A todos los que sí Le recibieron, a los que creen en Su nombre, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios. Estos nacieron, no de la sangre ni de ningún impulso humano ni de la voluntad de ningún hombre, sino que su nacimiento fue de Dios.
No todos rechazaron a Jesús cuando vino; hubo algunos que sí Le recibieron y Le dieron la bienvenida, y a esos les dio Jesús el derecho de llegar a ser hijos de Dios.
Hay un sentido en el que una persona no es hija de Dios por naturaleza, sino que tiene que llegar a serlo. Tenemos que pensarlo en términos humanos porque son los únicos de que disponemos. Hay dos clases de hijos. Están los que jamás hacen nada más que aprovecharse de su hogar. A lo largo de su juventud se apropian de todo lo que el hogar les ofrece sin dar nada a cambio. Puede que sus padres trabajen y se sacrifiquen para darles la mejor oportunidad posible en la vida, y lo toman todo como un derecho, sin darse cuenta nunca de lo que están recibiendo, y sin hacer el menor esfuerzo por merecerlo o compensarlo. Cuando se marchan de la casa paterna no hacen el menor esfuerzo para mantenerse en contacto. El hogar ha cumplido su misión, y ahí termina la cosa. No reconocen ningún lazo que tengan que mantener, ni ninguna deuda que tengan que pagar. Son los hijos de sus padres, y a ellos les deben la existencia y lo que son; pero no reconocen ningún vínculo de amor o intimidad. Sus padres se lo han dado todo por amor, pero los hijos no les han dado nada a cambio. Por otra parte hay hijos que siempre son conscientes de lo que sus padres han hecho y hacen por ellos, y aprovechan todas las oportunidades que se les presentan para demostrarles su agradecimiento y tratar de ser la clase de hijos que sus padres querían que fueran. A medida que pasan los años están cada vez más cerca de sus padres, con los que desarrollan una relación de confianza y amistad. Hasta cuando salen del hogar el vínculo permanece, y son conscientes de una deuda que nunca podrán pagar. En el primer caso, los hijos cada vez están más lejos de los padres; en el segundo, cada vez más cerca. Todos son hijos, pero de manera diferente. Los del segundo grupo llegan a ser hijos de una manera que los otros no alcanzan.
Podemos ilustrar esta clase de relación desde otro punto de vista, distinto pero parecido. A un famoso profesor le mencionaron el nombre de un joven que se presentaba como discípulo suyo. Este dijo: «Puede que asistiera a mis clases, pero no era uno de mis estudiantes.» Hay un mundo de diferencia entre asistir a las clases de un profesor y ser uno de sus estudiantes. Puede haber contacto sin comunión; puede- haber relación sin comunicación. «Todos somos hijos de Dios», se oye decir con frecuencia, y con razón si nos referimos a que todos Le debemos a Dios que nos haya creado y nos conserve la vida; pero sólo algunos llegan a ser hijos de Dios con la profundidad e intimidad de la verdadera relación entre Padre e hijos. Juan proclama que sólo podemos entrar en esa relación real y verdadera de hijos con Dios por medio de Jesucristo. Cuando Juan dice que esto no viene de la sangre, está expresando la convicción judía de que un hijo nacía de la unión de la simiente del padre con la sangre de la madre. Esta condición de hijos no es el resultado de ningún impulso o deseo humano, ni de ningún acto de la voluntad humana; procede exclusivamente de Dios. No podemos hacernos a nosotros mismos hijos de Dios; tenemos que entrar en la relación con Dios que El nos ofrece. Nadie puede entrar nunca en una relación de amistad con Dios por su propia voluntad y capacidad; hay una gran sima entre lo humano y lo divino. El hombre sólo puede entrar en amistad con Dios cuando Dios mismo le abre el camino.
Pensemos otra vez en términos humanos. Un plebeyo no puede acercarse a un rey para ofrecerle su amistad; si ha de producirse tal amistad tendrá que ser el rey el que la inicie y establezca. Eso es lo que sucede entre nosotros y Dios: no podemos entrar en relación con Él por nuestra voluntad o méritos, porque somos seres humanos y Él es Dios. Sólo puede ser cuando Dios; en Su gracia que no podemos merecer de ninguna manera, condesciende a abrirnos el camino.
