Entonces, cuando hubo salido, dijo Jesús: Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará. Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir. Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros. Le dijo Simón Pedro: Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después. Dijo también el Señor: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos. El le dijo: Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte. Y él le dijo: ¿Tu vida pondrás por mí? Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces. Y a ellos dijo: Cuando os envié sin bolsa, sin alforja, y sin calzado, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada. Y les dijo: Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela, y también la alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos; porque lo que está escrito de mí, tiene cumplimiento. Entonces ellos dijeron: Señor, aquí hay dos espadas. Y él les dijo: Basta. Lucas 22: 31-38; Juan 13: 31-38
Vamos a tomar la historia de la tragedia de Pedro en conjunto. Pedro era una extraña mezcla.
(i) A pesar de la negación, era fundamentalmente leal. H. G. Wells dijo una vez: «Uno puede ser mal músico y sin embargo estar apasionadamente enamorado de la música.» Por encima de lo que hizo, y aunque su fallo fue terrible, estaba apasionadamente consagrado a Jesús. Hay esperanza para el que, hasta cuando cae en pecado, está comprometido con la bondad.
(ii) Pedro estaba advertido. Jesús se lo había advertido directa e indirectamente. Los versículos 33 a 38, con la conversación sobre las espadas, son extraños. Pero lo que quieren decir es que Jesús estaba diciendo: «Hasta ahora me habéis tenido siempre con vosotros. Dentro de poco vais a depender de vuestros propios recursos. ¿Y qué vais a hacer? El peligro no va a consistir en que no tengáis nada, sino en que vais a tener que luchar para subsistir.» Esto no era sugerirles que usaran las armas, sino simplemente una manera oriental de decirles a los discípulos que su vida estaba en juego. No se puede decir que a Pedro no se le advirtió de la seriedad y el peligro de la situación, y de su propia vulnerabilidad.
(iii) Pedro se pasaba de confiado. Si uno dice: «Yo no voy a hacer eso nunca», eso es con lo que tiene que tener más cuidado. Una y otra vez se han tomado castillos porque los atacantes siguieron la ruta que parecía inexpugnable e inescalable, y los defensores no la estaban guardando. Satanás es astuto: ataca el punto del que más seguro está uno, demasiado seguro, porque sabe que estará desguarnecido.
(iv) Para ser justos tenemos que reconocer que Pedro fue uno de los dos discípulos (Juan 18:15) que tuvo el valor de seguir a Jesús hasta el patio de la casa del Sumo Sacerdote. Pedro tuvo que arrostrar una tentación que sólo se le podía presentar a un hombre valiente. El valiente siempre corre más riesgos que el cauteloso. El exponerse a la tentación es el peligro que corre el que es arriesgado en pensamiento y en acción. Puede que sea mejor sucumbir en una empresa noble que huir para no emprenderla.
(v) Jesús no le habló a Pedro con ira, sino le miró con pena. Probablemente Pedro habría preferido que Jesús se hubiera vuelto y se lo hubiera echado en cara; pero aquella mirada muda y apesadumbrada le atravesó el corazón como una espada y le abrió la fuente de las lágrimas. El castigo del pecado es ver en los ojos de Jesús, no su ira, sino el dolor de su corazón porque le hemos fallado.
(vi) Jesús le dijo a Pedro algo muy hermoso: «Cuando hayas vuelto a tu puesto, ayuda a tus hermanos a mantenerse firmes.» Es como si le dijera: « Me vas a negar, y llorarás amargamente; pero el resultado será que estarás mejor capacitado para ayudar a tus hermanos que tengan que pasarlo.» No podemos ayudar de veras a otro a menos que hayamos pasado por el mismo horno de aflicción o el mismo abismo de vergüenza. Se dice de Jesús: «Él puede ayudar a los que lo están pasando porque Él lo ha pasado también» (Hebreos 2:1$). El experimentar la vergüenza del fracaso no es sin fruto, porque nos da la compasión y la comprensión que no tendríamos de otra manera.
La gloria cuádruple
Después que salió Judas, dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del Hombre, y Dios ha sido glorificado en Él; y ahora, Dios se va a glorificar en Él, y Le glorificará en seguida.
Este pasaje nos habla de las cuatro dimensiones de la gloria.
