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Hechos 1: Poder para seguir adelante

El reino y sus testigos: Hechos 1:6-8

Una de las veces que estaban reunidos con Él, le preguntaron a Jesús: -Señor, ¿le vas a restaurar el reino a Israel en estos tiempos? -No os corresponde a vosotros saber cuánto van a durar unas cosas, o cuándo van a suceder otras -les contestó Jesús- . Estas son cosas que el Padre mantiene bajo su control. Pero, independientemente de eso, cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo recibiréis poder para ser mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y en Samaria, y por todo el mundo.

Jesús se enfrentó con un gran inconveniente a lo largo de su ministerio. El corazón de su mensaje era el Reino de Dios (Marcos 1:14); pero el problema era que los que le oían se lo figuraban a su manera. Los judíos estaban convencidos de que eran el pueblo escogido de Dios; y creían que eso quería decir que eran los favoritos, que estaban destinados a un honor y a un privilegio especiales, y para dominar el mundo. Todo el curso de su historia demostraba que, humanamente hablando, no podía ser así. Palestina era un país pequeño, de menos de 200 kilómetros de largo por 65 de ancho. Tuvo sus años de independencia, pero luego estuvo dominado por los babilonios, los persas, los griegos y los romanos. Así es que los judíos empezaron a esperar el día en que Dios intervendría en la historia humana, y haría con su poder lo que ellos no podrían hacer jamás. Esperaban el día en que, por intervención divina, la soberanía que soñaban sería suya. Concebían el Reino de Dios en términos de este mundo, y no como la «política de Dios y el gobierno de Cristo», como decía Quevedo.

¿Cómo lo concebía Jesús? Fijémonos en la oración dominical, en la que encontramos dos peticiones yuxtapuestas: «Venga tu Reino; hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo» (Mateo 6:10; Lucas 11:2). Ahora bien: es característico de la poesía hebrea, como se puede ver en los salmos, el decir lo mismo de dos maneras paralelas, la segunda de las cuales amplía o explica la primera. Eso es lo que sucede con estas dos peticiones: la segunda es una definición de la primera; y por tanto vemos que Jesús entendía el Reino de Dios como la sociedad en la Tierra en la que la voluntad de Dios se hace tan perfectamente como en el Cielo. Precisamente por eso sería un Reino basado en el amor, y no en el poder.

Para lograrlo, los humanos necesitamos el Espíritu de Cristo. Ya antes Lucas había hablado dos veces de esperar la venida del Espíritu. No debemos pensar que el Espíritu empezó a existir entonces. Sabemos que hay poderes que han existido mucho tiempo, pero que se han descubierto en un momento determinado. Así sucede con todas las fuentes de energía que se conocen; por ejemplo: la energía atómica no es algo que han inventado los hombres, sino que siempre había existido en la naturaleza, aunque solamente este siglo se ha descubierto y empezado a usar. Así podemos decir que Dios es eternamente Padre, Hijo y Espíritu Santo; pero llegó un momento en el que se experimentó ese poder que siempre había estado presente.

El poder del Espíritu iba a hacerlos testigos de Cristo. Su testimonio iba a operar en una serie de círculos concéntricos cada vez más amplios: primero en Jerusalén; luego en toda Judea; luego en Samaria, que era un país mediojudío que sería como un puente que los introduciría en el mundo pagano; y finalmente hasta el fin del mundo.

Vamos a fijarnos en varias cosas en relación con el testimonio cristiano:

(i) Un testigo es alguien que puede decir: « Yo sé que esto es verdad.» En un juicio no se admite el testimonio de alguien que sabe algo porque lo ha oído por ahí; tiene que saberlo de primera mano y por propia experiencia. Hubo un tiempo en la vida de John Bunyan cuando él no estaba seguro. Le preocupaba que los judíos dicen que ellos son los que tienen la verdad,
y los musulmanes igual, y los de las otras religiones lo mismo. ¿Será el Evangelio algo parecido, un mero «a mí me parece»?

Un testigo no dice: « Me parece que sí.» Dice: «Yo sé.»

(ii) Un testigo verdadero no lo es sólo de palabra, sino en toda su vida. Cuando Henry Morton Stanley descubrió a David Livingstone en el África central, después de pasar con él algún tiempo dijo: «Si me hubiera quedado con él un poco más, no habría tenido más remedio que hacerme cristiano. Y la cosa es que él nunca me lo dijo.» El testimonio de la vida de aquel hombre de Dios era irresistible.

(iii) Es un hecho que habla por sí mismo que en griego, la lengua en que se escribió el Nuevo Testamento, la palabra para testigo y la palabra para mártir son la misma. Un testigo tiene que estar dispuesto a ser un mártir. Ser testigo conlleva ser fiel a la verdad cueste lo que cueste.
La gloria de la despedida y la del regreso

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