Pero esto tiene también su lado humano. Lo que Dios ofrece, el hombre se lo tiene que apropiar. Puede que un padre humano le ofrezca a su hijo su amor, su consejo y su amistad, y que el hijo no los acepte y siga su propio camino. Así sucede con Dios: El nos ofrece el derecho de llegar a ser hijos, pero no nos obliga a aceptarlo. Como lo aceptamos es creyendo en el nombre de Jesucristo. ¿Qué quiere decir eso? El pensamiento y el lenguaje hebreos usaban el nombre de una manera que nos resulta extraña. Con esa expresión los judíos no se referían tanto al nombre propio de una persona como a su naturaleza en tanto en cuanto era revelada o conocida. Por ejemplo, en el Salmo 9:10 el salmista dice: «En Ti confiarán los que conocen Tu nombre.» Está claro que eso no quiere decir «los que saben que Te llamas Jehová,» sino los que conocen el carácter de Dios, Su naturaleza, cómo es Dios; ésos son los que están dispuestos a poner su confianza en Dios para todo. En el Salmo 20:7, dice el salmista: «Algunos presumen de carros, y otros de caballos; mas nosotros nos gloriamos en el nombre del Señor nuestro Dios.» Está claro que esto no quiere decir que hacemos alarde de que Dios se llama Jehová. Quiere decir que algunos ponen su confianza en medios materiales, pero nosotros la ponemos en Dios porque sabemos cómo es.
Confiar en el nombre de Jesús, por tanto, quiere decir poner nuestra confianza en lo que Él es. Él era y es la encarnación de la amabilidad y del amor y de la ternura y del servicio. La gran doctrina central de Juan es que en Jesús vemos la misma Mente de Dios, Su actitud para con los hombres. Si de veras creemos eso, entonces también creemos que Dios es como Le vemos en Jesús: tan amable y amoroso como era Jesús. Creer en el nombre de Jesús es creer que Dios es como Él; y es sólo cuando; creemos eso cuando podemos someternos a Dios y llegar a ser Sus hijos. A menos que hayamos visto en Jesús cómo es Dios, nunca nos atreveríamos a creer que podemos llegar a ser Sus hijos. Es lo que es Jesús lo que nos abre la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios.
Y la Palabra de Dios se hizo una Persona, y tomó residencia en nuestro ser, lleno de gracia y realidad;. y nosotros miramos con-nuestros propios ojos: Su gloria, gloria como la que recibe, de su padre un hijo único.
Aquí llegamos a la afirmación en la que se resume todo el tema que Juan desarrolla en su Evangelio. Ha meditado y escrito acerca de la Palabra de Dios, esa Palabra poderosa, creadora y- dinámica, que fue el Agente de la creación; esa Palabra guiadora, directora, controladora, que pone orden en el universo y en la mente humana. Estas ideas les resultaban conocidas y familiares tanto a los judíos como a los griegos. Y ahora dice la cosa más sorprendente y maravillosa de todas: «Esta Palabra que creó el mundo, esta Razón que mantiene el orden del universo, se ha hecho una Persona Que hemos visto con nuestros propios ojos.» La palabra que usa Juan para ver es theasthai; aparece en el Nuevo Testamento más de veinte veces, y siempre refiriéndose a la vista física. No se trata de una visión espiritual que se percibe con los ojos del alma o de la mente. Juan declara que la Palabra vino de hecho a la Tierra en forma humana, Que podía verse con los ojos de la cara. Dice: «Si queréis, ver cómo es esta Palabra creadora, esta Razón ordenadora, mirad a Jesús de Nazaret.»
Aquí es donde Juan se remonta por encima de todos los pensamientos anteriores. Esto es algo totalmente nuevo que Juan introdujo en el mundo griego al que dirige su libro. Agustín de Hipona dijo más tarde que, en los días anteriores a su conversión al Evangelio había leído y estudiado a los grandes filósofos paganos, que le habían enseñado muchas cosas; pero que la Palabra se había hecho carne no lo había leído en ninguno de ellos.