(i) La gloria de Jesús había llegado, y era la Cruz. La tensión había desaparecido; las dudas que podía haber habido se habían resulto definitivamente. Judas había salido y la Cruz era inminente. Aquí nos encontramos con algo que es de la misma contextura de la vida. La mayor gloria que da la vida se obtiene en el sacrificio. En las guerras, la gloria suprema corresponde, no a los que sobreviven, sino a los que pierden la vida. En medicina, no es a los médicos que hacen una fortuna a los que se recuerda, sino a los que dedican -dan- sus vidas para que otros reciban la sanidad. Es la más elemental lección de la Historia que son los que han hecho los mayores sacrificios los que han recibido la mayor gloria.
(ii) En Jesucristo, Dios ha sido glorificado. Fue la obediencia de Jesús lo que dio gloria a Dios. Sólo hay una manera de demostrar que se ama y admira a un líder, y es obedeciéndole -si es necesario, hasta las últimas consecuencias. La única manera que tiene un niño de honrar a sus padres es obedeciéndolos. Jesús nos dejó el ejemplo supremo de lo que es dar a Dios el supremo honor y la suprema gloria, cuando obedeció a Dios hasta la muerte, y muerte de cruz.
(iii) En Jesús, Dios se glorificó a Sí mismo. Parecerá extraño que la suprema gloria de Dios dependa de la Encarnación y de la Cruz. No hay gloria como la de ser amado. Si Dios hubiera permanecido aislado y mayestático, sereno e inconmovible, inasequible a la angustia e invulnerable al dolor, habría habido personas que Le habrían temido, y aun admirado; pero no Le habrían amado. La ley del sacrificio no es sólo una ley de la Tierra, sino del Cielo y de la Tierra. Es en la Encarnación y en la Cruz donde se despliega la suprema gloria de Dios.
(iv) Dios glorificará a Jesús. Aquí está la otra cara de la realidad. En aquel momento, la Cruz era la gloria de Jesús; pero habrían de seguirla la Resurrección, la Ascensión y el triunfo final de Cristo, que es a lo que se refiere el Nuevo Testamento cuando habla de la Segunda Venida. Jesús halló en la Cruz Su propia gloria. Pero llegó el día, y el día llegará, cuando esa gloria se le mostrará a todo el mundo y a todo el universo. La vindicación de Cristo debe seguir a Su humillación; Su entronización debe seguir a Su crucifixión; a la corona de espinas debe seguir la corona de gloria. Es la campaña de la Cruz; pero el Rey aún ha de entrar en un triunfo que todo el universo contemplará.
El mandamiento de la despedida –
-Hijitos -les siguió diciendo Jesús a Sus discípulos- , no voy a estar con vosotros más que un poco más; y, como les dije a los judíos, os lo digo a vosotros ahora: No podéis ir adonde Yo voy. Os doy un nuevo mandamiento: que os améis unos a otros; que también vosotros os améis entre vosotros como Yo os he amado; en esto es en lo que todos reconocerán que sois discípulos Míos: si existe este amor entre vosotros.
Jesús estaba dándoles a Sus discípulos Su mandamiento de despedida. Le quedaba poco tiempo; si aún necesitaban oír Su voz, tenía que se entonces. Él iba a hacer un viaje en el que ninguno podía acompañarle; iba a ponerse en camino, y tenía que ir Él solo. Y, antes de marcharse, les dio el mandamiento de que se amaran entre sí como Él los había amado. ¿Qué quiere decir eso para nosotros, en nuestras relaciones con nuestros semejantes? ¿Cómo amó Jesús a Sus discípulos?
(i) Los amó sin el menor egoísmo. Hasta en el amor humano más noble hay algo de egoísmo. A menudo pensamos -puede que inconscientemente- en lo que vamos a sacar. Pensamos en la felicidad que disfrutaremos, o en la soledad en que quedaremos si el amor falla o se nos niega. A menudo estamos pensando: ¿Qué me reportará este amor? Por detrás de todo, es nuestra felicidad lo que estamos buscando. Pero Jesús no pensaba nunca en Sí mismo. Su único deseo era darse a Sí mismo y todo lo que tenía por los que amaba.
(ii) Jesús amaba a Sus discípulos sacrificialmente. No había límite a lo que su amor pudiera llegar o dar. Ninguna demanda era excesiva. Si el amor quería decir la Cruz, Jesús la aceptaba. A veces cometemos el error de pensar que el amor está para darnos la felicidad. A fin de cuentas, así es; pero también puede traer dolor, y demandar una cruz.
