Cuando Jesús terminó de dar instrucciones a sus doce discípulos, se fue de allí a enseñar y anunciar el mensaje en los pueblos de aquella región. Juan, que estaba en la cárcel, tuvo noticias de lo que Cristo estaba haciendo, pues sus seguidores se las contaron. Llamó a dos de ellos y los envió al Señor, a que le preguntaran si él era de veras el que había de venir, o si debían esperar a otro. Los enviados de Juan se acercaron, pues, a Jesús y le dijeron: Juan el Bautista nos ha mandado a preguntarte si tú eres el que ha de venir, o si debemos esperar a otro. En aquel mismo momento Jesús curó a muchas personas de sus enfermedades y sufrimientos, y de los espíritus malignos, y dio la vista a muchos ciegos. Luego les contestó: Jesús les contestó:
Vayan y díganle a Juan lo que están viendo y oyendo. Cuéntenle que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso aquel que no encuentre en mí motivo de tropiezo, dichoso aquel que no pierda su fe en mí! Cuando ellos se fueron, Jesús comenzó a hablar a la gente acerca de Juan, diciendo: ¿Qué salieron ustedes a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Y si no, ¿qué salieron a ver? ¿Un hombre vestido lujosamente? Ustedes saben que los que se visten lujosamente y viven en placeres, están en las casas de los reyes. En fin, ¿a qué salieron? ¿A ver a un profeta? Sí, de veras, y a uno que es mucho más que profeta. Juan es aquel de quien dice la Escritura: Yo envío mi mensajero delante de ti, para que te prepare el camino. Les aseguro que, entre todos los hombres, ninguno ha sido más grande que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Todos los que oyeron a Juan, incluso los que cobraban impuestos para Roma, se hicieron bautizar por él, cumpliendo así las justas exigencias de Dios; pero los fariseos y los maestros de la ley no se hicieron bautizar por Juan, despreciando de este modo lo que Dios había querido hacer en favor de ellos. Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los que usan la fuerza pretenden acabar con él. Todos los profetas y la ley fueron solo un anuncio del reino, hasta que vino Juan; y, si ustedes quieren aceptar esto, Juan es el profeta Elías que había de venir. Los que tienen oídos, oigan. ¿A qué compararé la gente de este tiempo? Se parece a los niños que se sientan a jugar en las plazas y gritan a sus compañeros: Tocamos la flauta, pero ustedes no bailaron; cantamos canciones tristes, pero ustedes no lloraron. Porque vino Juan el Bautista, que ni come ni bebe, y dicen que tiene un demonio. Luego ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen que es glotón y bebedor, amigo de gente de mala fama y de los que cobran impuestos para Roma. Pero la sabiduría de Dios se demuestra por sus resultados. Mateo 11:1-19; Lucas 7:18-35
El acento de la confianza
La carrera de Juan el Bautista había acabado en tragedia. Juan no tenía por costumbre dorarle la píldora a nadie; y no podía ver el mal sin señalarlo. En muchas ocasiones, y en una especialmente, había hablado demasiado atrevidamente y demasiado claro para su propia seguridad.
Herodes Antipas de Galilea le había hecho una visita a su hermano en Roma. Durante esa visita había seducido a la mujer de su hermano. Cuando volvió a su casa, despidió a su mujer y se casó con su cuñada, a la que había apartado de su marido. Juan reprendió a Herodes pública e inflexiblemente. Nunca fue sin riesgo el reprender a un déspota oriental, y Herodes se vengó; metió a Juan en la mazmorra del castillo de Maqueronte, en las montañas cerca del Mar Muerto.
Para cualquier hombre aquello habría sido una suerte terrible; pero era incalculablemente peor para Juan el Bautista. Él era un hijo del desierto; había vivido siempre en los amplios espacios abiertos, con el viento limpio en el rostro y la espaciosa bóveda del cielo por techo. Y ahora estaba confinado en una mazmorra pequeña y subterránea entre recios muros. Para un hombre como Juan, que tal vez no había vivido nunca en una casa, esto debe de haber sido agonía.