Para los griegos esto era algo completamente imposible. El que Dios pudiera asumir un cuerpo era algo que a un griego no se le podía ocurrir ni soñar. Para los griegos, el cuerpo era un mal, una prisión en la que el alma estaba arrojada, o una tumba en la que estaba confinado el espíritu. Plutarco, el antiguo sabio griego, ni siquiera podía creer que Dios pudiera controlar, directamente los acontecimientos de este mundo; más bien tenía que hacerlo por medio de diputados o intermediarios; porque -así lo veía Plutarco- sería sencillamente blasfemo el involucrar a Dios en los asuntos de este mundo. El gran emperador romano estoico Marco Aurelio despreciaba el cuerpo en comparación con el espíritu. «Desprecia por tanto la carne -decía-, la sangre y los huesos y el entramado revuelto de nervios y venas y arterias.» «La composición del cuerpo entero está sujeta a corrupción»
Y de pronto aparece una novedad totalmente sorprendente: que Dios pudiera y estuviera dispuesto a llegar a ser una persona humana y entrar en esta vida que nosotros vivimos, que la eternidad pudiera aparecer en el tiempo, que el Creador pudiera aparecer en la creación de tal manera que los ojos humanos de hecho Le pudieran ver. Tan alucinantemente nueva era esta concepción de Dios en forma humana que no era sorprendente que hubiera algunos, aun en la Iglesia, que no lo pudieran creer. Lo que dice Juan es que la Palabra se hizo sarx. Ahora bien, sarx es la misma palabra que Pablo usa una y otra vez para describir lo que él llamaba la carne, la naturaleza humana en toda su debilidad y propensión al pecado. La misma idea de tomar esta palabra y aplicársela a Dios era algo que alucinaba sus mentes, así es que surgió en la Iglesia un grupo de personas que se llamaron los docetistas. Dokein es la palabra griega que quiere decir parecer ser. Esas personas mantenían que Jesús, de hecho, era solamente un fantasma; que Su cuerpo humano no era un cuerpo real; que Él no podía sentir de veras hambre o cansancio, tristeza o dolor; que lo que era en realidad era un espíritu desencarnado que se presentaba en una forma que parecía humana. Juan se opuso a estas personas mucho más directamente en su Primera Epístola: «En esto se conoce el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en la carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios. Este es el espíritu del anticristo» (1 Juan 4:2). Es verdad que esta herejía surgió de una especie de reverencia equivocada, que se resistía a reconocer que Jesús era total y real y verdaderamente humano. Para Juan eso contradecía a todo el Evangelio. Bien puede pasar que a veces estemos tan preocupados por conservar la verdad de que Jesús era plenamente divino que tendamos a olvidar el hecho de que era absolutamente humano. La Palabra se hizo carne -aquí, mejor que en ningún otro pasaje del Nuevo Testamento, se proclama gloriosamente la plena humanidad de Jesús. En Jesús vemos el poder creador de Dios, la Razón ordenadora de Dios, asumiendo la plena humanidad. En Jesús vemos a Dios viviendo la vida humana de una persona cualquiera. Suponiendo que no dijéramos nada más de Jesús, todavía podríamos decir que nos mostró como viviría Dios esta vida que vivimos nosotros.
Aunque no pudiéramos decir nada más que Le debemos a Jesús, esto sí podemos decir: que nos mostró cómo viviría Dios esta vida que vivimos nosotros y, por tanto, que Jesús nos ha mostrado cómo quiere Dios que vivamos.
Bien se podría decir que este es el versículo más importante de todo el Nuevo Testamento. Debemos por tanto pasar un tiempo considerable estudiándolo para penetrar más de lleno en sus riquezas.
Ya hemos visto que hay algunas grandes palabras que le bullen a Juan en la mente y dominan su pensamiento y son los temas con los que se elabora todo su mensaje. Aquí tenemos otras tres de esas palabras.
(i) La primera es gracia. Esta palabra contiene siempre dos ideas básicas.
(a) Siempre incluye la idea de algo que es totalmente inmerecido, que no podríamos nunca ganarnos o conseguir por nosotros mismos. El hecho de que Dios viniera a la Tierra a vivir y a morir por nosotros no fue nada que la humanidad hubiera merecido, sino un acto de puro amor por parte de Dios. La palabra gracia subraya al mismo tiempo la pobreza desesperada de la humanidad y la ilimitada generosidad de Dios.
(b) Siempre incluye la idea de belleza. En griego moderno quiere decir encanto. En Jesús vemos el atractivo irresistible de Dios. Se había pensado en Él -en términos de fuerza, de majestad y de juicio; como un poder capaz de aplastar toda oposición y derrotar toda rebelión; pero en Jesús nos encontramos con la sencilla amabilidad de Dios.
