No crean ustedes que yo he venido a suprimir la ley o los profetas; no he venido a ponerles fin, sino a darles su pleno valor. Pues les aseguro que mientras existan el cielo y la tierra, no se le quitará a la ley ni un punto ni una letra, hasta que todo llegue a su cumplimiento. Por eso, el que no obedece uno de los mandatos de la ley, aunque sea el más pequeño, ni enseña a la gente a obedecerlo, será considerado el más pequeño en el reino de los cielos. Pero el que los obedece y enseña a otros a hacer lo mismo, será considerado grande en el reino de los cielos. Porque les digo a ustedes que, si no superan a los maestros de la ley y a los fariseos en hacer lo que es justo ante Dios, nunca entrarán en el reino de los cielos. Mateo 5:17-20
Jesús enseña una justicia superior
A primera vista esto podría parecer el pronunciamiento más alucinante que Jesús hizo en todo el Sermón del Monte. En este pasaje Jesús establece el carácter eterno de la Ley; y sin embargo Pablo podía decir: «Cristo es el fin de la Ley» (Romanos 10:4). Repetidas veces Jesús quebrantó lo que los judíos llamaban la Ley. No cumplía el lavado de las manos que la Ley establecía; sanaba a los enfermos en sábado, aunque la Ley prohibía tales sanidades; de hecho fue condenado y crucificado como quebrantador de la Ley; y sin embargo aquí parece hablar de la Ley con una veneración y una reverencia que ningún rabino o fariseo podría superar. La yod o jota “jota” es la letra más pequeña del alfabeto hebreo. Era algo parecido a lo que llamamos apóstrofe (’); ni siquiera una letra no mucho más grande que un puntito se omitiría. La “tilde” es una marca muy pequeña que ayuda a diferenciar entre dos letras hebreas que parecen casi iguales. Algo así como la de la eñe (˜).
Jesús parece establecer que la Ley es tan sagrada que ni el más mínimo detalle de ella desaparecerá. Algunas personas se han sorprendido tanto con este dicho que han llegado a la conclusión de que no es posible que Jesús lo dijera. Han sugerido que, puesto que Mateo es el más judaico de los evangelios, y puesto que Mateo lo escribió especialmente para convencer a los judíos, éste es un dicho que Mateo puso en los labios de Jesús, que Jesús no dijo nada semejante. Pero ése es un razonamiento muy pobre, porque éste es un dicho que es de lo más improbable que nadie se inventara; tanto es así que Jesús tiene que haberlo dicho; y cuando lleguemos a ver lo que quiere decir verdaderamente, comprenderemos que era inevitable que Jesús lo dijera.
Los judíos usaban la expresión La Ley de cuatro maneras diferentes.
(i) La usaban con referencia a los Diez Mandamientos.
(ii) La usaban en relación con los cinco primeros libros de la Biblia, a los que llamamos Pentateuco fue quiere decir literalmente Los Cinco Rollos, que eran para los judíos la Ley par excellence, y con mucho la parte más importante de la Biblia.
(iii) Usaban la frase La Ley y los Profetas con el sentido de toda la Escritura; la usaban como una descripción global de todo lo que llamamos el Antiguo Testamento.
(iv) La usaban con el sentido de Ley de los escribas u oral.
En tiempos de Jesús era esta última la más corriente; y fue de hecho esta Ley de los escribas la que tanto Jesús como Pablo condenaron tajantemente. ¿Qué era, entonces, la Ley de los escribas? En el Antiguo Testamento mismo encontramos muy pocas reglas y normas; lo que sí encontramos son grandes principios generales que cada uno ha de asumir e interpretar bajo la dirección de Dios, y aplicar a las situaciones concretas de la vida.
En los Diez Mandamientos no se nos dan reglas ni normas; son todos y cada uno de ellos grandes principios en los cuales hemos de encontrar la norma de nuestra vida. Para los judíos posteriores estos grandes principios no eran suficientes. Mantenían que la Ley era divina, y que en ella Dios había dicho la última palabra, y que por tanto todo debía estar en ella. Si una cosa no estaba en la Ley explícitamente, tendría que estar implícitamente. Por tanto discutían que debe ser posible deducir de la Ley una regla y una norma para cada posible situación de la vida. Así surgió la raza de los llamados escribas, cuyo cometido era reducir los grandes principios de la Ley a literalmente miles de miles de reglas y normas. Vamos a ver esto en acción. La ley establece que el día del sábado ha de mantenerse santo, y que no se puede hacer ningún trabajo en él. Eso es un gran principio. Pero los legalistas judíos tenían pasión por las definiciones; así es que preguntaron: ¿Qué es un trabajo? Como trabajo se clasificaron toda clase de cosas. Por ejemplo, el llevar una carga el día del sábado era un trabajo. Pero entonces había que definir qué era una carga. Para la Ley de los escribas una carga era «comida equivalente al peso de un higo seco, vino suficiente para mezclarlo en una copa, bastante leche para un trago, la miel necesaria para poner en una herida, el aceite necesario para ungir un pequeño miembro, el agua necesaria para humedecer un colirio (medicamento compuesto de una o más sustancias disueltas o diluidas en algún líquido, o pulverizadas y mezcladas, que se emplea en las enfermedades de los ojos), el papel necesario para escribir un recibo de impuestos, tinta suficiente para escribir dos letras del alfabeto, caña suficiente para hacer una pluma», y así hasta el infinito.