En el castillo escocés de Carlisle hay una pequeña celda. Una vez hace mucho tuvieron allí encerrado durante años a un jefe de las tribus fronterizas. En esa celda no hay más que una ventana pequeña, situada demasiado arriba para que una persona pudiera mirar por ella poniéndose en pie. En el alféizar de la ventana hay dos depresiones desgastadas en la piedra. Son las huellas de las manos del jefe prisionero, los lugares donde, día tras día, se encaramaba para mirar con ansia los verdes valles que no volvería a cabalgar ya nunca.
Juan debe de haber sufrido una experiencia semejante; y no debe sorprendernos, y menos debemos criticarlo, el que surgieran en su mente ciertos interrogantes. Había estado seguro de que Jesús era el Que había de venir. Ese era uno de los nombres más corrientes del Mesías que los judíos esperaban con tan ansiosa expectación: y tanto los que iban delante como los que iban detrás, gritaban: ¡Hosana! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! (Marcos 11:9); Pues miren, el hogar de ustedes va a quedar abandonado; y les digo que no volverán a verme hasta que llegue el tiempo en que ustedes digan: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! (Lucas 13:35); Decían: ¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! (Lucas 19:38); Pues la Escritura dice: Pronto, muy pronto, vendrá el que tiene que venir. No tardará. (Hebreos 10:37); ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Bendecimos a ustedes desde el templo del Señor. (Salmo 118:26). Un condenado a muerte no puede permitirse esas dudas; tiene que estar seguro; así que Juan Le envió sus discípulos a Jesús con la pregunta: «¿Eres Tú el Que ha de venir, o tenemos que seguir esperando a otro?» Esa pregunta podía encerrar muchas cosas.
(i) Algunos piensan que aquella pregunta se hizo, no por causa de Juan, sino por causa de sus discípulos.
Puede ser que cuando Juan y sus discípulos hablaran en la prisión, los discípulos le preguntaran si Jesús era de veras el Que había de venir, y que la respuesta de Juan fuera: «Si tenéis alguna duda, id a ver lo que está haciendo Jesús.» En ese caso, fue una buena respuesta. Si alguien se pone a discutir con nosotros sobre Jesús, y a poner en duda Su supremacía, la mejor de todas las respuestas no sería contestar a unos argumentos con otros, sino decir: «Dale tu vida, y verás lo que El puede hacer con ella.» La suprema demostración de Quién es Cristo no se alcanza en el debate intelectual, sino se experimenta en Su poder transformador.
(ii) Puede que la pregunta de Juan surgiera de su impaciencia. Su mensaje había sido un mensaje de juicio: Pero cuando Juan vio que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: «¡Raza de víboras! ¿Quién les ha dicho a ustedes que van a librarse del terrible castigo que se acerca? Pórtense de tal modo que se vea claramente que se han vuelto al Señor, y no presuman diciéndose a sí mismos: ‹Nosotros somos descendientes de Abraham›; porque les aseguro que incluso a estas piedras Dios puede convertirlas en descendientes de Abraham. El hacha y a está lista para cortar los árboles de raíz. Todo árbol que no da buen fruto, se corta y se echa al fuego. yo, en verdad, los bautizo con agua para invitarlos a que se vuelvan a Dios; pero el que viene después de mí los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego. Él es más poderoso que yo, que ni siquiera merezco llevarle sus sandalias. Trae su pala en la mano y limpiará el trigo y lo separará de la paja. Guardará su trigo en el granero, pero quemará la paja en un fuego que nunca se apagará. (Mateo 3:7-12).
El hacha estaba a la raíz del árbol; el proceso de aventar había comenzado; el fuego divino del juicio purificador había empezado a arder. Puede que Juan estuviera preguntándose: «¿Cuándo va a empezar Jesús Su obra? ¿Cuándo va a barrer a Sus enemigos? ¿Cuándo va a empezar el día de la santa destrucción?» Bien puede ser que Juan estuviera impaciente con Jesús porque no actuaba de la manera que él esperaba. Los que esperen una ira salvaje siempre se llevarán el chasco con Jesús; pero los que esperen el amor nunca serán defraudados.
(iii) Unos pocos han pensado que esta pregunta era nada menos que la del amanecer de una fe y esperanza.
Juan había visto a Jesús en Su bautismo; en la prisión había pensado más y más en Él; y cuanto más pensaba, tanto más seguro estaba de que Jesús era el Que había de venir; y ahora ponía a prueba todas sus esperanzas en esta única pregunta. Puede que ésta no sea la pregunta de un hombre impaciente y desesperanzado, sino la de uno que empieza a vislumbrar la luz de la esperanza, y que pregunta exclusivamente para confirmarla.