(ii) La segunda es verdad. Esta palabra es una de las notas dominantes del Cuarto Evangelio. Nos la encontramos una y otra vez. Aquí no podemos más que reunir y resumir lo que Juan tiene que decir acerca de Jesús y la verdad.
(a) Jesús es la encarnación de la verdad. Él dijo: «Yo soy la verdad» (Juan 14:6). Para ver la verdad tenemos que mirar a Jesús. Aquí hay algo infinitamente precioso para todas las almas y mentes sencillas. Son los menos los que pueden captar las ideas abstractas; la mayor parte de nosotros tenemos que ver las cosas para entenderlas.
Podríamos pasar mucho tiempo pensando y discutiendo, y no nos acercaríamos a una definición satisfactoria de lo que es la belleza; pero, si podemos señalar a una persona en la que brille esa cualidad y decir: «¡Eso es belleza!», todos estaremos de acuerdo y lo veremos claro. Desde que la humanidad empezó a pensar en Dios se viene intentando definir Quién y Qué es… y sus mentes diminutas no consiguen llegar a una definición satisfactoria. Pero ahora podemos dejar de pensar por nosotros mismos, y mirara Jesucristo y decir: «¡Así es como es Dios!» Jesús no vino para hablar de Dios, sino para mostrar cómo es Dios, para que la persona más sencilla pudiera conocerle tan íntimamente como el más grande de los filósofos.
(b) Jesús es el comunicador de la verdad. Les dijo a Sus discípulos que, si seguían con Él, conocerían la verdad (Juan 8:31). Le dijo a Pilato que el objeto de Su venida a este mundo había sido dar testimonio de la verdad (Juan 18:37). La gente se agolpará para escuchar a un maestro o predicador que pueda ofrecerles alguna dirección en el embarullado negocio de la vida y el pensamiento. Jesús es el único Que, en medio de las sombras; puede aclarar las cosas; el único Que, en las múltiples encrucijadas de la vida, nos puede indicar el verdadero camino; el único Que, en los confusos momentos de la decisión, nos permite escoger correctamente; el único Que, entre las muchas voces que reclaman nuestra atención y nuestra lealtad, nos dice lo que debemos creer.
(c) Aunque Jesús ya no está corporalmente en la Tierra, nos ha dejado Su Espíritu para que nos guíe a toda la verdad. Su Espíritu es el Espíritu de la verdad (Juan 14:17; 15:26; 16:13). No se limitó a dejarnos un libro de instrucciones y un cuerpo de doctrina. No tenemos que buscar en un libro de texto difícil de entender para descubrir lo que tenemos que hacer. Todavía, hasta el día de hoy, podemos preguntarle a Jesús lo que tenemos que hacer, porque Su Espíritu está con nosotros en cada paso del camino.
(d) La verdad es lo que nos hace libres (Juan 8:32). Siempre hay un cierto poder libertador en la verdad. Los niños adquieren a menudo ideas fantásticas y erróneas acerca de las cosas cuando piensan por sí mismos; y a menudo les producen miedo. Cuando se les dice la verdad, se emancipan de sus temores. Puede- que una persona tenga miedo de estar enferma; si va al médico, aunque el diagnóstico sea malo, se librará por lo menos de los temores vagos que antes la asediaban. La verdad que Jesús nos trae nos libera de la alienación de Dios; nos libera de la frustración, de nuestros temores y debilidades y derrotas. Jesucristo es el mayor libertador del mundo.
(e) La verdad puede causar resentimiento. Hubo quienes trataron de matar a Jesús porque les había dicho la verdad (Juan 8:40). La verdad puede que condene a una persona; puede que le indique lo muy equivocada que estaba.
«La verdad -decían los filósofos cínicos- puede ser tan irritante como la luz para los ojos doloridos.» Los cínicos declaraban que el maestro que no ha molestado nunca a nadie, nunca le ha hecho a nadie ningún bien. Puede que la gente cierre los oídos y las mentes a la verdad, que maten al que se la dice… pero la verdad permanece. Nadie ha destruido jamás la verdad por negarse a escuchar la voz que se la presentaba; y la verdad acabará por alcanzarle, más, tarde o más temprano.
(f) La verdad se puede rechazar (Juan 8:45). Hay dos razones principales para no creer: porque es demasiado buena para ser verdad, o porque se está demasiado ligado a medias verdades de las que no se puede soltar. En muchos casos una media verdad es el peor enemigo de -la verdad total.
