¿No recordaba la pascua a los Judíos que el rociar con sangre los umbrales de las puertas de las casas de sus progenitores, los había salvado de la espada del ángel destructor? Sin duda que sí; pero tenia por objeto enseñarles también una doctrina mucho más importante–que rociar las conciencias de los hombres con la sangre de Cristo las limpia de las manchas del pecado, y las protege de las consecuencias de la ira venidera.
¿No recordaba la pascua a los Judíos que ninguno de sus antepasados hubiera escapado de la venganza del ángel destructor, aquella noche en que mató a los primogénitos, si no hubiera comido del cordero que mataron? Indudablemente que es así; pero con ello se les quiso dar también una lección mucho más profunda– que todos los que quieran aprovecharse del sacrificio expiatorio de Cristo, tienen realmente que alimentarse de El por medio de la le, y recibirlo en sus corazones.
Evoquemos estos recuerdos, y pesemos bien su valor. Entonces es que descubriremos lo apropiado y bello del tiempo que Dios señaló para la muerte en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Aconteció precisamente en los momentos en que el espíritu de todos los israelitas estaba fijo en los recuerdos do su salida de la esclavitud de Egipto, y en los acontecimientos de aquella noche llena de portentos en que se verificó. El cordero muerto y comido por todos los miembros de la familia, el ángel destructor, la seguridad dentro de las puertas marcadas con la sangre esparcida, eran circunstancias que se habían recordado, comentado y considerado en el seno de todas las familias judías, esa misma semana en que nuestro bendito Señor sufrió la muerte. Muy extraño hubiera sido que muerte tan notable como la suya no hubiera hecho pensar a muchos ni hubiera abierto muchos ojos. Hasta que puntó así sucedió no lo sabremos hasta el día del juicio.
Adoptemos como una regla invariable el sistema de estudiar los tipos y las ordenanzas de la Ley Mosaica con atención y con súplicas a Dios, siempre que leamos la Biblia, pues están llenos de Cristo. El altar, el macho cabrio del sacrificio, el holocausto diario, la fiesta de la expiación, son otros tantos postes miliarios que nos dirigen al gran sacrificio que nuestro Señor ofreció en el Calvario. Los que no se cuidan de estudiar las ordenanzas judaicas, por considerarlas oscuras, monótonas y de poco interés, prueban con ello su ignorancia, y pierden grandes ventajas. Los que las examinan considerando a Cristo como la clave de su significación, las encontrarán llenas de la luz evangélica y de verdades consoladoras.
Marcos 14:17-25
Estos versículos contienen la relación que hace S. Marcos de la institución de la Cena del Señor. Notemos especialmente lo sencillo de la narración. ¡Que gran bien hubiera sido para la iglesia que los hombres no se hubieran desviado de los datos sencillos que la Escritura nos suministra respecto a este bendito sacramento! Lamentable es que se le haya corrompido con tantas falsas explicaciones y con agregados tan supersticiosos, que, en muchas partes de la cristiandad, se ha perdido completamente su verdadero significado. Dejemos, sin embargo, a un lado por ahora toda controversia, y estudiemos las palabras de S. Marcos para lograr nuestra edificación personal.
Aprendamos en este pasaje de que ahora nos ocupamos, que un examen íntimo de conciencia debe preceder a la recepción de la Cena, del Señor. No podemos dudar que este fue uno de los objetos que se propuso nuestro Señor con aquel solemne apercibimiento, «Uno de vosotros que ahora come conmigo me entregará.» Quiso excitar en el alma de sus discípulos uno de esos movimientos dolorosos y compungidos de examen personal que recuerda aquí de una manera tan tierna: «Empezaron a entristecerse, y a preguntarle uno por uno, ¿Soy yo? y otro dijo, ¿Soy yo?» Su propósito fue enseñar a toda la iglesia militante que al acercarnos a la mesa del Señor debemos examinarnos cuidadosamente.
Los beneficios que recabemos de la Cena del Señor dependen enteramente de la disposición y del espíritu con que la recibimos. El pan que en ella comemos, y el vino que bebemos, no tienen ningún poder de beneficiar nuestras almas, como las medicinas nuestros cuerpos, sin la cooperación de nuestros corazones y voluntades. Ninguna bendición pueden comunicarnos en virtud de la consagración de los elementos si no los recibimos recta y dignamente y llenos de fe.
Asegurar, como hacen algunos, que la Cena del Señor produce bien a todos los que comulgan, cualquiera sea la condición espiritual en que la reciben, es una invención monstruosa, opuesta al espíritu de las Escrituras, y que ha dado origen a supersticiones groseras e impías.
El catecismo de la iglesia Anglicana describe bien en que condición espiritual debemos hallarnos antes de acercarnos a la mesa del Señor. Debemos examinarnos para ver si nos arrepentimos verdaderamente de nuestros pecados, si nos decidimos a comenzar nueva vida, si tenemos una fe viva en la misericordia de Dios por medio de Cristo, si recordamos agradecidos su muerte–y si estamos en paz con todos los hombres.»Si nuestra conciencia puede responder estas preguntas satisfactoriamente, podemos recibir sin temor la Cena del Señor. Dios no exige más de los que van a comulgar, y menos no debe satisfacernos.
Meditemos mucho sobre este punto de la Cena del Señor, porque es fácil pecar por dos extremos. No nos contentemos con alejarnos de la mesa del Señor alegando vagamente que no nos encontramos preparados para ello; porque mientras a ella no nos acerquemos, desobedecemos un mandamiento expreso de Cristo, y vivimos en pecado. Por otra parte, no debemos ir a la mesa del Señor por mera forma, y sin conciencia de lo que hacemos; pues si recibimos el sacramento en ese estado, ningún bien nos resulta de ello, y somos culpables de una gran trasgresión. Terrible cosa es no estar preparados a recibir el sacramento, porque es no estar preparados para morir; pero no menos terrible es recibirlo indignamente, pues es provocar a Dios. La única conducta segura es decididamente ser siervos de Cristo y vivir una vida de fe en El; entonces podremos acercarnos con confianza, y tomar el sacramento para nuestro consuelo.