Y entonces vino la respuesta de Jesús; y en ella oímos el acento de la confianza. La respuesta de Jesús a los discípulos de Juan fue: «Volved, y no le digáis a Juan lo que Yo digo; decidle la que está sucediendo.» Jesús demandaba que se le sometiera a la más dura de las pruebas: la de las obras.
Jesús es la única Persona que ha demandado nunca el ser juzgado sin paliativos, no por lo que decía, sino por lo que hacía. El desafío de Jesús sigue en pie. Él no dice tanto: «Escucha lo que tengo que decirte,» como: «Mira lo que puedo hacer por ti; mira lo que he hecho por otros.» Las cosas que Jesús hizo en Galilea las sigue haciendo. En Él se les abren los ojos a los que están ciegos a la verdad acerca de sí mismos, acerca de sus semejantes y acerca de Dios; en Él se les afirman los pies a los que nunca fueron suficientemente fuertes para mantenerse en el buen camino; en Él quedan limpios los contaminados con la enfermedad del pecado; en Él empiezan a oír los que eran sordos a la voz de la conciencia y de Dios; en Él resucitan a una vida nueva y hermosa los que estaban muertos e impotentes en las garras del pecado; en Él los más pobres heredan las riquezas del amor de Dios.
Por último, aparece la advertencia: «Bienaventurado el que no se escandaliza de Mí.» Esto se refería a Juan, porque había captado sólo media verdad. Juan predicó el evangelio de la santidad divina con la destrucción divina. Jesús predicó el Evangelio de la santidad divina con el amor divino.
Así que Jesús le dice: «Puede que no esté haciendo las cosas que tú esperabas; pero los poderes del mal están siendo derrotados, no por un poder irresistible, sino por un amor inalterable.» Algunos pueden escandalizarse de Jesús porque Jesús parece violar las ideas que ellos tienen de lo que debe ser la religión.
El acento de la admiración
Cuando iban por el camino, Jesús empezó a hablarle de Juan a la gente: ¿Qué fue lo que salisteis a ver al desierto? ¿Era una caña que sacudía el viento? Si no era eso, ¿qué fue lo que salisteis a ver? ¿Fuisteis a ver a uno que iba vestido con ropas de lujo? Fijaos: los que se visten lujosamente se encuentran en los palacios de los reyes. Entonces, si no fue eso, ¿qué fue lo que salisteis a ver? ¿Era un profeta? Claro que sí, os lo aseguro; y más que un profeta. De él fue de quien se escribió: «Fíjate, Yo envío por delante de Ti a Mi mensajero para que Te vaya preparando el camino.» Esto que os digo es la pura verdad: entre todos los nacidos de madre no ha surgido jamás en la Historia ninguna figura por encima de Juan el Bautista; pero el más pequeñito en el Reino del Cielo es más que él.
De pocas personas hizo Jesús un elogio tan extraordinario como de Juan el Bautista. Empezó preguntándole a Su audiencia qué fue lo que salieron a ver al desierto cuando salieron en masa al encuentro de Juan.
(i) ¿Salieron a ver una caña sacudida por el viento? Eso puede querer decir una de dos cosas.
(a) En las orillas del Jordán crecían muchas cañas; y la frase «Una caña sacudida» era una especie de proverbio para referirse a la cosa más corriente del mundo. Cuando la gente bajada a manadas a ver a Juan, ¿salían a ver algo tan ordinario como las cañas que mece el viento a las orillas del Jordán?
(b) Una caña sacudida puede querer decir una persona débil e insegura, uno que no podía mantenerse firme frente a los vientos del peligro mejor que una caña a la orilla del río podía estar erguida cuando soplaba el viento del desierto.
Cualquier cosa que fuera lo que la gente se lanzó al desierto a ver, seguro que no fueron a ver a una persona vulgar y corriente. El mismo hecho de salir en multitudes era prueba de lo extraordinario que era Juan, porque nadie cruzaría la calle, y mucho menos andaría por el desierto, para ver a una especie de persona de lo más corriente. Cualquiera que fuera lo que salieron a ver, no era una persona débil y vacilante. El señor Flexible de El Peregrino no acabó en la cárcel como los mártires de la verdad. Juan no era ni tan ordinario como una caña sacudida, ni tan flojucho como una caña que se inclina haciendo reverencias ante cualquier brisa.
