Mirad que no despreciéis a alguno de estos pequeñitos; porque os hago saber que sus ángeles en los cielos están siempre viendo la cara de mi Padre celestial. Y además el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que se había perdido. Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se hubiere descarriado, ¿qué os parece que hará entonces? ¿No dejará las noventa y nueve en los montes y se irá en busca de la que se ha descarriado? Y si por dicha la encuentra, en verdad os digo que ella sola le causa mayor complacencia que las noventa y nueve que no se le han perdido. Así que no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, el que perezca uno solo de estos pequeñitos. Mateo 18:10-14
Esta es sin duda la más sencilla de todas las parábolas de Jesús, porque es el sencillo relato de una oveja perdida y de un pastor que la busca. En Judea era trágicamente fácil el que una oveja se descarriara. Los pastizales se encuentran en la parte montañosa que corre como una columna vertebral por en medio del país. Esta meseta zigzagueante es estrecha, con solo unos pocos kilómetros de anchura. No hay vallas protectoras. En el mejor de los casos, el pasto es escaso, y por tanto hay que dejar que las ovejas deambulen en su busca; y, si se apartan de los prados de la meseta a los arroyos y los barrancos que la rodean, corren peligro de caerse en algún saliente del que no podrán salir ni hacia arriba ni hacia abajo, y de quedarse aisladas allí hasta morirse de hambre. Los pastores palestinos eran expertos en eso de seguir el rastro de sus ovejas perdidas.
Podían seguirlo a lo largo de kilómetros; y se arriesgarían a pasar por acantilados y precipicios para recuperarlas. En los tiempos de Jesús, los rebaños eran muchas veces comunales; pertenecían, no a una sola persona, sino a todo el pueblo. Había por tanto por lo general dos o tres pastores con el rebaño. Por eso el pastor podía dejar las noventa y nueve. Si las hubiera dejado sin que hubiera nadie a su cuidado, cuando hubiera vuelto se habría encontrado con que se habían perdido más; pero podía dejarlas al cuidado de su camarada mientras buscaba la extraviada. Los pastores siempre realizaban los esfuerzos más sacrificados y agotadores para encontrar la oveja perdida. La regla era que, si no se podía traer la oveja viva, había que traer por lo menos, si era posible, un trozo de la piel o algún hueso de ella para demostrar que había muerto.
Podemos imaginar que volverían los otros pastores con sus rebaños al corral del pueblo por la tarde, y cómo dirían que un pastor estaba todavía recorriendo las montañas en busca de una oveja extraviada. Podemos figurarnos cómo todos los del pueblo dirigirían la mirada una y otra vez a las montañas tratando- de descubrir al pastor que no había vuelto a casa; y podemos imaginar el grito de alivio y alegría que resonaría cuando le vieran acercarse por el sendero con su agotada vagabunda a hombros, por fin a salvo; y podemos imaginarnos cómo le recibiría todo el pueblo, y se reuniría a su alrededor con alegría para escuchar la historia de la oveja perdida y hallada. Aquí tenemos lo que era la ilustración favorita de Jesús acerca de Dios y de Su amor. Esta parábola nos enseña muchas cosas acerca de ese amor.
(i) El amor de Dios es un amor individual. Las noventa y nueve no eran suficientes; una oveja estaba por ahí, por las montañas, y el pastor no podía quedarse tranquilo hasta traerla a casa. Por muy numerosa que sea una familia, un padre no puede prescindir de ninguno de sus hijos; no hay ninguno que no importe. Así es Dios; Dios no puede estar tranquilo hasta que el último extraviado llegue al hogar.
(ii) El amor de Dios es un amor paciente. Las ovejas son proverbialmente unas criaturas muy tontas. La oveja no le podía echar las culpas a nadie más que a ella misma del peligro en que se había metido. La gente suele tener muy poca paciencia con los tontos. Cuando se meten en líos, se suele decir: < No es más que culpa suya. Se lo han buscado ellos. No malgastes tu lástima con los tontos.» Pero Dios no es así. La oveja puede que fuera estúpida, pero el pastor arriesgaría su vida para salvarla de todas maneras. Las personas puede que sean tontas, pero Dios ama hasta a los tontos que no le pueden echar las culpas nada más que a sí mismos de su propio pecado y sufrimiento.
(iii) El amor de Dios es un amor que busca. El pastor no se dio por satisfecho esperando que volviera la oveja; fue a buscarla. Eso era lo que un judío no podía entender acerca de la idea cristiana de Dios. El judío estaría muy dispuesto a reconocer que, si el pecador llegaba arrastrándose penosamente al hogar, Dios le perdonaría. Pero nosotros sabemos que Dios es mucho más maravilloso que todo eso, porque en la Persona de Jesucristo vino a buscar y a salvar a los que se habían perdido. Dios no se contenta con esperar hasta que todas las personas vuelvan a casa; Él sale a buscarlas sin pensar en lo que Le puede costar.
(iv) El amor de Dios es un amor que se regocija. Aquí no hay nada más que alegría. No hay recriminaciones, ni hay tal cosa como recibir al que vuelve a regañadientes y con un sentimiento de desprecio superior; todo es alegría. A menudo recibimos a una persona arrepentida echándole un sermón y dejándole muy claro que debe considerarse despreciable, y con la afirmación práctica de que no nos hace ninguna falta y no tenemos intención de liarnos más de ella. Es humano no olvidarse nunca del pasado de una persona, y recordar siempre sus pecados en su contra. Dios se echa nuestros pecados a la espalda; y cuando volvemos a Él, todo es alegría.
(v) El amor de Dios es un amor protector. Es el amor que busca y salva. Hay amores que destruyen; puede que haya amores que ablanden; pero el amor de Dios es un amor protector que salva a la persona para el servicio de sus semejantes, un amor que hace al descarriado sabio, al débil fuerte, al pecador puro, al cautivo del pecado, una persona libre para la santidad, y al derrotado por la tentación, su conquistador.