Pasaban horas muertas discutiendo si un hombre podía o no mover una lámpara de un lado a otro en sábado, si un sastre cometía un pecado si salía con una aguja prendida en la solapa, si una mujer podía usar un broche o una peluca, hasta si se podía llevar en sábado dentadura postiza o alguna prótesis, si se podía coger en brazos a un niño el día de sábado. Para ellos estas cosas eran la esencia misma de la religión. Su religión era un legalismo de reglas y normas insignificantes. Escribir era un trabajo, y por tanto prohibido el sábado. Pero había que definir escribir. Su definición decía: «El que escribe dos letras del alfabeto, con la mano derecha o con la izquierda, de una clase o de dos clases, tanto si se escriben con diferente tinta o en lenguas diferentes, es culpable. Aunque escriba dos letras sin darse cuenta, es culpable; las haya escrito con tinta o con pintura, con tiza roja o con vitriolo, o cualquier cosa que deje una marca permanente. También el que escribe en dos paredes que forman un ángulo, o en dos tabletas de su libro de cuentas para que se lean juntas, es culpable… Pero si uno escribe con un líquido oscuro, con zumo de fruta, o en el polvo de la carretera, o en arena, o en cualquier cosa que no deje una marca permanente, no es culpable… Si escribe una letra en el suelo, y otra en la pared de la casa, o en dos páginas de un libro que no se pueden leer juntas, no es culpable.» Esto es un pasaje típico de la Ley de los escribas; y esto es lo que un judío ortodoxo consideraba verdadera religión y servicio de Dios.
Curar era otro trabajo prohibido en sábado. Obviamente esto había que definirlo. Estaba permitido hacer una cura si había peligro de muerte, especialmente en el caso de enfermedades de garganta, nariz y oídos; pero, aun entonces, se debían adoptar medidas solamente para que el paciente no se pusiera peor, pero no para que se pusiera mejor. Así que se podía poner una venda en una herida, pero no ungüento; se podía poner un algodón en un oído dolorido, pero sin medicación. Los escribas eran los que deducían estas reglas y normas.
Los fariseos, cuyo nombre quiere decir los separados, eran los que se separaban de todas las actividades normales de la vida para observar todas estas reglas y normas. Podemos ver hasta qué punto llegaban por los siguientes hechos. Durante muchas generaciones esta Ley de los escribas no se escribió; era la Ley oral, y se trasmitía de memoria en las generaciones de escribas. A mediados del siglo 111 d.C. se hizo un sumario de ella y se codificó. Eso es lo que se conoce como la Misná; contiene 63 tratados sobre varios asuntos de la Ley, lo que la hace un libro casi tan grande como la Biblia. Los estudiosos judíos posteriores se tomaron el trabajo de hacer comentarios para explicar la Misná. Estos comentarios son lo que se conoce como los Talmudes. El Talmud de Jerusalén tiene doce volúmenes impresos, y el Talmud de Babilonia, sesenta. Para un judío ortodoxo estricto de tiempos de Jesús, la religión, servir a Dios, era cuestión de cumplir miles de reglas y normas legales; consideraban estas ridículas reglas y normas cuestiones literalmente de vida o muerte y destino eterno.
Está claro que Jesús no quería decir que ninguna de estas reglas y normas no hubiera de desaparecer; repetidamente las quebrantó Él mismo, y repetidamente las condenó. Eso no era lo que Jesús entendía por la Ley, sino la clase de ley que condenaban tanto Jesús como Pablo.
La esencia de la ley
Entonces, ¿qué entendía Jesús por la Ley? Dijo que no había venido para abolir la Ley, sino para cumplirla. Es decir, vino realmente para descubrir el verdadero sentido de la Ley. ¿Cuál era el verdadero sentido de la Ley? Aun detrás de la Ley oral de los escribas había un gran principio que los escribas y los fariseos no habían captado más que imperfectamente.
El único principio supremo de la Ley era que el hombre debe buscar en todas las cosas la voluntad de Dios; y que, cuando la conoce, debe dedicar toda su vida a obedecerla.
Los escribas y los fariseos tenían razón en buscar la voluntad de Dios, y más aún en dedicar sus vidas a obedecerla; pero no la tenían en identificar esa voluntad con sus montones de reglas y normas hechas por los hombres. ¿Cuál, entonces, es el principio verdadero que hay detrás de la Ley, ese principio que Jesús vino a cumplir, el verdadero sentido que É1 vino a revelar? Cuando consideramos los Diez Mandamientos, que son la esencia y el fundamento de toda ley, podemos ver que todo su significado se puede sumar en una palabra – respeto, o aún mejor reverencia. Reverencia para con Dios, y el nombre de Dios, y el día de Dios; respeto para con los padres, la vida, la propiedad, la personalidad, la verdad y el buen nombre de los demás, y por uno mismo, de tal manera que los malos deseos no puedan nunca dominarnos -estos son los principios fundamentales detrás de los Diez Mandamientos, principios de reverencia para con Dios y respeto para con nuestros semejantes y nosotros mismos. Sin ellos no puede haber tal cosa como ley. En ellos se basa toda ley. Esa reverencia y ese respeto son lo que Jesús vino a cumplir. Vino a mostrarnos en la misma vida cómo son la reverencia para con Dios y el respeto para con las personas.