(ii) ¿Habían salido a ver a alguien que llevara una ropa lujosa y delicada?
Tal persona sería un cortesano, y eso sí que no era Juan: no sabía nada de la afectación ni de los halagos de las cortes; cumplía la peligrosa misión de decirles la verdad a los reyes. Era embajador de Dios, no cortesano de Herodes.
(iii) ¿Habían salido a ver a un profeta?
El profeta es el pregonero de la verdad de Dios. Es la persona de confianza de Dios. «Está claro que Dios no hará nada sin declararle Su plan a Sus siervos los profetas» (Amós 3:7). El profeta es dos cosas: es la persona que trae un mensaje de Dios, y que además tiene el valor de proclamar ese mensaje. Es una persona que tiene en su mente la sabiduría de Dios, la verdad de Dios en los labios y el coraje de Dios en el corazón. Todo eso era Juan.
(iv) Pero Juan era algo más que un profeta.
Los judíos tenían, y tienen todavía, una creencia fija. Creían que antes que viniera el Mesías volvería Elías para anunciar Su llegada. Hasta el día de hoy, cuando una familia judía celebra la Pascua, dejan un asiento vacante para Elías. «Fijaos: Yo os enviaré al profeta Elías antes que llegue el Día grande y terrible del Señor» (Malaquías 4:5). Jesús declaró que Juan era nada menos que el heraldo divino cuya misión y cuyo privilegio sería anunciar la llegada del Mesías. Juan era nada menos que el heraldo de Dios, y no se puede tener una misión más gloriosa que esa.
(v) Tal fue el maravilloso tributo que Jesús dedicó a Juan con acento de admiración. No había habido nunca una figura más gloriosa en la Historia; y entonces leemos la sorprendente declaración: «Pero el más pequeñito en el Reino del Cielo es más que él.»
Aquí tenemos una verdad completamente general. Con Jesús vino al mundo algo totalmente nuevo. Los profetas eran estupendos; pero con Jesús surgió algo todavía mayor, y un mensaje todavía más maravilloso. C. G. Montefiore, un judío no cristiano, escribe: « El Cristianismo determina una nueva era en la historia religiosa y en la civilización humana. Lo que el mundo Le debe a Jesús y a Pablo es incalculable; nada puede ya ser, ni se puede ya pensar, como antes de que vivieran estos dos grandes hombres.» Hasta uno que no es cristiano tiene que admitir que ya nada puede ser lo mismo que antes de que Jesús viniera.
Pero, ¿qué era lo que le faltaba a Juan? ¿Qué es lo que tiene un cristiano que Juan no pudiera tener? La respuesta es sencilla y fundamental: Juan no vio nunca la Cruz. Por tanto, había algo que Juan no podía conocer: la plena revelación del amor de Dios. Conocía, sí, la santidad de Dios; y podía proclamar la justicia de Dios; pero al amor de Dios en toda su plenitud no lo llegó a conocer.
No tenemos más que oír el mensaje de Juan y el de Jesús. Nadie podría llamar el mensaje de Juan un evangelio, una buena noticia; era básicamente una amenaza de destrucción. Hizo falta Jesús, con Su Cruz, para mostrar a la humanidad la longitud, anchura, profundidad y altura del amor de Dios. Es algo inmensamente maravilloso que le es posible al más humilde cristiano saber más acerca de Dios que al mayor de los profetas del Antiguo Testamento. El que ha visto la Cruz ha visto el corazón de Dios de una manera que ninguno que viviera antes de la Cruz habría podido ver. Es indudable que el más pequeño en el Reino del Cielo es mayor que cualquiera que viviera antes. Así es que Juan tuvo el destino que a veces corresponde a algunas personas; tuvo la misión de señalar a otros una grandeza en la que él mismo no pudo entrar. A algunas personas se les concede ser indicadores que señalan a Dios. Señalan hacia un nuevo ideal y una nueva grandeza en la que otros entrarán, pero ellos no. Rara vez es un gran reformador el primero que ha luchado por la reforma con la que se relaciona su nombre. Muchos que le precedieron vislumbraron la gloria, a menudo también trabajaron por ella, y aun a veces murieron por ella.
