Escribe al ángel de la Iglesia de Sardes: Estas cosas las dice el Que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas. Yo conozco tus obras; sé que tienes fama de estar vivo, pero que en realidad estás muerto. Manténte en guardia, y fortalece lo que queda y lo que está para morir. No he encontrado tus obras concluidas delante de Mi Dios. Acuérdate por tanto de cómo recibiste y aceptaste el Evangelio, y cúmplelo, y arrepiéntete. Porque si no estás en guardia, vendré como un ladrón sin que sepas a qué hora te sorprenderé. Pero tienes unas pocas personas en Sardes que no se han ensuciado las vestiduras, y se pasearán conmigo con vestiduras blancas, porque se lo merecen. El que obtenga la victoria será vestido de ropas blancas, y Yo no borraré su nombre del Libro de la Vida, sino que reconoceré su nombre en presencia de Mi Padre y de Sus ángeles. El que tenga oídos, que preste atención a lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias.
Sardes, esplendor ayer y decadencia hoy
Sir W M. Ramsay decía de Sardes que era el ejemplo más típico del contraste melancólico entre un pasado esplendoroso y un presente ruinoso. Sardes era la ciudad degradada. Setecientos años antes de que se le escribiera esta carta, Sardes había sido una de las mayores ciudades del mundo. Allí reinaba el rey de Lidia sobre su imperio con esplendor oriental. Por aquel entonces Sardes era una ciudad de Oriente, y era hostil al mundo griego. Esquilo escribió de ella: « Los moradores de Tmolo decidieron aceptar el yugo de la Hélade.»
Sardes estaba en medio de la llanura del valle del río Hermo. A1 Norte de esa llanura se erguía la gran sierra del Monte Tmolo, de la que salían, a manera de espolones, una serie de colinas cada una de las cuales formaba una estrecha meseta. En uno de esos espolones, unos quinientos metros monte arriba, estaba la Sardes original. Está claro que su posición la hacía casi inexpugnable. Los lados del espolón eran suaves precipicios; y solamente donde se encontraban con la cordillera del Monte Tmolo había una cierta posibilidad de acceder a Sardes, y hasta ese camino era duro y empinado. Se ha dicho que Sardes permanecía como una atalaya gigantesca vigilando el valle del Hermo. Llegó un tiempo en que el estrecho espacio en la cumbre de la meseta era demasiado pequeño para la expansión de la ciudad; y Sardes creció alrededor del pie del espolón sobre el que estaba la ciudadela. El nombre Sardes (Sardeis en griego) es en realidad un plural, porque se trataba de dos pueblos: uno en la meseta y otro abajo en el valle.
La riqueza de Sardes era legendaria. Por en medio del pueblo de abajo fluía el río Pactolo, que se decía en los días antiguos que tenía aguas auríferas de las que procedía mucha de la riqueza de Sardes. El más famoso de los reyes de Sardes fue Creso, cuyo nombre se hizo proverbial por su riqueza. Fue bajo su reinado cuando Sardes alcanzó su cenit y se precipitó a su desastre.
No es que no se le advirtiera a Creso adónde se dirigía Sardes. Solón, el más sabio de los griegos, vino de visita y se le mostraron la magnificencia y el lujo. Vio la gran confianza de Creso y su pueblo en que nada podía poner fin a ese esplendor; pero también vio que las señales de la blandura y de la degeneración se estaban sembrando. Y fue entonces cuando pronunció su famoso dicho a Creso: « No llames feliz a nadie hasta que esté muerto.» Solón conocía demasiado bien los azares y avatares de la vida que Creso había olvidado o no tenía en cuenta.
Creso se embarcó en una guerra con Ciro de Persia que fue el final de la grandeza de Sardes. De nuevo le advirtieron a Creso, pero él desoyó la advertencia. Para llegar a los ejércitos de Ciro tenía que cruzar el río Halis. Fue a buscar consejo del famoso oráculo de Delfos, que le dijo: « Si cruzas el río Halis destruirás un gran imperio.» Creso lo tomó como una promesa de que aniquilaría a los persas; nunca se le pasó por la mente que era una profecía de que la campaña en la que se había metido sería el final de su propio poder.
Cruzó el Halis, se enzarzó la batalla y Creso fue derrotado. No se preocupó lo más mínimo, porque creía que lo único que tenía que hacer era retirarse a la ciudadela inexpugnable de Sardes, recuperarse y luchar otra vez. Ciro inició el asedio de Sardes, esperó catorce días, y entonces ofreció una recompensa especial al que descubriera una entrada en la ciudad.
La roca sobre la que estaba construida Sardes era friable, más como un paquete de barro seco que como una roca. La naturaleza de la roca hacía que se le formaran grietas. Cierto soldado persa llamado Hyeroeades vio a un soldado de Sardes al que se le había cáído el yelmo de las almenas que bajaba por un sendero del precipicio a buscarlo. Hyeroeades supuso que habría una griega de la roca por la que alguien que fuera ágil podría escalar. Aquella misma noche guió a un pelotón de soldados persas por la grieta de la roca. Cuando llegaron a las fortificaciones se las encontraron totalmente indefensas. Los de Sardes se consideraban demasiado a salvo para tener que montar la guardia; y así fue como cayó Sardes. Una ciudad con una historia así sabía lo que le quería decir el Cristo Resucitado cuando dijo: « ¡Velad!»
Hubo unos pocos intentos de rebelión que no tuvieron éxito; pero Ciro siguió una política deliberada: prohibió a todos los habitantes de Sardes que tuvieran armas de guerra. Les mandó usar túnicas y zapatillas en vez de sandalias militares. Les ordenó que enseñaran a sus hijos a tocar la lira, a cantar y a bailar y a vender al por menor. Sardes había sido floja antes; pero el último vestigio de espíritu se desterró, y se convirtió en una ciudad degenerada.
Desapareció de la Historia bajo el dominio persa durante dos siglos. A su debido tiempo se rindió a Alejandro Magno, que la convirtió en una ciudad de cultura griega. Y entonces la historia se repitió otra vez. Después de la muerte de Alejandro Magno hubo muchos candidatos a asumir el poder. Antíoco, que se hizo con el mando de la región en la que estaba Sardes, estaba en guerra con un rival que se llamaba Aqueo, que buscó refugio en Sardes. Antíoco sitió la ciudad durante todo un año; entonces un soldado llamado Lagoras repitió la hazaña de Hyeroeades. Por la noche, con una banda de valientes, escaló los escarpados riscos. Los de Sardes habían olvidado la lección; no había nadie de guardia, y Sardes cayó otra vez por no ser vigilante.