Pablo, apóstol de Jesucristo por real decreto de Dios, nuestro Salvador, y de Jesucristo, nuestra esperanza, escribe esta carta a Timoteo, su auténtico hijo en la fe. Gracia, misericordia y paz te sean concedidas de nuestro Señor Jesucristo.
Nunca ha habido una persona que haya apreciado su misión tanto como Pablo. No la elevaba por orgullo, sino maravillado de que Dios le hubiera escogido para una tarea así. Dos veces en las palabras introductorias de esta carta establece la grandeza de su privilegio.
(i) Primero, se llama apóstol de Jesucristo. Apóstol es la forma española de la palabra griega apóstolos, del verbo apostellein, que quiere decir enviar; un apóstolos era uno que era enviado. Ya en los tiempos de Heródoto quería decir un mensajero, un embajador, uno que es enviado como representante de su país y de su rey. Pablo siempre se consideraba el mensajero y embajador de Cristo. Y, en verdad, esa es la tarea de todo cristiano. Es la primera obligación de todo embajador el establecer contacto entre el país al que es enviado y el país que le ha enviado. Es un enlace. Y su primera obligación es ser un enlace entre sus semejantes y Jesucristo.
(ii) Segundo, dice que es apóstol por real decreto de Dios. La palabra que usa es epitagué. Esta es la palabra que usaban los griegos para las obligaciones que le imponía a una persona alguna ley inviolable; para el decreto que le llegaba a una persona del rey; y, sobre todo, para las instrucciones que le llegaban a uno, ya fuera directamente o mediante algún oráculo, de Dios. Por ejemplo: en una inscripción, un hombre dedica un altar a la diosa Cibeles kat›epitaguén, de acuerdo con la orden de la diosa que, nos dice, se le había aparecido en un sueño. Pablo se consideraba un hombre que había recibido una comisión del Rey.
Si uno pudiera llegar a esa seguridad de ser enviado de Dios, tendría un nuevo esplendor en su vida. Por muy humilde que fuera su papel, estaría al servicio del Rey.
La vida ya no puede parecer aburrida si de par en par hemos abierto las ventanas y visto el ancho mundo que está esperando fuera, y con recogimiento nos hemos susurrado: – ¡Se nos contrata para la empresa del gran Rey!
Es siempre un privilegio hacer aunque sea las cosas más sencillas por alguien a Quien amamos y respetamos y admiramos.
El cristiano está toda la vida en el negocio del Rey.
Pablo pasa a dar a Dios y a Jesús dos grandes títulos. Habla de Dios como nuestro Salvador. Esta es una nueva forma de hablar. No encontramos este título de Dios en ninguna de las cartas anteriores de Pablo. Hay dos trasfondos de los que procede.
(a) Viene del trasfondo del Antiguo Testamento. Moisés acusa a Israel de que Jesurún «abandonó al Dios Que le había hecho, y menospreció a la Roca de su salvación» (Deuteronomio 32:15). El salmista canta del hombre que recibirá la bendición del Señor y la vindicación del Dios de su salvación (Salmo 24:5). María dice en su cántico: « ¡Engrandece, alma mía, al Señor, y regocíjate, espíritu mío, en Dios mi Salvador!» (Lucas 1:46s). Cuando Pablo llama a Dios Salvador, estaba volviendo a una idea que siempre había sido muy querida a Israel.
(b) Tiene un trasfondo pagano. Resulta que precisamente por este tiempo el título sótér estaba bastante de moda. La gente lo había usado siempre. En los días antiguos, los romanos habían llamado a su gran general Escipión «nuestra esperanza y nuestra salvación.» Pero, por este tiempo, era el título que los griegos le daban a Esculapio, el dios de la sanidad. Y era uno de los títulos que el emperador romano Nerón se había asignado. Así es que, en esta frase inicial, Pablo está tomando el título que estaba a menudo en los labios de un mundo buscador e ilusionado, y dándoselo a la única Persona a la Que pertenecía por derecho propio.
No debemos olvidar nunca que Pablo llamó a Dios Salvador. Es posible tener una idea equivocada de la Reconciliación.
Algunas veces se habla de ella de una manera que indica que algo que Jesús hizo apaciguó la ira de Dios. La idea que dan es que Dios estaba decidido a destruirnos, y que de alguna manera Jesús consiguió transformar Su ira en amor. En ningún lugar del Nuevo Testamento se encuentra la más mínima insinuación de tal cosa. Fue porque de tal manera amó Dios al mundo por lo que envió a Jesús al mundo (Juan 3:16). Dios es Salvador. No debemos pensar nunca, ni predicar, ni enseñar, que Dios tuviera que ser apaciguado y persuadido a amarnos, porque todo empieza por Su amor.
La esperanza del mundo
Pablo usa un título que ha llegado a ser uno de los grandes títulos de Jesús -«Jesucristo, nuestra esperanza.» Mucho tiempo antes, el salmista se había preguntado: «¿Por qué te abates, alma mía?» Y se había respondido: « ¡Espera en Dios!» (Salmo 43:5). Pablo mismo habla de «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Colosenses 1:27). Juan habla de la perspectiva deslumbradora que aguarda al cristiano, la de ser como Cristo; y pasa a decir: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo así como Él es puro» (1 Juan 3:2s).
En la Iglesia Primitiva este había de llegar a ser uno de los títulos más preciosos de Cristo. Ignacio de Antioquía, cuando iba de camino a su propia ejecución en Roma, escribe a la iglesia de Éfeso: «Tened buen ánimo en Dios el Padre y en Jesucristo nuestra común esperanza» (Ignacio de Antioquía: A los Efesios 21:2). Y Policarpo escribe: «Perseveremos por tanto en nuestra esperanza y en las arras de nuestra justicia que es Jesucristo» (Epístola de Policarpo 8).
(i) Los hombres encontraron en Cristo la esperanza de la victoria moral y de la conquista del yo. El mundo antiguo conocía su pecado. Epicteto había hablado anhelantemente de «nuestra debilidad en las cosas necesarias.» Séneca había dicho que «odiamos nuestros vicios y los amamos al mismo tiempo.» Y dijo también: « No nos hemos mantenido valerosamente firmes en nuestras resoluciones; a pesar de nuestra voluntad y resistencia hemos perdido nuestra inocencia. Y no es sólo que hayamos fallado en el pasado, sino que seguiremos igual hasta el final.» El poeta latino Persio escribía impactantemente: «Que los culpables vean la virtud, y lamenten haberla perdido para siempre.» También habla del «inmundo Natta, embrutecido por el vicio.» El mundo antiguo reconocía su indefensión demasiado bien; y Cristo vino, no solamente para decirle a la humanidad lo que es correcto, sino para darle el poder para vivirlo. Cristo dio a las personas que la habían perdido la esperanza de la victoria en vez de la derrota moral.