corrientes. Nuestro Cristianismo debe dejarse ver en la manera como tratamos al dependiente de la tienda al otro lado del mostrador, en nuestra manera de encargar una comida en el restaurante, en nuestra forma de tratar a nuestros empleados o de servir a nuestros superiores, en nuestra manera de practicar un deporte o jugar a un juego, o conducir o aparcar un vehículo, en el lenguaje cotidiano que usamos y en lo que leemos cada día. Un cristiano debe serlo en la fábrica, el taller, los astilleros, la mina, la escuela, la consulta médica, la cocina, el campo de fútbol, exactamente lo mismo que en la iglesia. Jesús no dijo: «Vosotros sois la luz de la Iglesia», sino: «Vosotros sois la luz del mundo.» Así que nuestro cristianismo se tiene que hacer evidente a todos por nuestra manera de vivir en el mundo.

Una de mis anécdotas favoritas es la del ciego y el farol:. Estaba anocheciendo. Una caravana de mercaderes se dirigía a Atenas para poder vender sus productos. Según iba oscureciendo, los mercaderes y sus criados iban encendiendo faroles y antorchas para poder iluminar el camino. Al poco rato era noche cerrada y oscura. Fue en una de estas noches en que avistaron a lo lejos a un anciano que se aproximaba por el camino con un farol en la mano. Cuando el caminante estuvo más cerca, uno de los mercaderes lo reconoció.

-¡Oh! ¡Mira! Es mi vecino, el ciego. ¿Para qué querrá mi vecino llevar un farol si no puede ver?

Todos los mercaderes empezaron a reírse del anciano y a burlarse inmisericordemente. ¡El viejo está loco! ¡Es ciego y lleva un farol!

Uno de los mercaderes con ganas de reírse del anciano caminante se le acercó y le increpó: -¡Ea, buen hombre! ¿Por qué llevas un farol en la mano si no puedes ver el camino porque eres ciego? El anciano no se inmutó y contestó con voz suave y firme: -No llevo el farol para ver el camino, sino para que los demás caminantes me vean a mí.

(ii) Una luz es un guía. En cualquier día podemos ver una serie de luces que marcan el camino que deben seguir los barcos para su seguridad. Sabemos lo difícil que resulta transitar por las calles de la ciudad cuando hay un apagón. Una luz es algo que facilita el camino.

Así que un cristiano debe indicarle el camino a los demás. Es decir: el cristiano está obligado a ser un ejemplo. Una de las cosas que más necesita este mundo son personas que estén preparadas a ser focos de bondad. Supongamos que hay un grupo de gente, y que alguien propone que se haga algo dudoso. A menos que alguien se oponga abiertamente, aquello se hará. Pero si alguien se pone en pie y dice: «No contéis conmigo para eso,» otro, y otro, y otro se levantarán y dirán: «Ni conmigo tampoco.» Pero si no se les hubiera dado ejemplo, se habrían callado. Hay muchas personas en este mundo que no tienen la fuerza moral ni el coraje para mantenerse firmes en solitario; pero si otro se adelanta, le seguirán; si cuentan con alguien suficientemente fuerte o seguro en quien apoyarse, harán lo que deben.
Es el deber del cristiano adoptar la posición que luego secundará el hermano más débil, iniciar la marcha que otros con menos coraje seguirán después. El mundo necesita luces guiadoras; hay personas esperando y anhelando la dirección para hacer lo que no se atreverían a emprender solas.

(iii) Una luz esa menudo una advertencia. A menudo se usa la luz para advertir de un peligro que acecha más adelante. Algunas veces el cristiano tiene la obligación de presentarle a los demás la necesaria advertencia. Eso es a menudo difícil, especialmente hacerlo de forma que no haga más daño que bien; pero una de las más desgarradoras tragedias de la vida es que nos venga alguno, especialmente un joven, y nos diga: «No me encontraría en esta situación si me lo hubieras advertido a tiempo.»

Se decía de la famosa maestra y educadora que, si alguna vez tenía ocasión de corregir a sus estudiantes lo hacía «poniéndole el brazo alrededor de los hombros.» Si hacemos nuestra advertencia, no con enfado ni crítica, sino con amor, será eficaz. El cristiano debe ser una de estas luces que se pueden ver, que advierten y que guían.
Brillando para Dios

Que brille así vuestra luz delante de la gente, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el Cielo. Aquí hay dos cosas de suprema importancia.

(i) La gente tiene que ver nuestras buenas obras. En griego hay dos palabras para bueno. Hay la palabra agathós, que simplemente define la calidad de una cosa como buena; y hay la palabra kalós, que quiere decir que una cosa es no sólo buena, sino también hermosa y atractiva. La palabra que se usa aquí es kalós.

Las buenas obras del cristiano tienen que ser no sólo buenas, sino también atractivas. Tiene que haber un cierto encanto en la bondad cristiana. La tragedia de mucho de lo que se considera bueno es que tiene un elemento de dureza y de frialdad y de austeridad. Hay una bondad que atrae, y una bondad que repele. Hay un cierto encanto en la verdadera bondad cristiana que la hace encantadora.

(ii) También tenemos que notar que nuestras buenas obras deben atraer la atención, no a nosotros, sino a Dios. Este dicho de Jesús es una prohibición total de lo que alguien ha llamado «bondad teatral.»

En una conferencia en la que estaba presente D. L. Moody había también algunos jóvenes que tomaban su fe cristiana muy en serio. Una noche tuvieron una vigilia de oración. Cuando llegaban de ella por la mañana se encontraron con Moody, que les preguntó qué habían estado haciendo. Se lo dijeron, y añadieron: «¡Señor Moody, vea cómo nos brilla el rostro!» Moody les contestó muy cortésmente: «Moisés no sabía que le relucía el rostro.» La bondad que es consciente, que llama la atención a sí misma, no es la bondad cristiana. Uno de los historiadores antiguos escribió acerca de Enrique V después de la batalla de Agincourt: «Tampoco permitió que se hicieran canciones ni que las cantaran los juglares acerca de su gloriosa victoria; porque quería que toda la alabanza y la gloria y la acción de gracias se Le dieran a Dios.» El cristiano no piensa nunca en lo que él ha hecho, sino en lo que Dios le ha capacitado para hacer. Nunca trata de atraer las miradas de la gente, sino siempre en dirigirlas a Dios. Mientras las personas estén pensando en las alabanzas, las gracias y el prestigio que obtendrán por lo que han hecho, no han empezado todavía a recorrer el camino cristiano de veras.

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