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1 Corintios 8: Consejo para los sensatos

Los capítulos 8, 9 y 10 tratan de un problema que nos puede parecer extraordinariamente remoto, pero que era intensamente real para los cristianos corintios y demandaba una solución. Era el problema de si se podía o no comer carne que se hubiera sacrificado a los ídolos. Antes de empezar a estudiar estos capítulos en detalle será conveniente que expongamos el problema en su conjunto, y las líneas generales de las diferentes soluciones que ofrece Pablo en las diversas circunstancias en las que incidía en la vida de los cristianos.

Los sacrificios a los dioses eran parte integrante de la vida del mundo antiguo. Podían hacerse de dos maneras: privados y públicos. En ninguno de los dos casos se consumía el animal totalmente en el altar, sino una muestra meramente simbólica, a veces tan insignificante como algunos de los pelos que se cortaban de la frente de la víctima.

En un sacrificio privado, el animal, por así decirlo, se dividía en tres partes: la primera era una muestra que se quemaba en el altar; la segunda pertenecía por derecho propio a los sacerdotes, y solían consistir en las costillas, la pierna y el lado izquierdo de la cara, y la tercera, el resto del animal, se lo quedaba el que ofrecía el sacrificio, con lo que hacía un banquete. Esta era la costumbre cuando se celebraba algo como unas bodas. A veces la fiesta se hacía en la casa del anfitrión; pero otras veces era en el templo del dios al que se había ofrecido el sacrificio.

Tenemos un ejemplo en un papiro antiguo que contiene una invitación a una comida que dice algo así como: « Antonio, hijo de Tolomeo, te invita a comer con él a la mesa de nuestro Señor Serapis.» Serapis era el dios al que se había ofrecido el sacrificio.

El problema que se les planteaba a los cristianos era: «¿Podían participar en una fiesta semejante? ¿Podían meterse en la boca carne que había sido ofrecida a un ídolo?» En caso negativo, tenían que excluirse de casi todas las ocasiones sociales.

En el caso de los sacrificios públicos, era el estado el que los ofrecía y eran una cosa muy corriente. Después de quemar en el altar una parte simbólica y de que los sacerdotes se quedaran con su parte, el resto de la carne correspondía a los magistrados y otros. Lo que les sobraba se vendía en las tiendas y en los mercados; y, por tanto, hasta la carne que se compraba podría ser que se hubiera sacrificado a un ídolo. Así que no se podía saber nunca a ciencia cierta si la carne que se comía había sido ofrecida a un ídolo.

Lo que complicaba la cosa todavía más era que entonces se creía firmemente en los espíritus y en los demonios. El aire estaba lleno de ellos, y siempre estaban acechando para meterse dentro de las personas, que en tal caso quedarían aquejadas de enfermedades físicas o mentales. Una de las maneras en que esos demonios se introducían en el cuerpo era con la comida; se escondían en los bocados, y entraban con ellos por la boca. Una de las maneras de evitarlo era dedicarle la carne a algún buen dios, cuya presencia mantendría a raya a otros posibles invasores. Por esta razón, casi todos los animales se dedicaban a algún dios antes de sacrificarse; y, si no se había hecho así, se bendecía la carne en nombre de algún dios antes de comerla.

De lo dicho se deduce que casi no se podía comer carne con absoluta seguridad de que no estaba relacionada de una u otra manera con algún dios pagano. Entonces, ¿podía un cristiano comerla? Ese era el problema; y está claro que, aunque para nosotros no sea más que una cuestión de interés anticuario, para un cristiano de Corinto o de cualquier otra ciudad griega era algo de vital importancia que había que dilucidar de alguna manera con carácter urgente.
El consejo de Pablo aparece en tres secciones diferentes.

(i) En el capítulo 8 establece el principio de que, por muy seguro que se sienta el cristiano fuerte e iluminado ante el peligro de infección de los ídolos paganos, y aunque crea que un ídolo no es la representación de nada que exista de ninguna manera, no se debe hacer nada que pueda dañar o desazonar la conciencia de otro que no sea tan fuerte como él.

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