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Santiago 4: Causa de las discordias

¿De dónde vienen las guerras y las peleas entre ustedes? Pues de los malos deseos que siempre están luchando en su interior. Ustedes quieren algo, y no lo obtienen; matan, sienten envidia de alguna cosa, y como no la pueden conseguir, luchan y se hacen la guerra. No consiguen lo que quieren porque no se lo piden a Dios; y si se lo piden, no lo reciben porque lo piden mal, pues lo quieren para gastarlo en sus placeres. ¿De dónde proceden las riñas y las peleas entre vosotros? ¿No es verdad que brotan del ansia de placer que mantiene una constante campaña bélica en vuestros miembros? Deseáis, pero no conseguís; asesináis; codiciáis, pero no lográis. Peleáis y guerreáis, pero no poseéis porque no pedís. Pedís, pero no recibís, porque no pedís como es debido; porque no queréis más que gastar en vuestros placeres lo que recibís.

Santiago les plantea a sus lectores una cuestión fundamental: si la finalidad de su vida es someterse a la voluntad de Dios o satisfacer el ansia de placeres de este mundo. Les advierte que, si el placer es el objetivo de su vida, lo único que van a conseguir son peleas, y odio, y divisiones. Dice que el resultado de una ansiosa búsqueda de placeres es polemoi (guerras) y majai (batallas). Quiere decir que la búsqueda febril de placeres desemboca en unos resentimientos interminables que son como guerras, y en unas explosiones repentinas de enemistad que son como batallas.

Los antiguos moralistas habrían estado totalmente de acuerdo con él. Cuando miramos a la sociedad humana, vemos a menudo una masa hirviente de odios y peleas. Filón decía: «Considerad la guerra continua que prevalece entre las personas, hasta en tiempo de paz, y que existe no sólo entre naciones, países y ciudades, sino también entre casas familiares o, para decirlo mejor, está presente en cada individuo; observad la tempestad indeciblemente rugiente que se produce en las almas humanas, excitada por el violento acoso de los asuntos de la vida; y os preguntaréis si hay alguien que disfrute de tranquilidad en tal tempestad, o que mantenga la calma en medio de las olas turgentes de tal mar.»

La raíz de este conflicto incesante y violento no es otra cosa que el deseo. Filón advierte que los Diez Mandamientos culminan en la prohibición de desear o codiciar, porque esa es la peor de todas las pasiones del alma. «¿No es por esta pasión por lo que se rompen las relaciones y se cambia la buena voluntad natural en enemistad desesperada; y los países grandes y populosos quedan desolados por cuestiones domésticas; y tierra y mar se llenan de nuevos desastres de batallas navales y campos de batalla? Porque las famosas y trágicas guerras, todas surgieron de la misma fuente: el deseo de dinero, o de gloria, o de placer. Estas son las cosas que enloquecen a la humanidad.» Luciano escribe: «Todos los males que le vienen al hombre, revoluciones y guerras, asechanzas y matanzas surgen del deseo. Todas estas cosas proceden del manantial del deseo de más.» Platón escribe: «La sola causa de las guerras y revoluciones y batallas no es otra que el cuerpo y sus deseos:» Y Cicerón: «Son los deseos insaciables los que trastornan, no sólo a las personas, sino a familias enteras, y que hasta demuelen el estado. De los deseos surgen los odios, divisiones, discordias, sediciones y guerras.»

El deseo es la raíz de todos los males que arruinan la vida y causan divisiones entre las personas. El Nuevo Testamento presenta con toda claridad el hecho de que este deseo arrollador de los placeres del mundo es siempre un peligro amenazador para la vida espiritual. Son los cuidados y las riquezas y los placeres de esta vida los que se asocian para sofocar la buena semilla (Lucas 8:14). Una persona puede llegar a estar tan dominada por las pasiones y placeres que la malicia y la envidia y el odio invaden su vida y se apoderan de ella totalmente (Tito 3:3). La disyuntiva clave de la vida está en agradar a nuestra naturaleza caída o agradar a Dios; y un mundo en el que el fin principal del hombre es agradarse a sí mismo es un campo de batalla para la barbarie y la división.

Una vida dominada por el placer tiene ciertas consecuencias inevitables.

(i) Hace que las personas se agarren del cuello las unas de las otras. Los deseos, como dice Santiago, son poderes bélicos en potencia. No quiere decir que guerreen en el interior de la persona –aunque esto también es cierto–, sino que hacen que las personas estén en guerra unas con otras. Desean fundamentalmente las mismas cosas dinero, poder, prestigio, posesiones terrenales, gratificación de las concupiscencias corporales. Cuando todos se esfuerzan por poseer las mismas cosas, la vida se convierte inevitablemente en un campo de batalla. Se pisotean unos a otros para llegar antes; harán lo que sea para eliminar a un rival. La obediencia a la voluntad de Dios agrupa a las personas, porque Su voluntad es que se amen y se sirvan mutuamente; pero la sumisión al ansia de placer distancia a las personas, porque las convierte en rivales potenciales para obtener las mismas cosas.

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