Alguien ha relatado cómo desde las ventanas de su casa solía observar todas las tardes a un farolero que pasaba por las calles encendiendo los faroles – ¡y aquel farolero era ciego! Llevaba a otros la luz que él mismo no podía percibir. Que nadie se desanime si en la iglesia o en cualquier otro lugar de la vida el sueño que ha soñado y por el que se ha afanado no se materializa antes del final de su día. Dios necesitaba a Juan; Dios necesita Sus indicadores ~ que señalan el camino a la humanidad, aunque ellos no lleguen al destino que señalan.
Cuenta una historia que Dios le dijo a su siervo: «Cada día empuja con todas tus fuerzas la gran roca que está junto a la puerta de tu cabaña».
El hombre hizo y perseveraba fielmente en lo que el Señor le pidió. Día tras día, antes de ir a sus trabajos, el hombre empujaba la gran piedra con todas sus fuerzas… pero esta no se movía.
Después de muchos años el siervo de Dios aun perseveraba obediente, pero comenzó a sentirse frustrado, pues la roca no se había movido un milímetro. Finalmente le dijo al Señor: «Ya estoy viejo y cada día he empujado la roca, pero esta no se ha movido ¿Por que he fracasado?»
El Señor le respondió con profundo amor: «Querido hijo, cuando te pedí que empujaras la roca no era con el fin de que esta se moviera. Quise mas bien enseñarte a dominar tu cuerpo, a fortalecer tu alma por medio de la disciplina, a conocer tus fortaleza y tus límites. Empujando la roca con perseverancia has aprendido a vencer la tentación del demonio que te decía que era inútil y has fortalecido tu fe. Además, Yo sabía que tus enemigos eran fuertes y vendrían contra ti. Por eso quise que ejercitaras tu cuerpo. Gracias a tu perseverancia, empujando la piedra cada día, desarrollaste una gran fortaleza física y tus enemigos no han podido contra ti. Ahora eres fuerte espiritual y físicamente. Has vencido al demonio y a tus enemigos de la tierra. ¿Crees que fracasaste?. Cierto, no has movido la roca, pero tu misión era solo ser obediente y empujar para que yo cumpla en ti mis designios. Lo has conseguido. Ahora, querido hijo, Yo moveré la roca».
La palabra de Dios encierra un misterio que sobrepasa nuestra razón. Dios nos pide confianza y perseverancia. Dios te ha enseñado su camino. ¡Obedécele y persevera! Cuando todo parezca ir mal… ¡obedecele y persevera! Cuando todo parece que no tiene sentido… ¡obedecele y persevera! Cuando estés agotado por el trabajo… ¡obedecele y persevera! Cuando la gente simplemente no comprende tu fidelidad a Dios… ¡obedecele y persevera!
Juan le envió mensajeros a Jesús para preguntarle si era Él el Mesías o si tenían que seguir esperando a otro. Fijémonos en la prueba que Jesús le ofreció. Le indicó hechos. Los enfermos, los dolientes y los pobres humildes estaban experimentando el poder de Dios y escuchando la Buena Noticia. Esa no era la respuesta que muchos judíos habrían esperado.
Si Jesús era el Mesías, el Rey ungido de Dios, habrían esperado: «Mis ejércitos están en marcha. Cesarea, el cuartel general de los romanos, está a punto de caer. Se están borrando del mapa los pecadores. El juicio ha comenzado.» Pero lo que le dijo Jesús fue: «La misericordia de Dios está aquí.» Esa era la respuesta a Juan, que tal vez otros no habrían sabido comprender. Era más clara que un «sí» rotundo. Está claro que Juan conocía las Escrituras, y esperaba y anunciaba a un Mesías que cumpliría las profecías del «Siervo de Jehová», y que sería «El Cordero de Dios que carga con el pecado del mundo.» Y Jesús le dice que se están cumpliendo las señales por las que los profetas habían anunciado que se reconocería al Mesías. Donde se mitiga el dolor y la tristeza se cambia en gozo, donde se destierran el sufrimiento y la muerte, allí está manifestándose el Reino de Dios. La respuesta de Jesús fue: « ¡Volved a Juan a decirle que el amor de Dios está aquí!»