La justicia, decían los griegos, consiste en darle a Dios y a los hombres lo que les es debido. Jesús vino a mostrarnos en una vida normal lo que quiere decir darle a Dios la reverencia, y a las personas el respeto, que les son debidos. Esa reverencia y ese respeto no consistían en obedecer una multitud de reglas y normas mezquinas. No consistían en sacrificios, sino en misericordia; no en el legalismo, sino en el amor; no en prohibiciones que demandaran lo que no se podía hacer, sino en la instrucción de amoldar nuestras vidas al mandamiento positivo del amor.
La reverencia y el respeto son la base de los Diez Mandamientos que nunca pueden pasar; son la sustancia permanente de las relaciones de una persona con Dios y con las demás.
La ley y el evangelio
Cuando Jesús habló así acerca de la Ley y el Evangelio, estaba estableciendo implícitamente ciertos principios generales.
(i) Estaba diciendo que hay una continuidad definida entre el pasado y el presente. No debemos considerar la vida nunca como una especie de batalla entre el pasado y el presente. El presente crece del pasado.
Después de Dunkerque, en la II Guerra Mundial, hubo una tendencia general a buscar a alguien para echarle las culpas del desastre que había acontecido a las fuerzas británicas, y hubo muchos que quisieron intervenir en amargas discriminaciones con los que habían dirigido la política en el pasado. En aquel tiempo, Winston Churchill dijo una cosa muy sabia: «Si nos enzarzamos en una pelea entre el pasado y el presente, nos encontraremos con que hemos perdido el futuro.» Tenía que haber Ley antes que pudiera venir el Evangelio. La humanidad tenía que aprender la diferencia entre bien y mal; las personas tenían que aprender su propia incapacidad humana para cumplir las demandas de la Ley y responder a los mandamientos de Dios; tenían que aprender el sentimiento de pecado y la indignidad y la incapacidad. Culpamos al pasado por muchas cosas -y, a menudo, correctamente-; pero es igualmente, o aún más necesario, reconocer nuestra deuda con el pasado.
Jesús veía que es el deber de toda persona no olvidar ni intentar destruir el pasado, sino construir sobre el fundamento del pasado. Hemos entrado en las labores de otros, y debemos laborar de manera que otros entren en las nuestras.
(ii) En este pasaje, Jesús nos advierte claramente que no pensemos que el Cristianismo es nada fácil. Algunos podrían decir: «Cristo es el fin de la Ley; ahora puedo hacer lo que me dé la gana.» Algunos podrían pensar que todos los deberes, todas las responsabilidades, todas las demandas son cosas del pasado; pero Jesús nos advierte que la integridad del cristiano debe exceder a la de los escribas y los fariseos.
¿Qué quería decir? La motivación que tenían los escribas y los fariseos era la de la Ley; su única finalidad y deseo era satisfacer las demandas de la Ley. Ahora bien, al menos en teoría, es perfectamente posible satisfacer las demandas de la ley; en un sentido puede que llegue un tiempo en que uno diga: «He cumplido todas las demandas de la Ley; he cumplido mi deber; la Ley ya no tiene ningún derecho sobre mí.» Pero la motivación que tiene el cristiano es la del amor; el único deseo del cristiano es mostrar su maravillada gratitud por el amor con que Dios le ha amado en Jesucristo. Ahora bien: No es posible, ni siquiera en teoría, satisfacer las demandas del amor. Si amamos a alguien con todo nuestro corazón, estamos obligados a sentir que si le diéramos toda una vida de servicio y adoración, si le ofreciéramos el Sol y la Luna y las estrellas, todavía no habríamos ofrecido bastante. Para el amor, todo el reino de la naturaleza sería una ofrenda demasiado pequeña, como dice un himno. Los judíos trataban de satisfacer la ley de Dios; y siempre hay un límite a las demandas de la ley. El cristiano no debe tratar siquiera de cumplir con las demandas de la ley; la responsabilidad del cristiano es mostrar su gratitud por el amor de Dios; y para las demandas del amor no hay límite, ni en el tiempo ni en la eternidad. Jesús nos presenta, no la Ley de Dios, sino el amor de Dios.
Hace mucho, Agustín decía que la vida cristiana se podía compendiar en una frase: «Ama, y haz lo que quieras.» Pero cuando nos damos cuenta de cómo nos ha amado Dios, nuestro único anhelo es responder a ese amor, y esa es la mayor tarea del mundo; porque nos presenta una tarea tal que el que piensa en términos de ley nunca soñó, y con una obligación más vinculante que la de ninguna ley.