(iii) Jesús amaba a Sus discípulos comprensivamente. Conocía íntima y totalmente a Sus discípulos. No conocemos a una persona a menos que hayamos convivido con ella. Si se trata de un encuentro casual, la vemos en su mejor momento. Es después de vivir con ella cuando conocemos sus rarezas y debilidades. Jesús había convivido con Sus discípulos día tras día durante muchos meses y sabía todo lo que había que saber de ellos -y, sin embargo, los amaba. A veces decimos que el amor es ciego. No hay tal, porque el amor que es ciego pronto se queda en nada, como no sea en desilusión y desencanto. El amor verdadero tiene los ojos bien abiertos. Ama, no lo que se imagina, sino lo que es. El corazón de Jesús es lo bastante grande como para amarnos tal como somos.
(iv) Jesús amaba a Sus discípulos perdonándolos. El primero de la compañía Le negaría. Todos Le abandonarían cuando más los necesitaba. Nunca, en toda Su vida, Le comprendieron realmente. Eran ciegos e insensibles, lentos para aprender y faltos de comprensión. A1 final, todos se portaron como unos cobardes. Pero Jesús nunca les tuvo rencor; no tenían fallo que Él no pudiera perdonar. El amor que no ha aprendido a perdonar no puede hacer más que marchitarse y morir. Somos pobres criaturas; y hay una especie de fatalidad en las cosas que nos hace herir más a los que más nos aman. Por esa misma razón todo amor duradero ha de edificarse sobre el cimiento del perdón; porque, sin perdón, está destinado fatalmente a morir.
La lealtad vacilante
-Señor, ¿adónde Te vas? -Le preguntó Pedro. Adonde Yo voy – le contestó Jesús- tú no Me puedes seguir ahora; ya Me seguirás después. -Señor -Le dijo Pedro- , ¿por qué no Te puedo seguir ahora? ¡Daré la vida por Ti! -¿Conque darás la vida por Mí? – le contestó Jesús- . Te diré la pura verdad: antes que cante el gallo Me habrás
negado tres veces.
¿Qué diferencia había entre Judas y Pedro? Judas traicionó a Jesús, y Pedro, cuando Jesús le necesitaba más, Le negó por tres veces, hasta con juramentos y blasfemias; sin embargo, mientras que el nombre de Judas ha pasado a la Historia como el símbolo de la vergüenza más negra, Pedro ha dejado el suyo a la mayor dignidad que se conoce en la historia de la Iglesia. Hay algo infinitamente atrayente en la persona de Pedro. La diferencia consiste en que la traición de Judas fue deliberada; la llevó a cabo a sangre fría; debe de haber sido el resultado de una idea y una planificación concienzuda; y, por último, rehusó impasiblemente la invitación más entrañable. Pero la negación de Pedro no tuvo nada de deliberada. Jamás pensó hacerlo; se vio arrastrado en un momento por la debilidad y por las circunstancias. Por un momento su voluntad fue demasiado débil, pero su corazón no le traicionó.
Hay siempre una diferencia abismal entre un pecado calculado fría y deliberadamente, y el que arrastra involuntariamente a una persona en un momento de debilidad o de pasión. Sencillamente, no se pueden comparar el pecado a sabiendas, y el que le sobreviene a uno cuando está tan debilitado o tan inflamado que apenas se da cuenta de lo que hace. ¡Que Dios nos salve a nosotros de hacerle daño deliberadamente a Él o a cualquiera de los que nos aman! Hay algo muy entrañable en la relación entre Jesús y Pedro.
(i) Jesús conocía a Pedro en toda su debilidad. Sabía lo impulsivo y lo inestable que era; sabía que tenía el hábito de hablar con el corazón antes de pensárselo con la cabeza. Conocía bien la fuerza de su lealtad y la debilidad de su voluntad. Jesús sabía cómo era Pedro.
(ii) Jesús sabía que Pedro Le amaba. Hiciera Pedro lo que hiciera, Jesús sabía que Le amaba. Ojalá nosotros nos diéramos cuenta de que, a menudo, cuando alguien nos desilusiona, nos falla, nos ofende o nos hiere, no es la misma persona que nos ama la que lo hace. La verdadera persona no es la que nos falla o nos ofende, sino la que nos ama. Lo auténtico no es su fallo, sino su amor. Jesús lo sabía de Pedro, porque le amaba. Nos ahorraríamos muchas desilusiones desgarradoras y muchos rompimientos trágicos si recordáramos el amor soterraño y perdonáramos el fallo de un momento.
(iii) Jesús conocía, no sólo al Pedro que era, sino al que podría llegar a ser. Sabía que, de momento, Pedro no podría seguirle; pero estaba seguro de que llegaría el día en que él también seguiría el mismo camino rojo hacia el martirio. La grandeza de Jesús está en que Él ve al héroe cuando no es más que un cobarde; Él tiene el amor de ver lo que podemos ser, y el poder para ayudarnos a alcanzarlo.