Cuando ya se habían ido los mensajeros de Juan, Jesús le dedicó el mayor elogio imaginable. Las multitudes habían salido al desierto para ver y oír a Juan, que no era precisamente una caña que se meciera al viento. Eso podía querer decir una de dos cosas.
Los judíos esperaban que apareciera un gran profeta del pasado, Elías, para preparar el camino y anunciar la llegada del Rey ungido de Dios. Juan fue ese heraldo del Altísimo. Jesús le coloca por encima de todas las grandes figuras de la historia de Israel y del mundo, entre los que se encuentran hombres como Abraham y Moisés, que los judíos consideraban insuperables y aun incomparables. Jesús reconoce claramente las limitaciones de Juan al decir que el más pequeñito en el Reino de Dios es mayor que él. ¿Por qué? Algunos han dicho que porque Juan dudó en su fe, aunque fuera sólo por un momento. Pero no es por eso, sino porque Juan estaba antes de la línea divisoria de la Historia. Desde que Juan hizo su proclamación, Jesús había venido; la eternidad había invadido el tiempo, y el Cielo la Tierra; Dios había venido en la persona de su Hijo, y la vida ya no podía ser la misma. Ponemos la fecha de todo lo que ha sucedido diciendo antes de Cristo (a.C.) o después de Cristo (d.C.).
Jesús es el que divide la Historia. Por tanto, a todos los que vivimos después de su venida y le recibimos se nos ha concedido una bendición mayor que a los que vivieron antes. La entrada de Jesús en el mundo divide en dos el tiempo y toda la vida. Si alguno está en Cristo, es una nueva creación: Por lo tanto, el que está unido a Cristo es una nueva persona. Las cosas viejas pasaron; se convirtieron en algo nuevo. (2 Corintios 5:17).
Como dijo el mártir cristiano Bilney: «Cuando leí que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, fue como si la oscuridad de la noche se hubiera convertido de pronto en luz del día.»
La perversidad de los hombres
Este pasaje contiene dos grandes advertencias.
(i) Nos expone los peligros del libre albedrío. Los escribas y los fariseos habían conseguido hacer fracasar el plan que Dios tenía para ellos.
La maravillosa verdad del Evangelio es que Dios no se impone por fuerza, sino que se ofrece por amor. Ahí es donde podemos vislumbrar el dolor de Dios. Siempre es la gran tragedia del amor el ver a una persona amada que ha escogido el mal camino, y ver lo que hubiera podido ser. Es el mayor dolor de la vida. Como ha dicho alguien: «De todas las palabras tristes que captan el ojo o el oído, las más tristes de todas son ‹pudiera haber sido›.»
La tragedia de Dios también es el «pudiera haber sido» de la vida. Como dice G. K. Chesterton: «Dios había escrito, no tanto un poema, como una comedia; una comedia que había concebido perfecta, pero que tuvo que dejar por necesidad a directores y actores humanos, que la han convertido en una tragedia.» Que Dios nos libre de hacer de la vida un naufragio y producirle dolor de corazón al usar nuestra libertad para frustrar sus propósitos.
(ii)Nos expone la perversidad humana. Juan había venido, viviendo con la austeridad de un ermitaño, y los escribas y los fariseos habían dicho que era un loco excéntrico, y que algún demonio le había sorbido el coco. Jesús había venido, viviendo la vida de la gente y participando de sus actividades, y se burlaban de Él diciendo que le gustaban demasiado los placeres terrenales.
Todos tenemos una idea de cómo se comportan los niños cuando todo les parece mal y nada les interesa. El corazón humano se puede perder en una perversidad tal que todas las llamadas de Dios le producirán un descontento pueril.
Pero hay unos pocos que responden; y «los hijos de la sabiduría» le dan la razón a la sabiduría de Dios. Los hombres pueden usar mal su libertad para frustrar los propósitos de Dios; o, en su perversidad, hacerse ciegos y sordos a todas sus llamadas.
Si Dios hubiera usado una fuerza coercitiva y encadenado al hombre a una voluntad a la que no pudiera resistirse, el mundo estaría poblado por autómatas, y tal vez todo estaría en perfecto orden; pero Dios escogió el peligroso camino del amor, y el amor acabará triunfando.