(g) La verdad no es nada abstracto, sino algo que hay que hacer (Juan 3:21). Es algo que hay que conocer con la mente, aceptar con el corazón y poner por obra en la vida.
Toda una vida de estudio y pensamiento no podría abarcar toda la verdad de este versículo. Ya hemos considerado dos de: las grandes palabras temáticas que contiene; ahora estudiaremos la tercera, gloria. Una y otra vez Juan la usa en relación con Jesucristo. Primero veremos lo que dice Juan acerca de la gloria de Cristo, y después veremos si podemos entender un poco de lo que quiso decir.
(i) La vida de Jesucristo fue una manifestación de gloria. Cuando realizó el milagro del agua hecha vino en Caná de Galilea, Juan dice que Jesús manifestó Su gloria (Juan 2:11). El ver a Jesús y experimentar Su poder y Su amor era entrar en una nueva gloria.
(ii) La gloria que Jesús manifiesta es la gloria de Dios. No es de la humanidad donde la ha recibido (Juan 5:41). Él no buscaba Su propia gloria, sino la del Que Le había enviado (Juan 7:18). Es Su Padre el Que Le glorifica (Juan 8:50, 54). Es la gloria de Dios la que verá Marta en la resurrección de Lázaro (Juan 11:4). La resurrección de Lázaro es para la gloria de Dios, para que el Hijo sea glorificado (Juan 11:4). La gloria que estaba en Jesús, rodeándole, que brillaba y actuaba en Él, es la gloria de Dios.
(iii) Y sin embargo, esa gloria Le era exclusiva. Al final Le pide a Dios que Le glorifique con la gloria que tenía antes que empezara el mundo (Juan 17:5). No irradia una luz prestada; Su gloria es Suya, y lo es por derecho propio.
(iv) La gloria que es Suya es la que ha transmitido a Sus discípulos; El les ha dado la gloria que el Padre Le había dado a Él (Juan 17:22). Es como si Jesús participara de la gloria de Dios, y Sus discípulos participaran de la gloria de Cristo. La venida de Jesús es la venida de la gloria de Dios a la humanidad.
¿Qué quiere decir Juan con todo esto? Para contestar tenemos que volver al Antiguo Testamento. Entre los judíos era muy entrañable la idea de la Shejina. Shejina quiere decir lo que mora, y se usaba para la presencia visible de Dios en medio de Su pueblo. Repetidas veces nos encontramos en el Antiguo Testamento con la idea de que había ciertos momentos en los que la gloria de Dios se hacía visible. En el desierto, antes del maná, los israelitas «miraron hacia el desierto, y he aquí que la gloria del Señor apareció en la nube» (Éxodo 16:10). Antes de la promulgación de los Diez Mandamientos, «la gloria del Señor reposó sobre el monte Sinaí» (Éxodo 24:16). Cuando el tabernáculo estuvo instalado y equipado, «la gloria del Señor llenó el tabernáculo»(Éxodo 40:34). Cuando se dedicó el templo de Salomón, los sacerdotes no podían entrar a ministrar «porque la gloria el Señor había llenado la casa del Señor» (1 Reyes 8:11). Cuando Isaías tuvo la visión en el templo, oyó cantar al coro angélico que «toda la Tierra está llena de Su gloria» (Isaías 6:3). Ezequiel vio en éxtasis «la semejanza de la gloria del Señor» (Ezequiel 1:18). En el Antiguo Testamento la gloria del Señor aparecía a veces en situaciones cuando el Señor estaba muy cerca.
La gloria del Señor quiere decir sencillamente la presencia de Dios. Juan usa una ilustración hogareña: Un padre le da a su hijo único su propia autoridad y su propio honor. El príncipe heredero es investido con toda la gloria regia de su padre. Eso es lo que sucedió con Jesús: cuando vino a la Tierra, la humanidad vio en Él el esplendor de Dios, y en el corazón de ese esplendor estaba el amor. Cuando Jesús vino al mundo se vio en Él la maravilla de Dios, y esa maravilla era amor. Se vio que la gloria de Dios y el amor de Dios eran una y la misma cosa. La gloria de Dios no es la de un tirano despótico, sino el esplendor del amor ante el que caemos, no de terror, sino «perdidos de admiración, amor y alabanza» como dice un himno famoso.