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1 Corintios 2: La proclamación y el poder

Así que, hermanos, cuando fui a vosotros no llegué anunciándoos el Evangelio con una retórica o una sabiduría ostentosas; porque entre vosotros yo no pretendía saber de nada más que de Jesús, el Mesías crucificado. Por eso estuve con vosotros no dando muestras más que de debilidad, y de timidez, y de nerviosismo. Y la verdad indiscutible de mi lenguaje y de mi mensaje no dependieron de una terminología alucinante y erudita, sino del Espíritu y del poder; y eso, para que vuestra fe no estuviera basada en una sabiduría humana, sino en el poder de Dios.

Pablo rememora su primera visita a Corinto.

(i) Llegó hablando con sencillez. Vale la pena advertir que Pablo llegó a Corinto desde Atenas, donde había intentado, por única vez en su vida, presentar el Evangelio de manera aceptable para la filosofía. Se había reunido con algunos filósofos en el Areópago, y había tratado de hablarles en su mismo lenguaje (Hechos 17:22-31); y fue allí donde tuvo uno de sus pocos fracasos. Su sermón, en términos filosóficos, produjo muy pocos resultados (Hechos 17:32-34). Es posible que se dijera a sí mismo: «¡No voy a repetir la experiencia! Desde ahora, contaré la historia de Jesús con la máxima sencillez. No volveré a intentar envolverla en categorías humanas. No pretenderé saber nada de nada más que de Jesucristo, y de Jesucristo crucificado.»

Es indudable que la sola historia de la vida y obra de Jesús sin más adornos tiene un poder inigualable para mover los corazones. El profesor de Edimburgo James Steward cita un ejemplo. Unos misioneros cristianos habían llegado a la corte de Clovis, el rey de los francos. Contaron la historia de la Cruz; y, mientras hablaban, el anciano rey echó mano a la empuñadura de su espada. «¡Si yo y mis francos hubiéramos estado allí -dijo-, habríamos barrido el Calvario y Le habríamos rescatado de Sus enemigos!» Cuando tratamos con gente normal y corriente, una descripción gráfica de los hechos tiene más poder que ningún argumento. El camino a lo más íntimo del ser no pasa por la cabeza, sino por el corazón.

(ii) Llegó hablando con temor. Aquí hemos de tener cuidado con cómo lo entendemos. No era miedo por su seguridad; y todavía menos porque estuviera avergonzado del Evangelio que predicaba. Era lo que se ha llamado « la trémula ansiedad de cumplir con un deber.» La misma frase que usa aquí de sí mismo la aplica Pablo a la manera en que deben servir y obedecer a sus amos los esclavos concienzudos (Efesios 6:5). No suele ser el que se enfrenta con una gran tarea sin temblor el que la hace mejor. El actor realmente grande es el que está nervioso antes de la representación; el predicador realmente eficaz es aquel cuyo corazón se acelera cuando está disponiéndose a hablar. El que no se pone nervioso ni tenso en ninguna ocasión puede que represente bien su papel; pero es el que experimenta la trémula ansiedad el que suele producir un efecto que la técnica a secas no consigue.

(iii) Llegó con resultados, y no sólo con palabras. Dice que la verdad indiscutible de su predicación quedó demostrada de manera incontestable por el Espíritu y el poder. La palabra que usa es la que indica una prueba totalmente irrefutable a la que no se puede oponer ningún argumento. ¿Cuál era? Era la prueba de vidas cambiadas. Un poder re-creador había empezado a actuar en la sociedad corrompida de Corinto.

A John Hutton le encantaba contar cierta historia. Uno que había sido malvado y borracho fue capturado por Cristo. Sus viejos camaradas trataban de tomarle el pelo, y le decían: « ¡No me digas que un tío sensato como tú puede creer en esos milagros de la Biblia como que Jesús convirtió el agua en vino!»

«Si convirtió el agua en vino o no -contestó él-, no lo sé; pero sí sé que en mi casa Le he visto convertir el vino en muebles y en comida sana y en ropa.»

No se puede discutir la prueba de una vida cambiada. En nuestra debilidad, hemos tratado a veces de convencer a la gente de la verdad del Cristianismo discutiendo, en vez de mostrándoles en nuestras propias vidas lo que Cristo ha hecho con nosotros.

«Un santo, ha dicho alguien, es uno en el que Cristo vuelve a vivir otra vez.»

La sabiduría que viene de Dios

Es verdad que hablamos sabiduría, pero es entre los que han llegado a la mayoría de edad; y una sabiduría que no es cosa de este mundo ni de los que ejercen su influencia en él, que ya están superados; sino que es la sabiduría de Dios, que sólo los iniciados en el Evangelio pueden entender; una sabiduría que, hasta ahora, se había mantenido secreta; una sabiduría que Dios predestinó antes del tiempo para nuestra gloria eterna; una sabiduría que no conocía ninguno de los príncipes de este mundo; porque, si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria. De ella dice la Escritura: «Cosas que no hay ojo que haya contemplado, ni oído que haya escuchado, ni imaginación humana que haya concebido, son las que Dios ha preparado para los que Le aman.»

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